por Juan Rubio G. (*).
«En Chile el ministro de Educación no es profesor, el ministro de Salud fue expulsado del Colegio Médico. La ministra del Trabajo es directora de una AFP (Hábitat) y el presidente fue declarado reo por desfalco de un banco.
Me pregunto ¿qué podría salir mal en un país en pandemia?».
(viral en redes sociales).
Uno de los principales argumentos que exponen la institucionalidad gobernante y los medios de comunicación masiva en Chile, es que el fracaso estrepitoso de las estrategias de contención del COVID-19, se debe a que la población chilena no estaría acatando las medidas de confinamiento establecidas por la autoridad.
Desde estas instancias argumentan la “irresponsabilidad, terquedad, obstinación y lo poco empática y solidaria” que sería la población, pero no reparan que para confinarse se deben tener los medios para subsistir.
Asunto que resulta, al menos, poco probable, en un país donde, según datos objetivos de la Fundación Sol, el 38.9% de los asalariados no tienen contrato de trabajo, en su mayoría no cuentan con formación especializada y realizan trabajos informales; más del 50% de los asalariados en Chile gana menos de 500 dólares americanos al mes, lo que obliga a más del 30% de los adultos mayores a tener que prolongar su vida laboral en empleos precarios e indignos.
Pero quizás el dato más notable, es que un país que reporta una población cercana a los 18 millones, 11,5 millones de sus habitantes están endeudados.
Ante el peso de estos argumentos, difícilmente, un gran porcentaje de la población chilena podría quedarse en casa, sin correr el riesgo de morir de hambre. A lo anterior, se debe sumar un antecedente de orden subjetivo, pero que es igual de potente para entender por qué la población no acata las disposiciones de las autoridades.
Y este viene dado porque en Chile no hay autoridad legitimada. Al menos, no en la clase gobernante. Pero no me refiero solo a esa pretensión de autoridad vertical de mando, que demanda obediencia por medio de la coerción de la fuerza física, psicológica y social, sino a aquella relación que, dada en una lógica más de simetría, da paso a la persuasión, negociación y argumentación.
Esa autoridad mediada por la moralidad, ya que etimológicamente, está relacionada con el fortalecimiento, el progreso y fomento de la creación, es lo que no existe en la relación de la institucionalidad gobernante y el pueblo chileno.
Variadas son las investigaciones de orden sociológico y psicológico, donde se ha comprobado la directa relación entre las experiencias emocionales cotidianas de la población y las evaluaciones que éstos realizan de las autoridades.
En esa línea, se han identificado a la ansiedad, el enojo, la preocupación y el miedo como factores estresores, que tienen una directa y positiva relación con la desconfianza hacia las autoridades y los gobiernos en general. Este es un asunto sobre el cual los modelos médico-sanitarios y ético-jurídicos, que son los determinantes en las gobernanzas de las institucionalidades capitalistas, no reparan, ni abordan, pero que es trascendental al momento de diseñar las políticas públicas.
Lo anterior, es debido a que las emociones corresponden a fenómenos que embargan la totalidad de las acciones cotidianas de las personas. Son procesos que se construyen a partir de las interrelaciones entre individuos y grupos, de ahí que son el resultado de experiencias socioculturales, imposibles de no considerar.
Desde esa perspectiva, las emociones son determinantes en las motivaciones, en la dirección, intencionalidad y potencia de las acciones humanas. De manera tal, que al momento de explicar por qué la población no acata las definiciones de los gobernantes, no asume las estrategias diseñadas por ellos, la respuesta primaria, radica en la relación de gobernanza que han forjado los gobiernos y la población.
En particular, en el caso chileno, la pandemia del COVID-19 se desarrolla en un contexto de criminalización de las protestas populares. No se puede desconocer que los sectores más desposeídos estaban reaccionando a décadas de sometimiento, desigualdad social, expectativas de justicia no cumplidas.
Todo ello, traducidos en estados emocionales marcados por la rabia, el dolor y malestar social. Al respecto, cabe señalar que los antecedentes empíricos en relación a la percepción de injusticia por parte de las autoridades, las personas las significan y simbolizan como rechazo y exclusión. Ello, pues las expectativas de igualdad se quiebran, ante la impericia y la desidia de los gobernantes en particular y de la clase política en general.
Si a lo anterior, se suma la abierta represión física, psicológica y social, que importantes sectores populares han vivido tras el estallido social, resulta un factor determinante que inevitablemente reducirá la credibilidad en las autoridades, y, por cierto, la disposición de las personas a cooperar voluntariamente, aunque se les insista que es por el bienestar de ellos mismos.
Esto último, es fundamental de comprender, pues la relación de gobernanza no se da sólo en un ámbito cognitivo, vale decir, que no se trata de “convencer” a la población. En última instancia, el ámbito relevante de las gobernanzas, es el afectivo; la violencia de los gobernantes se asume de manera material y simbólica por los gobernados, y ello representa el principal componente de esta relación.
Lo anterior implica entender que la relación de violencia en la gobernanza, es lo que define los comportamientos de las personas. Es decir, si la población percibe y vive el trato injusto de los gobernantes, dialécticamente, se está originando la deslegitimación de las autoridades, se está promoviendo la violencia como forma para lograr transformaciones y cambios.
Es decir, se está incitando a que la población subvierta la ley.
En última instancia, y he aquí la relevancia de lo planteado: cuando las personas perciben que los gobernantes, autoridades, institucionalidad y clase política en general, son injustos, es imposible construir una legitimidad de la gobernanza.
Es decir, no hay condiciones objetivas y subjetivas para que el sistema político pueda operar de manera funcional o adecuada.
Tras lo expuesto, cabe una reflexión final.
En este momento, en la realidad chilena, la clase política, las autoridades y la institucionalidad gobernante en general, representan el principal agente de propagación de la pandemia del COVID-19.
Esto, pues son ellos quienes no son garantía de confiabilidad para la gran mayoría de la población.
Por el contrario, son agentes propagadores de inestabilidad objetiva y subjetiva; sostienen un modelo que socializa pobreza y marginación, y además promueven desesperanza, desconfianza e inseguridad a la mayor parte de la población.
En definitiva, es la desconexión de estos agentes políticos con la realidad que vive la población, lo que está permitiendo el descontrol de la pandemia.
(*) Psicólogo, integrante del Colectivo de Acción Social Periferias.
Fuente: Alainet