Semana a semana, la prensa nos entrega nuevos antecedentes sobre el mal estado de la ética pública en Chile. Lo que en un primer momento pareció ser un problema que afectaba exclusivamente a la UDI, se extendió rápidamente; no sólo al entorno familiar de la Presidenta, con el caso Caval, sino también a la estructura de financiamiento del concertacionismo, parte de la cual parece haber provenido ni más ni menos que de manos del ex yerno de Pinochet.
El simbolismo de este hecho pareciera darle una reforzada significación a la idea de que la Transición ha constituido un proceso de connivencia entre las élites de la dictadura y las élites de la centroizquierda, connivencia que a su vez refleja una transigencia o abandono del proyecto político transformador que la centroizquierda persiguiera antes del Golpe de Estado.
La lectura del momento, en todo caso, no debe ser hecha bajo el prisma de la indignación o las exhortaciones morales que circulan por las redes sociales. En ese sentido, es importante tener en consideración que desde un punto de vista empírico, la confianza en los partidos y en las instituciones que éstos sustentan está por el suelo desde hace muchos años.
Basta ver los datos de cualquier encuesta medianamente seria para aquilatar que los casos de corrupción no han derrumbado la confianza en las instituciones políticas. Por el contrario, este fenómeno viene registrándose desde el fin de la dictadura y es casi una condición de funcionamiento para las democracias occidentales.
Así las cosas, lo que realmente hay de nuevo en esta coyuntura es el derrumbe de la confianza en la Presidenta Bachelet –su carisma- y la comunión de la prensa para etiquetar como crisis de legitimidad a la actual situación del sistema político chileno. Ambas novedades no van a derrumbar nuestra institucionalidad, como creen algunos conservadores histéricos y revolucionarios demasiado optimistas. Para que algo así suceda, al menos una parte del sistema político y de las Fuerzas Armadas debieran estar comprometidas con la pavimentación del camino a la debacle. Ni lo uno ni lo otro ocurre hoy en Chile.
Lo que esta coyuntura implica para la evolución de la política chilena es la concreción de la premisa de Pareto sobre la historia como un cementerio de élites. En ese sentido, los dos fenómenos reseñados al comienzo de este párrafo, más que destruir el sistema político horadan la capacidad electoral de los principales partidos de la escena nacional.
La caída de Bachelet y las exhortaciones morales de la prensa a los políticos, implican un doble fin: primero, de la única figura capaz de asegurar un triunfo –presidencial y parlamentario- para su bloque; y segundo, de la plataforma mediática que hasta ahora no hacía más que amplificar el discurso de los actores políticos tradicionales. Así, la probabilidad de que los principales partidos puedan reproducir sus actuales cuotas de poder disminuye notablemente.
En este escenario surge la creencia incauta en un proceso de renovación completo del sistema político, encabezado por variopintos movimientos sociales y consagrado en una Asamblea Constituyente que, sin mediar explicación causal, habría de representar la heterogeneidad de la sociedad chilena. No obstante, como ya dijimos en el párrafo anterior, este desenlace carece de lo necesario para concretarse.
La retórica de la renovación con tono de indignación ciudadana que está detrás de esa ensoñación, es la estrategia de un sector de élite para renovar las confianzas ciudadanas en su nueva política y así desplazar a la vieja guardia. Esa es la única posibilidad real que se abrió luego de los escándalos de corrupción del último año. No la del derrumbe total del sistema, ni la de una ciudadanía deliberante.
De esta forma, las expectativas puestas en lo que pueda surgir de este trance deben matizarse la luz de lo ya dicho y bajo el entendido de que, sin importar el grupo que logre capitalizar este momento, erigiéndose en la versión nacional del Podemos español o el Syriza griego, éste enfrentará –producto del mismo fenómeno que causará su éxito- un Congreso muy fragmentado y unos niveles de confianza en la política no mucho mejores que los actuales.
Todo esto, asumiendo la racionalidad de los actores involucrados, debiera llevar a una mayor cautela en el discurso y al diseño de una estrategia capaz de soslayar las dificultades que surgirán el día después de la próxima elección, cuando se torne evidente que la redención de la política no es un asunto de ciudadanos indignados.
A juzgar por la historia de nuestro país, tal reemplazo resultaría decisivo en el alumbramiento de un nuevo ciclo político. Los cambios epocales en nuestro proceso político han estado marcados tanto por un robustecimiento del movimiento social y popular como por procesos de recambio de las élites, en los cuales la conducción de la institucionalidad incorpora a nuevos cuadros con vocación de liderazgo y perpetuación.
Sin estos últimos, la fuerza social tiene poder de oposición, mas no de construcción de un nuevo orden institucional. Por ello, no hay mayor ni mejor oportunidad para hacer las transformaciones necesarias desde el punto de vista de la izquierda y del movimiento social que cuando ocurre ese recambio de élites. Pero para lograr ese objetivo, hay que tener claro qué es lo que está en juego. Y no es precisamente la ética de los políticos, que a juicio de la opinión pública lleva años por suelo, ni la oportunidad de ajustar la relación política y dinero, como creen los tecnócratas al estilo de Engel. Lo que aquí se ha abierto es un flanco para realizar cambios que pavimenten el camino a nuevas élites y a nuevas demandas sociales en el mediano y largo plazo.
Por supuesto, desde ciertos sectores de la prensa y la opinión pública, portadores de una moral purista y de un mero sentido común sobre lo ético, los escándalos de corrupción actuales requieren o bien un llamado a “que se vayan todos” o bien simplemente una renovación de rostros, idealmente en el sentido de lo que anteriormente hemos llamado efebocracia. Nada más vacío que eso. Por lo tanto, es importante realizar análisis políticamente explícitos del sentido que cualquier proceso de reforma institucional o de recambio de élites debe perseguir.
Eso no se logra si, como “Pepe” Auth, consideramos que lo que está en discusión es simplemente qué tan presentable ha sido la convivencia entre dinero y política durante la Pax Concertacionista. Para Auth, “la transición no fue estética, fue fea, se construyó en base a un perdonazo”. El diputado afirma que los dos informes de la comisión investigadora sobre las privatizaciones “dejan clara de manera inequívoca la pérdida que constituyeron para el Estado.
De cómo la cercanía con el poder permitió enriquecerse a muchos… Es feísimo, pero es verdad, así se construyó la transición”. Sin duda, la preocupación de Auth por la estética y lo bello podría remontarse a su época de modelo en París. Pero difícilmente un discurso políticamente transformador puede satisfacerse con esta articulación de lo que está en juego en términos de su mayor o menor belleza.
La Presidenta Bachelet ha optado por un registro distinto: estructurar la situación como un problema ético. Así lo planteó al recibir el informe de la Comisión Anticorrupción presidido por Eduardo Engel, ocasión en la que declaró que “no siempre supimos ni supe condenar con fuerza y a tiempo los modos éticamente imprudentes de hacer negocios que hemos conocido”. Desde luego, este es una forma más prometedora de enfocar el asunto, pues al menos implica reconocer que la élite concertacionista y novomayorista no logró satisfacer determinados estándares del actuar, ciertas pautas normativas.
Pero, ¿cuáles son esos estándares y pautas? ¿Los del sentido común imperante? ¿Los del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial en su lucha contra la corrupción en nombre de la eficiencia y transparencia de los mercados? ¿Los del empresariado nacional, harto de tener que financiar la política por debajo de la mesa? ¿Los del pacto de la transición? ¿O los de la democracia y del socialismo? Como se ve, al caracterizar el problema como ético, Bachelet invisibiliza el carácter político de la discusión, carácter que proviene de que lo que está en discusión es el poder: su distribución, ejercicio, y los medios para llegar a él.
El “progresismo”, entendido como el discurso y la acción política que se articulan desde el gobierno y los partidos que le apoyan, ha demostrado no estar en condiciones de emplear la crisis de confianza como una oportunidad de transformación de estructuras sociales. Esto no se debe solamente a que el propio “progresismo” ha cometido muchas de las irregularidades e ilícitos que se cuestionan e investigan. Se debe a que el “progresismo” no ha visibilizado que el financiamiento de la política en Chile refleja una estructura del poder político que lo hace depender del poder económico de los particulares. En otras palabras, refleja una realidad oligárquica del poder.
Por eso la reforma del financiamiento de la política no debiera ser una medida parche ante una crisis, sino que debiera haber formado parte central del programa político de todo movimiento que se considere a si mismo políticamente emancipador, al mismo tiempo democrático y socialista. Que desde el “progresismo” de gobierno se entienda esta situación como un problema ético o, peor aún, estético, revela que el gobierno carece de un programa políticamente emancipador que se pueda activar en esta coyuntura, y que en realidad lo único que pareciera realmente motivarlo es evitar ese recambio de élites que se ve cada vez más inminente.
Fuente: Red Seca