sábado, abril 20, 2024
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La Aceleración de la Historia

“Yo no sé qué es el destino”, exclama Andrómaca. “Yo te lo voy a decir”, le responde Casandra: “El destino es la forma acelerada del tiempo”. Estamos en la escena primera del primer acto de “La guerra de Troya no tendrá lugar” (o “No habrá guerra de Troya”. En el original francés, “La guerre de Troie n`aura pas lieu”), de Jean Giraudoux. Andrómaca es la mujer de Héctor, el Héroe troyano; Casandra, hermana de Héctor, ha sido dotada por los dioses del don de la profecía.

Y estamos en el año 1935, en París, cuando los vientos de guerra discurrían por los campos y plazas de Europa, como presagios de lo que sería la Segunda Guerra Mundial.

¿Por qué esta cita, en apariencia al menos, pretenciosa o pedante? Porque estamos acostumbrados a que se nos agobie con “certezas” tales como el fin de las ideologías, el triunfo definitivo del mercado (“su” mercado), la bancarrota de los ideales colectivos, etc. y etc. Y he aquí que algo nos recuerda que la historia puede acelerarse. Que el tiempo no es estricta y fatalmente lineal y puede a veces comportarse a saltos.

Es claro, el tiempo puede “acelerarse”, como en el decir de la pitonisa, como fatalidad: la Guerra de Troya sí tuvo lugar. Pero también puede acelerarse en el otro sentido; es decir, haciendo girar en una dirección progresista -humana e inclusiva- la rueda de la historia.

¿Y quién podría constituirse en el agente que hiciera ese prodigio de avanzar hacia un futuro mejor, enfrentando a quienes habían elevado sus intereses mezquinos hasta los altares de las verdades absolutas?

Respuesta: tal vez sólo dos contingentes sociales: los trabajadores y los jóvenes. ¿Y por qué, privilegiada o exclusivamente, sólo ellos?

Y es que, no lo olvidemos, ambos “contingentes” comparten las ventajas que emanan del carácter de “lo nuevo”. Vieja era la ya burguesía cuando asume la totalidad de los poderes, pues antes de arribar a la condición de clase “para sí”, es decir en tanto sector social provisto de un programa totalizador, ya había sido “clase en sí”; valen decir, diferente de aquellas que conformaban el edificio feudal o semifeudal en el que los privilegios eran heredados y con ello la condición humana misma.

Y en medio de una fuerte ofensiva ideológica –no lo olvidemos- con elementos tan atractivos como sus traicionados ideales de “libertad, igualdad y fraternidad”, se elevó a una condición dominadora de sus sociedades y, muy luego, del mundo.

La clase más joven de la historia fue y sigue siéndolo, la de los trabajadores. Es su difícil y muchas veces trágico tránsito de su “en sí” a su “para sí”, lo que constituye el fondo mismo, el sentido también luminoso de la historia humana.

Y en cuanto a los jóvenes, ¿qué más que su misma condición de tales habría que invocar para encomendarles la tarea de hacer avanzar en un sentido positivo la rueda de la historia? ¿O en otras palabras, para que se asuman ncomo agentes del destino, esa “forma acelerada del tiempo”?

Venimos, en este país en estado todavía “primario”, de presenciar un esbozonde lo que pueden ser cambios sustanciales. Y es que dos figuras jóvenes han obtenido los apoyos que se requerían para convertirlos en exponentes de lo que es esperable se desarrolle como una avanzada que comience a alterar en un sentido democrático y participativo los datos de la política chilena, al menos al nivel de las representaciones parlamentarias.

Karol Cariola y Cristián Cuevas no son ni debieran ser los únicos. Lejos de ello, es esperable que muchos de quienes han sido sus compañeros, aunque estuvieran ubicados en posiciones a veces enfrentadas, cosechen también el apoyo ciudadano que les entregue las viejas antorchas. Viejas antorchas, en manos jóvenes.

Así, pues, ¡paso a lo nuevo! Ancho espacio a los trabajadores y a sus exponentes sindicales y políticos, ancho paso a la juventud. Así se cumplirá una “aceleración del tiempo” que confine en el pasado las injusticias y borre, con ello, los estigmas de la indiferencia, la intolerancia y toda suerte de discriminación.

(*) Editorial semanario El Siglo, edición N° 1675

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