La elección de Mauricio Macri como presidente de Argentina puso fin a doce años de gobiernos liderados por el matrimonio Néstor Kirchner y Cristina Fernández. El nuevo gobierno hereda un país que está cerca de una crisis de balanza de pagos, explicada en parte por el deterioro de las condiciones externas, y en parte por un mal manejo de la macroeconomía en los últimos años, especialmente desde 2011.
Al mismo tiempo, el nuevo gobierno recibe un escenario considerablemente menos dramático que el que Kirchner había heredado en 2003.
El experimento de la década anterior que siguió las prescripciones del Consenso de Washington (caracterizado por una liberalización de las relaciones comerciales y financieras y la privatización de las empresas públicas), por el que país se convirtió en el alumno predilecto del FMI, combinado con el experimento de la Convertibilidad, terminó en desastre. Al momento en que Kirchner asumió la presidencia, el país acababa de experimentar la crisis económica y social más severa de su historia. El desempleo, la desigualdad y la pobreza habían alcanzado valores record. La desindustrialización y la debilidad del sistema educativo no presagiaban nada bueno para el futuro.
El período que siguió a la devaluación y el default mostró una recuperación espectacular. En una economía que estaba severamente restringida por la demanda, el país siguió un conjunto de políticas que condujeron a reducciones sustanciales en los niveles de desempleo, pobreza y desigualdad. También llevó a cabo una profunda reestructuración de la deuda que contribuyó en gran medida a la recuperación de la sostenibilidad macroeconómica.
El tipo de cambio real más competitivo estableció las condiciones para la reindustrialización, lo que a su vez condujo a la creación de empleo para una buena parte de la población que había sido excluida del mercado laboral en la década previa. Las condiciones internacionales en que se llevó a cabo este esquema de políticas eran favorables. Como resultado, el PBI creció en promedio más que 8 por ciento por año durante el período 2003-2008.
Durante la primera presidencia de Fernández, el país navegó la crisis financiera internacional con relativo éxito. Pero a partir de 2011, el curso de políticas no se adaptó a las nuevas circunstancias, en las que sectores clave ya no estaban restringidos por la demanda. En lugar de diseñar de forma cuidadosa políticas macro y micro para favorecer un incremento consistente de la oferta y la demanda, las políticas estuvieron principalmente inclinadas a empujar la demanda en un contexto que ya no era puramente keynesiano. De modo que la demanda creció, pero la oferta no acompañó.
Algunos sectores (particularmente importante, el sector de energía) experimentaron cuellos de botella. Las presiones inflacionarias se intensificaron (con la intervención política en el Indec, los reportes oficiales se tornaron no creíbles, pero todas las estimaciones sugieren que la inflación anual era superior al 20 por ciento antes de la devaluación de Macri). El tipo de cambio real se continuó apreciando, dañando la estrategia de desarrollo que el país había seguido desde 2003.
Las exportaciones y la actividad real se estancaron. La no sorpresiva huida de capitales y el deterioro de la balanza comercial fueron atacados con una variedad de controles sobre el tipo de cambio y las exportaciones. Pero la caída en las reservas no se detuvo.
El país había seguido una política exitosa de reducción de deuda (incluyendo el repago de toda la deuda con el FMI, un acto que incrementó la autonomía del país) y logró sostener esta política aún cuando la economía se estaba deteriorando. Pero los superávits fiscales de la época de la administración de Néstor Kirchner se convirtieron en déficits significativos.
El final del gobierno de Fernández encuentra a un país con un record mixto: mejoras significativas para la vida de muchos, una distribución del ingreso más igualitaria, una economía cercana al pleno empleo, un ratio de deuda sobre producto históricamente bajo, pero un equilibrio externo deteriorado que amenaza con revertir parte de ese progreso.
Las nuevas políticas deben apuntar a restablecer la “consistencia” macroeconómica, resolviendo los desequilibrios externos y fiscales y reduciendo la inflación, sin deshacer el progreso que ha sido alcanzado durante la última década.
Durante las primeras semanas del gobierno de Macri se tomaron decisiones rápidas e importantes; los impuestos a la exportación de commodities fueron eliminados o reducidos, y también se eliminaron los controles al tipo de cambio. Lo último significó una devaluación del peso con respecto al dólar de alrededor del 35 por ciento.
Cualquier curso de acción (incluyendo no hacer nada) es riesgoso en el contexto actual. Hay cuatro riesgos que sobresalen: (i) la aceleración de la inflación; (ii) un empeoramiento de la balanza comercial, o un deterioro de la ya precaria posición de las reservas internacionales; (iii) marcados incrementos en la desigualdad; y (iv) las respuestas a la inflación o a la pérdida de reservas podrían, a su vez, llevar al peor de los mundos posibles: la estanflación (recesión con inflación).
Hay varias incertidumbres asociadas a las decisiones recientes. Las cuatro principales son (a) la proporción de la devaluación que se traspasará a los precios que pagan los consumidores locales; (b) la respuesta de las exportaciones y las importaciones a las nuevas condiciones; (c) la respuesta de la inversión extranjera al nuevo ambiente; (d) el acceso a un “préstamo puente”, que depende en parte de si hay un arreglo (y en qué términos) con los fondos buitre, algo que debe ser aprobado por el Congreso.
Los ganadores inmediatos de las recientes medidas son los exportadores de bienes agrícolas y otros commodities, que recibirán mucho más por lo que venden. Si la devaluación no intensificase las presiones inflacionarias (como la mayoría en el directorio del BCRA cree), entonces conduciría a restaurar la competitividad sin caídas en los salarios reales. Pero esta forma de pensar es demasiado ilusa.
Si la reducción en los impuestos a las exportaciones y la devaluación se trasladan a mayores precios domésticos para los bienes que se exportan e importan, los salarios reales caerán. Los trabajadores demandarán mayores incrementos salariales, y la inflación se acelerará.
El Banco Central presumiblemente intentaría moderar estas nuevas presiones inflacionarias vía incrementos de las tasas de interés. Si esto se hace con cuidado, podría enfriar la demanda solo lo suficiente como para restaurar una apariencia de equilibrio macroeconómico. Aún así, el desempleo crecería en los sectores en los que no hay cuellos de botella. Lo más probable es que el desempleo crezca y la inflación sea solo parcialmente contenida; la economía experimentaría una estanflación.
Si el Banco Central responde de forma excesivamente agresiva, en la búsqueda de restaurar la confianza en los mercados de que hará lo que sea necesario para contener la inflación, podría crear una recesión que afectaría con más severidad a los pobres y más vulnerables. Establecer un régimen de metas de inflación (lo que el Gobierno anunció que hará) hace que este escenario sea más probable.
Y la transmisión de la devaluación a precios puede ir más allá de los bienes que se comercian internacionalmente. Argentina es una economía con una larga historia de inestabilidad de precios relativos, en la que el dólar estadounidense es frecuentemente la moneda de referencia para la fijación de precios también de los bienes que no se comercian internacionalmente. Si el traspaso se extiende a los precios de esos bienes y servicios, las presiones inflacionarias serán aún mayores. Muchos pensamos que ésta es la hipótesis más sensata.
Los optimistas piensan que el nuevo régimen de políticas conducirá a un influjo de inversión externa productiva, que habrá una resolución “justa” con los fondos buitre que abrirá el acceso a los mercados de crédito internacionales para que Argentina consiga el financiamiento que le permita lidiar con cualquier brecha de divisas que enfrente, y que el ajuste del tipo de cambio que ya ha ocurrido (combinado con una gran liquidación de exportaciones que estaba a la espera de una devaluación de una “única vez” en la moneda nacional) será suficiente para resolver el problema de las reservas.
Los pesimistas, mirando el estancamiento global, y la recesión en el vecino Brasil, son menos optimistas sobre las posibilidades de que haya entradas de divisas a esa escala. Les preocupa que, especialmente con un traspaso alto de los costos a los precios, habrá una necesidad de nuevas devaluaciones; y el reconocimiento de esto por parte de los exportadores podría dilatar las liquidaciones de stocks.
Y tampoco es obvio que haya un acuerdo posible para el problema de la deuda que sea aceptable tanto para la sociedad argentina como para los fondos buitre (aunque la sugerencia reciente del ministro de Economía de no pagar los intereses que reclaman los fondos buitre es un punto de partida razonable para llegar a un acuerdo). En general, restaurar el crecimiento requerirá no solamente inversión externa directa, sino más inversión pública, en educación, infraestructura y conocimiento.
Las acciones iniciales del Gobierno, aún cuando sean entendibles desde una perspectiva política, son preocupantes. En particular, la reducción de los impuestos a las exportaciones es una gran transferencia de riqueza hacia los ricos, a expensas de un gran costo para los trabajadores. Cualquiera que sean los beneficios en términos de eficiencia, las consecuencias distributivas y las implicancias para el desarrollo de esta medida no pueden ser ignoradas. Argentina y el mundo esperan a ver cómo el Gobierno hará para compensar esos efectos.
Las recientes políticas económicas parecen descansar sobre supuestos controversiales sobre cómo la devaluación afectará a los precios domésticos y cómo la inversión responderá a los nuevos precios relativos y a un conjunto de políticas nuevas que están más determinadas por el mercado. Pero si esos supuestos no se ajustan a la realidad, el Gobierno tendrá que reaccionar rápidamente, interviniendo para evitar los posibles efectos recesivos así como los incrementos en la desigualdad y en la pobreza. De otro modo, las promesas de desarrollo inclusivo se volverán un sueño lejano.
(*) Economista estadounidense, profesor de la Universidad de Columbia. Recibió el Premio Nobel de Economía en 2001. Fue vicepresidente del Banco Mundial y presidente del Consejo de Asesores Económicos de Estados Unidos durante la presidencia de Bill Clinton.
(**) Economista – Investigador de la Universidad de Columbia, EE.UU., del IIEP-Baires (UBA Conicet) y profesor adjunto de la UNLP.
Fuente: Project Syndicate