Tenía esa idea creí que que el se drogaba con ácidos LSD y hongos alucinógenos. Pero había algo en sus ojos que no pertenecía a este mundo.´
Jim Morrison no miraba: incendiaba.
Era alguien magnético, con voz grave y corazón roto, que no nació para cantar…
sino para provocar incendios.
Estudió cine. Leía a Nietzsche, Rimbaud y Blake como otros leen el horóscopo.
Era poeta antes que músico.
Y músico antes que estrella.
Pero lo suyo no era una carrera.
Era una caída libre.
The Doors nació en un destello.
Dos mentes se encontraron en una playa: Jim y Ray Manzarek.
Y Morrison, sin una guitarra, sin un demo, solo con versos locos y una mirada que no parpadeaba, soltó la primera llama:
“Let’s swim to the moon… let’s climb through the tide…”
Desde entonces, todo fue vértigo.
Los Doors no eran una banda: eran un ritual.
Un grito tribal.
Un trance chamánico.
Jim no cantaba: invocaba.
Se retorcía en el escenario, gritaba, se desnudaba, hablaba con los muertos, con los dioses, con las sombras.
El público no sabía si estaba viendo un concierto o una posesión.
Él mismo se llamaba «The Lizard King».
Decía que podía hacer lo que quisiera.
Y actuaba como si fuera cierto.
Pero detrás del mito había un chico destruido.
Que escribía poemas sobre la muerte.
Que bebía desde la mañana.
Que tomaba cuadros de LSD como si fueran aspirinas.
Y que cada vez se hundía más en un pantano del que no parecía querer salir.
Lo arrestaron en conciertos.
Lo prohibieron en ciudades.
Se convirtió en el símbolo de una juventud rota, hambrienta de algo que no sabía nombrar.
Jim era la voz de ese vacío.
“This is the end… my only friend, the end…”
En sus últimos años, estaba harto.
De la fama.
De la industria.
De todo.
Dejó la música. Se mudó a París.
Vivía entre libros, bebidas y silencios.
Decía que quería volver a ser poeta.
Pero ya no había vuelta atrás.
El daño estaba hecho.
Y él lo sabía.
El 3 de julio de 1971, Jim Morrison fue hallado sin vida en la bañera de su departamento.
Tenía 27 años.
No hubo autopsia.
Solo rumores.
Nadie supo con certeza.
Y tal vez así debía ser.
Porque Morrison vivió como un mito.
Y murió como uno.
Hoy, su tumba en París es lugar de peregrinación.
Sus poemas siguen vivos.
Sus canciones siguen ardiendo.
Y cada vez que suena Riders on the Storm, parece que el cielo se oscurece solo un poco más.
Jim Morrison no fue una estrella.
Fue un relámpago.
Un susurro de Dionisio en medio de un mundo dormido.
Y aunque se fue demasiado pronto, nos dejó una frase que lo resume todo:
“Expón tu alma al peligro y puede que sobrevivas como poeta.”