Sobre la aclimatada lagrima crece una hierba
que parece seca, pero que tan solo es inmortal,
un brote de sed holoédrica hasta el fin de los témpanos.
Y es sobre ella donde eliges, así, como si nada,
como en el cuadro de Manet, desayunar sin esperarme,
sin mirar mis manos o las tuyas.
Tan solo otear la nada parece bastarte antes de los bizcochos,
porque ni te fijas en los pedazos de alma que se retuercen
a tus pies como animales enfermos, alérgicos
al polen que cae como llovizna seca desde el más allá
de tu extraña sonrisa de abalorio.
El pan también me habla de una forma exagerada,
y es que sigo esperando luces de anemias extrañas
como una mancha que brille sin tocarte
desde la sombra imprecisa del caracol,
y cosas semejantes —saludos sin brazos ni palabras,
dejando que te desayunes tu cielo y tus estrellas,
como cada mañana a la orilla de tus jardines de piedra
mientras espero, sobre tan raras hierbas inmortales,
color trigo quemado, vagamente esmeralda,
la llegada tal vez horrible, tal vez celeste,
pero jamás pronosticada,
de las silenciosas hijas de Milo.