El lóbrego desenlace del secuestro del ex teniente venezolano, Ronald Ojeda, desenmascaró una práctica canallesca, cada vez más en boga en el periodismo infame, lameculo y delator que padecemos: la hipótesis de la sospecha.
En virtud de ella, un lector neutral, que ignore la capacidad de desinformación y manipulación del sistema mediático chileno, se asombraría de la eficacia del aparato de inteligencia venezolana; capaz de infiltrar un comando de no menos de 20 efectivos, en un país gobernado por una coalición de izquierda, con el que se tienen relaciones diplomáticas; secuestrar y asesinar a un ex-oficial del ejército venezolano con estatus de refugiado político, a todas luces irrelevante para una operación de esa envergadura, y desaparecer sin dejar rastros.
El periodismo de la sospecha rompe no solo con el código de ética periodística, sino también con la epistemología de lo que se tiene por cierto.
Un/a periodista serio/a y profesional jamás publica información no corroborada al menos por una segunda fuente. Garganta Profunda, en el caso Watergate, es el epítome de ese rigor.
A contramano, al periodismo de la sospecha le basta el rumor.
El arsenal de la posverdad
Se vale de un set de dispositivos de desinformación introducido por la CIA a través de El Mercurio, en la batalla contra el gobierno de Salvador Allende.
El primero, consiste en el abuso de fuentes anónimas, autoridades indeterminadas o testigos no identificados.
Ese día, el periodismo chileno se fue al carajo; o por lo mínimo, cruzó el Rubicón hacia la posverdad.
Liberados del lastre de la prueba, y del chequeo de la segunda fuente, o ambos, el editor de un medio, su propietario, o ambos, pueden decir lo que se les venga en gana, sin que les salga ni por curados.
De este modo, día tras día, el general Rumor, la portavoz Anónima Fuentes y la reiteración hasta el espasmo, construyen la hipótesis de la sospecha.
Y cuando los hechos se precipitan, como en este caso; en lugar de informar como corresponde, dada la extrema violencia y gravedad del suceso; o confiar en que el público olvidará el montaje con el próximo; o guardar respeto y silencio, como pidió la familia; contumaz, la jauría mediática dio otra vuelta de tuerca al periodismo de la sospecha, hasta hacer chillar a la realidad, en el afán de «probar» la conexión venezolana; a saber, un crimen planeado por el abominable y totalitario régimen de Maduro, con el propósito de eliminar a un connotado opositor político.
El segundo recurso instala la posverdad, esto es, la distorsión deliberada de la realidad, para manipular creencias y emociones, con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales.
Lo hace por medio de la media verdad, o verdad parcial fuera de contexto, peor que la mentira completa, dado que el desmentido suma a los propósitos de los articuladores de la campaña, pues amplifica su visibilidad. En el montaje de la conexión venezolana, hay dos ejemplos que fácimente califican para los anales del periodismo de la infamia; apenas escalones abajo del título Exterminados como Ratones, de La Segunda, del 24 de julio de 1975, en el contexto de la Operación Colombo.
El tercer recurso es la reiteración machacona, conforme al principio goebbelsiano, de que una mentira mil veces repetida se transforma en verdad.
De esa guisa, caen en el garlito medios que presumen de «serios» y «neutrales», como cierta radio controlada por la DC: Documento revela que uno de los sospechosos trabajó para Maduro, nota que riza el rizo de los mismos argumentos de Ex Ante y El Mercurio, con lo que contribuye a la instalación del anatema.
La construcción del montaje
La campaña se estructuró con arreglo al siguiente silogismo: a) los autores del secuestro y asesinato del teniente Ojeda son del tren de Aragua; b) el tren de Aragua tiene vinculos con el régimen de Maduro; en consecuencia, c) el responsable es Maduro.
Ese patrón se viene repitiendo desde el día del secuestro, el 21 de febrero pasado. Durante la primera semana, el periodismo de la sospecha postulaba que Ojeda aparecería en Caracas.
Luego, cuando se lo encontró, nueve días después; en un foso de metro y medio de profundidad, dentro de una maleta, posición forzada que le causó la muerte, datada el mismo día del secuestro; bajo una gruesa capa de cemento, en el campamento Vicente Reyes de Maipú, ocupado principalmente por inmigrantes; sin que mediara negociación, la escena del crimen entregó suficientes antecedentes de que se trata de una venganza, habitual en el narcotráfico, cuando se columbra una traición.
Empero, contra la evidencia y la lógica, el periodismo de la infamia se empecinó en el móvil político.
En perspectiva, apeló a un oscuro ex-jefe de seguridad de Guaidó; que además entregó un testimonio de oídas. Luego a «privilegios» de los líderes del tren de Aragua en el penal de Tocorón, al símil de Escobar Gaviría en Envigado, y remató con un documento según el cual uno de los inculpados, Walter Rodríguez Pérez, trabajó durante poco más de dos meses en la gobernación de Aragua, entre abril y mayo de 2015, cuyo titular era entonces Tareck El Aissami, quién llegó a ser Vicepresidente y Ministro del Petróleo.
¡Bingo!. Con ese antecedente, el periodismo facilón creyó encontrar la cuadratura del círculo del silogismo que vociferaba, ex ante, la culpabilidad de Maduro.
Que no sea cierto, no le inquieta al periodismo de la posverdad. Total, el efecto ya está instalado. No debería sorprender que cualquier encuesta registre un alto porcentaje de chilenos en creer que el responsable del secuestro y asesinato de Ojeda es Maduro; del mismo modo como creen en la culpabilidad de Sebastián Dávalos en el caso Caval, a pesar de que nada se le probó, y es el único de la extensa trama que no tiene condena alguna. Igual tuvo que partir del país. Así de peligroso es el infame periodismo de la sospecha.
Berstein y Woodward no publicaban aquello que no era confirmado por Garganta Profunda, William Mark Felt, entonces Director Asociado del FBI. Su rigor profesional condujo a la destitución del hombre más poderoso de la tierra, el Presidente de Estados Unidos, Richard Nixon.
Con la «prueba» de un testimonio de oídas y un documento de nueve años atrás, un contrato de trabajo de dos meses, en que no figura la remuneración, cuando el inculpado tenía 19 años, el «periodismo» chileno pretende probar el vínculo con la «conexión venezolana».
La diferencia de calidad en la prueba mide la degradación de ese periodismo, en la curva de la verdad.
En relación de inversa proporcionalidad, con frecuencia, en el periodismo de la sospecha es más elocuente lo que se omite que aquello que se publica.
El 18 de marzo de 2023, el presidente Nicolás Maduro, por medio de la Policía Nacional Contra la Corrupción, PNCC, dispuso una serie de arrestos y allanamientos a funcionarios públicos implicados en casos de corrupción, entre ellos, El Aissami.
El 9 de septiembre de 2023, una fuerza combinada de unos once mil efectivos del «régimen» recuperó; de manera limpia, sin violencia innecesaria, ni víctimas, el penal de Tocorón, y descarriló al tren de Aragua.
Aprendiz de brujo
El periodismo de la sospecha se atuvo a la posverdad: nada de ello informó, a riesgo de exponer los módicos fundamentos de la «conexión venezolana».
Además, ese periodismo miserable parece olvidar que la puerta a la delincuencia venezolana, la abrió San Sebastián Piñera y que el narcotráfico, como problema social, fue generado durante la dictadura de Pinochet.
Cual aprendiz de brujo, refocilado en su evanescente sensación de poder, el sistema mediático chileno parece ignorar las consecuencias de la manipulación de la verdad; piedra angular del periodismo leal al compromiso de informar con rigor.
De entrada, los primeros intoxicados con esa basura son sus propias huestes y mesnadas, lo cual explica el afiebrado comportamiento de los voceros de la derecha, que ven fantasmas donde no los hay; denuncian conspiraciones inexistentes y elevan la sospecha a cuestión de Estado; lo cual los expuso al ridículo de nivel internacional.
Naturalmente, aprovecharon que la ocasión pintaba calva para sacar a pasear su anticomunismo cerril y visceral y denunciar al Partido Comunista, por vínculos con Venezuela que, de otra parte nunca ha negado; en el afán de clavar cuñas divisorias en la coalición de gobierno, que resueltamente lo apoyó, con el previsible cacareo de fondo.
De ser verosímil la responsabilidad del «régimen» de Maduro, cualquier gobierno democrático debería condenarla sin vacilaciones, pero en ningún caso sobre la base construida por el periodismo de la sospecha.
Por intermedio de Diosdado Cabello, en su programa Con el Mazo Dando, señal de la mínima importancia que le concede a la histérica campaña chilena, el gobierno venezolano respondió:
“Arreglen su problema allá en Chile, sigan dándole protección a mafiosos, que la propia mafia les cobra”.
El segundo problema del periodismo de la sospecha es de naturaleza política. La dictadura mediática de un determinado sector social sobre el conjunto de la población constituye una grave violación del principio de igualdad democrática. Se trata, por tanto, de uno de esos diferendos que solo resuelve la correlación de fuerza.
En consecuencia, la dictadura mediática y el periodismo de la sospecha durarán hasta el día en que se imponga una coalición democrática que entre sus prioridades programáticas, estén la democratización de las comunicaciones y el reestablecimiento de la pluralidad informativa.
Pero la amenaza más grave para este tipo de periodismo proviene de sus entrañas, y yace en su divorcio con la verdad. Lo expresan, de distinto modo, el cuento de Pedrito y el Lobo, el refrán «antes se pilla al mentiroso que al cojo» y la inapelable sentencia de Abraham Lincoln: «Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todos, todo el tiempo».
La desconfianza en el periodismo chileno emerge en un reciente estudio de Feedback, Consumo de Noticias y Evaluación del Periodismo, por encargo de la Escuela de Periodismo de la Universidad Católica de Valparaíso, ninguna sospechosa de izquierdismo.
De entrada, solo un 36,7% de lo encuestados declara consumir noticias todos los días. El 36% de la muestra se informa por redes sociales, Le siguen de lejos la televisión (22%), la radio (15%) y los medios impresos (13%).
Solo 2 de cada 10 encuestados cree que los medios informativos chilenos son precisos (19,8%), confiables (20,9%), creíbles (22,5%), y que cuentan toda la historia (17,4%).
La confianza, como la virginidad, se pierde una vez, y no se recupera. Para remate, cuando comparezca el lobo, el periodismo de la sospecha volverá a no verlo venir.
Pues, con su pan que se lo coma.
Versión Completa (15′:37″)
Versión resumida (9′:32″)
@pancho5274 Asesinato del Teniente Ojeda y la Infamia del Periodismo Chileno #elmercurio #ex_ante #lasegunda #radiocoperariva #radiobiobio #radioadn #megavision #canal13 #chilevision #televisionnacionaldechile #tvn #ronaldojeda