La telúrica naturaleza de Chile no termina de sorprender. La gigantesca erupción del Calbuco ha sido… ¡Silenciosa! Un fenómeno similar ha estremecido a la sociedad en semanas recientes. La crisis política en curso es la más profunda desde el fin la dictadura y a diferencia de todas las anteriores no ha sido precipitado por los así llamados «poderes fácticos». La indignación ciudadana contra la corrupción de la élite es lo que esta vez ha hecho tambalear todo el andamiaje institucional… ¡Sin que nadie saliera a la calle, sin un solo grito!
Está fluyendo una inmensa cantidad de energía que el sistema político tiene que encauzar en una dirección de progreso, profundizando la democracia. Si no reacciona de ese modo, corre un riesgo no menor que la erupción se vuelva ruidosa y lo pase a llevar.
Las tensiones que se han acumulado en el seno de la sociedad son gigantescas y una erupción grande se veía venir. Las señales se sucedían desde hace varios años, incluyendo estremecimientos regionales y nacionales de mucha intensidad, especialmente los años 2006 y 2011.
Nunca se sabe cuando ni por donde empiezan estas ebulliciones.
Era posible que, como sucedió hace un par de años en Brasil, pudiese tomar la forma de una protesta contra el transporte público, quizás el aspecto más irritante de la vida cotidiana en la capital. A nadie se le hubiera ocurrido que iba a reventar por el develamiento y la acción de la justicia, en delitos de corrupción de la élite empresarial y política. Menos, que iba a estallar durante las fiestas de fin de año, en vacaciones y sin ruido alguno, en silencio.
Aunque el país no termina de caer en cuenta, el estallido se ha producido y el edificio institucional de la transición está crujiendo.
Cualquiera que tenga la edad suficiente para haber vivido algunas de las erupciones sociales que se han venido sucediendo en Chile a lo largo del último siglo, con una periodicidad variable pero en promedio una cada década, sabe que éstas demoran varios años en gestarse y consisten en una creciente y luego desbordante participación de la ciudadanía en los asuntos públicos.
De ese modo se libera la enorme energía social que hace posible en tiempos como éstos avanzar en años lo que en condiciones normales demora décadas y a veces siglos, en meses lo que sucede en décadas, en semanas, días y horas lo que en años, como escribieron los clásicos de la ciencia política.
Se sabe que estos procesos no se desenvuelven de modo lineal ni en un momento único, sino a empellones, en una sucesión de avances y retrocesos, trayectoria que se extiende durante la lenta y luego rápido fase de ascenso, continúa una vez que alcanzan su cima, período que se puede extender por bastante tiempo y también en su inevitable fase de descenso, puesto que, como la generalidad de los fenómenos, el activismo político masivo no dura para siempre.
Menos mal, puesto que quienes lo precipitan no son grupos de militantes endurecidos, sino millones de ciudadanos comunes y corrientes que tarde o temprano se cansan de un frenesí cuya prolongación indefinida haría de la vida un infierno y, una vez que han logrado sus objetivos principales, retornan a su tranquilidad cotidiana.
Las causas profundas de los fenómenos telúricos que remecen al país se han venido develando poco a poco al entendimiento humano. Hoy se sabe que este angosto territorio se ubica a lo largo del filo de proa de la placa tectónica de América del Sur, que avanza sobre su homóloga del Pacífico como un majestuoso rompehielos geológico que la encarama y resquebraja a empellones sucesivos, conformando de ese modo su temblorosa y fracturada geografía.
Del mismo modo, hoy es posible apreciar que las erupciones sociales del último siglo han surgido desde y al mismo tiempo hecho posible, la gran transformación del viejo Chile agrario y señorial en una pujante sociedad urbana emergente.
En particular, los dos últimos estallidos que el país ha experimentado, en los años 1980 y el que se encuentra en pleno curso, parecieran originarse principalmente en la necesidad de completar dicha transformación. El curso cada vez más avanzado y al mismo tiempo singularmente pacífico y democrático de medio siglo de desarrollismo estatal, se vio interrumpido violentamente por el golpe de 1973.
Este brutal intento de restaurar por la fuerza la hegemonía que la vieja oligarquía agraria había perdido irremediablemente, estaba destinado de antemano al fracaso. Ninguna élite puede dominar por mucho tiempo exclusivamente por la fuerza. Transmutada en los autoritarios y corruptos rentistas conocidos como los «Hijos de Pinochet», la vieja elite chilena ha exhalado el graznido de su ocaso histórico durante las décadas de dictadura y transición.
Quienes inevitablemente los han de reemplazar no sustentarán su dominio en la fuerza bruta o la corrupción de una democracia maniatada, sostenida en la apropiación de la renta de recursos naturales y monopolios, lograda mediante la usurpación de bienes públicos.
La nueva élite, como todas las que perduran, fundará su hegemonía en la legitimidad de la dirección de la producción social, que en el mundo moderno se basa en la contratación masiva de trabajo asalariado para agregar valor en la creación y venta de bienes y servicios en mercados competitivos.
Dejarán de ser una casta segregada, zurcida por una red de relaciones y creencias rancias, para conformarse en una élite abierta al mérito, de sinceras y cultivadas convicciones progresistas y democráticas. Esa nueva élite ya existe, en la joven generación de profesionales, intelectuales y empresarios, que surge pujante por todos los poros y rincones de la moderna ciudadanía que es el resultado de un siglo de transformaciones, y hará saltar la costra rentista que la mantiene sofocada hasta la irritación.
La porfía en el intento, de nunca acabar, por comprender las causas profundas de los fenómenos sociales, es descalificada como una manía por aquellos que Agustín Squella llama intelectuales livianos que se deslizan haciendo equilibrios oportunistas sobre la última moda conceptual, sin percatarse de la enorme ola que se levanta a sus espaldas y los empuja derecho a los arrecifes.
Sin embargo, resulta tan vital para la política como lo es para la economía la comprensión de los niveles de desarrollo social o los ciclos largos y cortos que se desenvuelven en el trasfondo de cada coyuntura.
De este modo, por ejemplo, un coro de opinólogos y políticos conservadores o temerosos, azuzados por un gran empresariado miope que hace aspavientos de marchar a las trincheras, ha saludado el resultado de los recientes cambios políticos y ministeriales como el fin de una manía de profundidades y vuelta a las realidades de la política como el arte de lo posible.
Uno de los más connotados, gusta darse aires de sapiencia dejando caer aquí y allá en sus artículos nombres de grandes pensadores, especialmente Hegel, Marx y ¡Uyyyyy, al mismísimo Lenin!. Seguramente considera que, salpicado con diatribas contra la iglesia católica, ello resulta de buen tono para espantar señoras burguesas en los elegantes cenáculos editoriales a los que logró acceder tras consumar la proeza acrobática de pasar de portaestandarte de la educación pública a guaripola de los «sostenedores» privados ¡en una sola noche!
Lo que olvida es que antes de citar autores resulta conveniente leerlos y tratar de entenderlos para no hacer el ridículo y, en el caso de los mencionados, que el núcleo de su manera de pensar es precisamente la dialéctica histórica, quizás el más importante descubrimiento teórico decimonónico.
Es decir, la idea que el constante devenir de las sociedades (y la naturaleza) sigue un curso determinado por sus contradicciones profundas, que no es jamás lineal sino se eleva en una trayectoria cíclica que resulta de una sucesión de períodos de lenta y luego rápida acumulación de cambios cuantitativos, jalonados de bruscos saltos cualitativos.
Precisamente del tipo de los que Chile atraviesa en este momento.
Como ha observado un político más sensato y con menos pretensiones, el caballo anda harto chúcaro. En estos casos, como sabe cualquier jinete o amazona experimentada, hay que asegurarse que la cincha esté apretada y los estribos firmes, apretar las piernas con fuerza y, sobre todo, darle carrera.