Digamos las cosas como son: en Chile, la transición a la democracia ha resultado un fracaso.
El discurso del crecimiento (siempre con el agregado inconvincente de disminución de la pobreza), agitado por los publicistas del neoliberalismo, fue derrotado por la explosión popular del 18 de octubre y luego ratificado en el plebiscito del apruebo.
Las encuestas son categóricas en rechazar todas las instituciones que han abusado con la familia chilena y sobre todo responsabilizan al sistema político que lo permitió: gobiernos, congreso y partidos políticos.
El orden económico favorable a los grandes empresarios y las políticas de segregación social (focalización) multiplicaron la riqueza del 1% más rico del país, incluso en medio de la pandemia.
La mantención de la Constitución de 1980, suscrita con insustanciales modificaciones por el presidente Lagos, consagró una inaceptable exclusión económica y política.
Así las cosas, el agua, la producción de alimentos, la explotación de bosques y minerales no han ayudado al desarrollo de nuestro país, sino han servido para la urbanización e industrialización de China; la delincuencia crece en medio de una persistente mala distribución del ingreso; la educación, convertida en negocio, favorece la segregación social; la salud es un vía crucis cotidiano para pobres y capas medias; y, la corrupción aumenta en medio del individualismo del sálvese quien pueda.
Entre tanto, los editores de los grandes medios de comunicación, empleados del gran capital, promueven la complacencia con el sistema de injusticias.
La economía chilena no resiste la sobreexplotación de sus recursos naturales y necesita una urgente diversificación. Ningún país en el mundo se ha desarrollado produciendo materias primas. Por ello la nueva Constitución debe terminar con el actual Estado subsidiario y con una economía fundada en la espontaneidad del mercado. Sólo un Estado activo podrá potenciar nuevos sectores productivos, que agreguen valor a los bienes, para generar empleos de calidad. La industrialización es el camino económico del progreso.
Por otra parte, es imprescindible desarmar la muralla que divide a los chilenos. Sólo así se terminará el enojo y violencia de esos jóvenes que no estudian ni trabajan o de aquellos que estudian en colegios y universidades inservibles. Ello permitirá también cerrar puertas a la delincuencia y drogadicción que se extiende en las poblaciones marginales. La cárcel no es el remedio para estos males, sino la prevención y la integración social, de manera que todos seamos parte de una misma sociedad.
Hemos vivido entonces en una democracia tutelada por la derecha política, por las armas de Carabineros y FF.AA. y sobre todo por los grupos económicos.
No hay democracia cuando una minoría concentra el poder económico y además controla las palancas de la vida política.
Los partidos tradicionales han perdido capacidad de representación y se han consumido en la corrupción.
El 18-0 el pueblo se rebeló frente a políticas públicas e instituciones que no resuelven los problemas de las mayorías: los trabajadores exigen derecho a la negociación colectiva, y cuestionan un inaceptable sistema de subcontratación; los pequeños empresarios, necesitan reducir el costo crediticio, cuatro veces superior a los grandes consorcios; los consumidores modestos se encuentran agobiados por tarjetas de crédito usureras que les imponen los Almacenes Comerciales; pequeños agricultores necesitan una verdadera regulación frente a los supermercados inescrupulosos que les fijan precios de compra miserables; estudiantes exigen una educación igual para todos, independientemente de los ingresos familiares; y, los ancianos esperan un sistema de pensiones que les entregue una vida digna.
Una sociedad verdaderamente democrática exige la participación plena de los más variados sectores de la sociedad. No sólo de los partidos políticos, sino de los defensores del medio ambiente, de las regiones, pobladores, indígenas, consumidores y, muy especialmente, de los jóvenes. Por ello se precisa una Nueva Constitución que amplíe las fronteras de la participación ciudadana.
Una nueva Constitución requerirá de un nuevo bloque político de fuerzas, que reúna a quienes se cansaron de promesas incumplidas y de los privilegios otorgados al gran capital. Ese bloque de fuerzas debe estar anclado profundamente en la sociedad civil y ser capaz de incorporar orgánicamente a dirigentes medioambientalistas, trabajadores, pequeños empresarios, estudiantes, consumidores, pueblos originarios y defensores de la ciudad.
La convergencia entre políticos comprometidos con la transformación y organizaciones sociales y ciudadanas es la que puede provocar el cambio que Chile exige en favor de la igualdad, la democracia y la inclusión.
La elección de constituyentes para redactar la nueva Constitución será el desafío político de mayor envergadura que enfrentará el país en el presente siglo.