miércoles, octubre 9, 2024
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In Memorian de Juan Gelman: A Nadie le Importa si era Rubia la Pulpera de Santa Lucía

Uno, en general, se guarda sus pesares, sus tristezas, sus frustraciones, pero ésta es la única forma en que me atrevo a despedirme de Juan Gelman, corriendo el riesgo de pecar de cholulo.  Roberto Savio, alma máter de IPS, la agencia de noticias donde Juan recaló como jefe de redacción en Roma en 1976, me decía escuetamente en un correo: Juan era un idealista  tierno y dulce, de gran firmeza en sus ideas, y de finísimo humor. Quizá en esas cuatro líneas le faltó hablar de su bonhomía, su dedicación, su solidaridad, su profesionalismo.

La verdad es que no recuerdo bien cuando lo conocí (¿trampas de la edad?), si en la revista Crisis o en una presentación de un disco con Tata Cedrón. Pero eso sí, era 1973, cuando llegué a Buenos Aires, dejando atrás la dictadura en Uruguay.

Pero la relación estrecha la hicimos, trabajando hombro con hombro, en el diario Noticias, creando la estructura y la rutina del diario, junto al Oso Oscar Smoje y Paco Urondo. En Noticias se habían juntado quizá las mejores plumas (¿se debiera decir las mejores remington u olivetti?)… pero pocos (o ninguno) tenía idea de cómo se hacía un diario.

Yo estaba trabajando en medios internacionales, cuando una llamada de Galeano me manda a la calle Piedras casi Chile, para insertarme en un diario que iba a salir en breve.

Subí las largas escaleras y me hicieron pasar a una habitación casi desbordada por una enorme mesa, donde estaban reunidos los jefes. Quedé anonadado: allí estaban los popes del periodismo argentino –Miguel Bonasso, Paco, Juan, Rodolfo Walsh, los Pablo Giusani y Piacentini, TutiGadano, el joven maravilla Horacio Verbitsky, y… ¿qué hacía yo, apenas un uruguayo, ahí?

Juan, que era quien me conocía, fue el que tomó la palabra. Miento. Primero se meció los bigotes y después me explicó el proyecto y por qué me necesitaban. Quedé en responder al otro día. “Eduardo me dijo que vos sabías de producción y de offset; nosotros sabemos solo escribir y necesitamos que te sumes”, me dijo, y algo más como que ya estaba todo conversado.

Salí con la cabeza gacha y me fui caminando hasta la oficina del edificio Safico, en Corrientes 456. Desde allí llamé a Galeano para que me explicara mejor. “Hablá con Juan y ponete a trabajar”, fue la respuesta. Otra vez, otros habían tomado la decisión sobre mi vida. Y no me quejo en absoluto.

Fueron semanas de trabajo duro, a veces con farol a mantilla, donde el Goyo Levenson viabilizaba financieramente las necesidades y Julito Troxler tomaba medidas para garantizar la seguridad de todos. Y Juan era fundamental para buscar salidas a los sucesivos escollos que hubo que enfrentar, por sabotajes y presiones también. Si bien se insistía en una conducción colectiva, al diario lo manejaban, periodísticamente, Juan y Paco.

Cuando comenzamos los números cero, solíamos ir a almorzar a un bolichón sobre la calle Chile, junto a Pablo Giussani y a veces TutiGadano, con mal vino riojano, en mesas con manteles de papel, imprescindibles para que no se nos olvidara lo que proponíamos y discutíamos en la mesa. Y quizá, también (en el caso de Juan) apuntes para el próximo poema.

En ese bolichón Juan comenzó la tarea de desasnarme de argentinidad. Me explicó que Santa Lucía era un barrio de la periferia sur porteña y no un pueblo de Canelones, Uruguay, a propósito de su poema Gloria, y a hablarme de lo que significaba el peronismo en esos momentos, a pesar de que él venía del Partido Comunista. (¿Era rubia la pulpera de Santa Lucía? ¿Tenía los ojos celeste?¿Y cantaba como una calandria la pulpera?(…)/ ¿Acaso no está corriendo la sangre de los 16 fusilados en Trelew?..)

Juan se encargaba también de mantener la armonía interna (y quizá porque venía del PC “alguien” le había puesto el mote de Josef, por Stalin), que permitía hasta la confección de una suerte de boletín interno, a máquina y totalmente anónimo, -La Bazofia- que aparecía pegado con engrudo en la pared, delante de los escritorios de Paco y Juan. Era el chismógrafo del diario.

Pero todas las tarde, antes de la vertiginosa hora del cierre, los redactores se levantaban e iban hasta La Bazofia para ver el intercambio de finos versos humorísticos entre Juan y ZelmarMichelini, ex senador uruguayo devenido en periodista (asesinado en 1976).

Siempre con gesto adusto pero de buen humor, uno sabía cuándo estaba pensando un reto o un pedido, porque comenzaba por mecerse los bigotes. Un mediodía apareció el gordo Osvaldo Soriano por la redacción, por las latitudes de la oficina de Rodolfo. “Quiero trabajar en el diario”, dijo. “Quiero trabajar en Deportes”, insistió. Solo Juan lo entendió. Lo perdimos: sus socios intelectuales insistían que debía escribir en una sección seria.

El día que los comisarios Villar y Margaride fueron a allanar la sede del diario, fue uno de los pocos que dio la cara, logrado “hacer” el tiempo necesario para limpiar la casa y que algunos salieran por los techos. Y después, hacer el inventario mental, desde el Ramos, con el ejemplar del diario en la mano.

Cada madrugada había que llevar los ejemplares de la primera edición, recién salidos del horno, a los jefes (a eso de la una de la mañana), a donde estuvieran cenando. Y sobre esos raids cuenta (a nombre propio) Bonasso en sus historias ficcionadas.

Hay algunas versiones sobre la “famosa” portada de Noticias cuando la muerte de Perón. ¡Lástima que Juan no haya contado la suya! Su argumento era que por cada hora que se discutía el texto de la portada se perdía la posibilidad de informar a 50 mil personas…

Después supe bastante más de los tiempos mozos de Juan, por los cuentos de Rosita, mi suegra entonces, que compartía con el grupo de poetas El Pan Duro las tertulias culturales del PC, que alentaba el viejo Gleizer.

Tiene razón Galeano: a veces la muerte miente. Juan sigue en mi escritorio, meciéndose los bigotes, desde la añeja foto rescatada del desaparecido archivo de Noticias.

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