La indicación que fija sanciones penales a toda persona que revele información reservada de una investigación, no solo es un duro golpe para una nueva camada de fiscales que pretende esclarecer el modo en que opera el incestuoso maridaje entre el dinero y la política, intentando llevar a juicio a los responsables de flagrantes casos de corrupción.
La normativa significa, también, un duro revés para todos aquellos sectores que adhieren y bregan por un proyecto de regeneración democrática tendiente a revertir el profundo grado de descomposición que corroe al Chile actual.
La enmienda votada unánimemente por la comisión de Constitución del Senado en un contexto donde se discutía –vaya paradoja– la agenda corta antidelincuencia, ejemplifica el rasgo esencial de un sistema político que se ha especializado en neutralizar a todo actor capaz de impulsar cambios significativos en la sociedad de mercado instaurada en el país.
No es difícil comprender que el vacío impugnatorio dejado por el repliegue de los movimientos sociales del espacio público a partir del 2012, fue llenado parcialmente por actores sociales “no tradicionales”.
Si el 2011 fueron los dirigentes estudiantiles los que canalizaron los anhelos de cambio de la sociedad, en el año 2015 será una nueva generación de fiscales la que representará los deseos de justicia de una sociedad indignada ante el develamiento de casos que han ratificado los privilegios y prebendas obtenidas por la elite político-económica durante las últimas décadas.
Poco a poco los fiscales subalternos se transformaron en una amenaza para las dirigencias políticas tradicionales.
En este sentido, la despampanante figura de los líderes estudiantiles sería paulatinamente reemplazada por el perfil fiscalizador que irradiaban los fiscales subalternos, sobre todo Carlos Gajardo, quien inauguraba el “año de la desconfianza” con una sentencia plenamente compatible con el sentido común ciudadano.
En la formalización de los ejecutivos de Penta, el fiscal señalaría que el holding directamente vinculado a la derecha política (especialmente a la UDI) no era nada más que “una máquina para defraudar”.
Es también lo que se revelaría en los casos Caval, SQM y Milicogate (entre otros). Con ello, el modelo quedaba nuevamente develado y etiquetado. Lo interesante, es que esta vez –a diferencia del 2011– podíamos observar más claramente y con mayor detalle sus modus operandi.
En estas circunstancias, resulta claro que la principal virtud de esta nueva generación de fiscales fue comprender que la inercia de las instituciones solo podía ser alterada a través de la presión de los medios y de la opinión pública.
Por ello es que el más destacado vínculo virtuoso de los dos últimos años no fue –al menos en un sentido democratizador– la alianza público-privada propugnada por Ricardo Lagos en su emblemático discurso pronunciado en Icare en agosto del 2014 (y que muy probablemente volverá a reeditar en el contexto de una eventual candidatura presidencial).
Muy por el contrario, el vínculo virtuoso estaría definido por una alianza estratégica establecida entre un grupo de fiscales subalternos con ansias de justicia y un segmento de periodistas críticos que alentarían un renacer disciplinario respaldado en la proliferación de medios alternativos y el explosivo avance de nuevas plataformas y tecnologías comunicacionales.
Con este telón de fondo ha de leerse la medida adoptada por el Senado, instancia que hace bastante tiempo se ha consolidado como el bastión institucional del partido del orden (cuando la Cámara Alta falla en su propósito restaurador, siempre es posible recurrir a la trinchera de retaguardia: el Tribunal Constitucional).
Recordemos que la primera jugada clave para ejecutar este cambio fue la postulación de Jorge Abbott como nuevo Fiscal Nacional. He aquí el verdadero “Fiscal Ad-Hoc”.
Esta candidatura, propuesta por la Presidenta Michelle Bachelet, fue ratificada en bloque por la Alianza (hoy Chile Vamos) y la Nueva Mayoría en el Senado el pasado 19 de octubre. En resumidas cuentas, la conducción tanto del Ministerio Público y como del Senado operan coordinadamente para neutralizar a los actores sociales más relevantes de los últimos años.
Hemos escuchado la defensa de la medida por parte de las principales dirigencias de los bloques políticos tradicionales y los actuales líderes del Ministerio Público.
Algunos afirmarán que el objetivo de la indicación es “cuidar las instituciones”. Otros, dirán que su fundamento es asegurar la “neutralidad y objetividad” del Ministerio Público. Más de algún gremio de abogados rasgará vestiduras por el “aseguramiento del debido proceso y la presunción de inocencia de las personas investigadas”.
De este modo, los defensores del statu quo volverán a replicar la vieja y gastada fórmula asociada al cinismo institucional. Aquel que ante los ojos del escrutinio público exige neutralidad y objetividad de las instituciones en aras del buen funcionamiento de la república, pero que en las conversaciones de pasillo (o, más bien, en sus “cocinas privadas”) no tiene inconvenientes en poner las mismas instituciones a disposición de los sectores más privilegiados de nuestra sociedad.
Lo trágico de las aspiraciones restauradoras es que la normativa creada para neutralizar el ejercicio investigativo y al derecho público a la información, no podrá contener, ni el develamiento de nuevos antecedentes informativos, los cuales seguirán definiendo los contornos del semblante de la descomposición, ni la proliferación de nuevos actores sociopolíticos que intenten capitalizar políticamente la irrupción del malestar.
Y es que las crisis de orden sistémico no pueden ser suprimidas y/o revertidas por decreto, por más restrictivo y eficaz que este sea.
Fuente: El Mostrador