En el último decenio se han establecido diversas posiciones en torno a un eventual subsidio global para la educación superior. El “despertar crítico” de la sociedad chilena (2011), expresado en un inusitado ciclo de protesta social, ha contribuido a enarbolar las pancartas del 100% de gratuidad. Ello, de una u otra manera, ha centrado el foco de la discusión en restituir un “principio de universalidad” (¡educación gratuita y de calidad!) que viene a cuestionar radicalmente el “paradigma de la focalización” adoptado en el campo de las políticas públicas.
Al parecer el dilema estaría situado entre la universalidad (acceso global al sistema educativo) y la necesidad de una “focalización corregida” en términos de su impacto sectorial.
Más allá de la cuestión atmosférica, existen perspectivas de investigación especialmente “sugerentes” (dada su relevancia pública) que nos indican que un subsidio global para la educación superior incidiría, contra el dogma establecido, en favor de una reducción parcial de la brecha de la desigualdad social.
Entre otros análisis, se cuenta el encomiable trabajo de Claudia Sanhueza, “Efecto distributivo de la gratuidad de la educación en Chile” (Los Fines de la Educación, 2013). Si bien compartimos globalmente sus afirmaciones centrales, nuestra idea consiste en agregar algunas observaciones sobre la viabilidad social (y empírica) de la misma –dada la peculiaridad del caso chileno–. Ello en la perspectiva de proseguir un debate en desarrollo.
La propuesta en cuestión indaga en una problemática que no tiene antídotos y tiene el mérito de establecer una perspectiva que aporta una información factual para apoyar sus afirmaciones sobre un subsidio progresivo.
Lo anterior sin perjuicio de adicionar una importante literatura especializada basada en estudios empíricos provenientes de distintas realidades que permiten arribar a conclusiones promisorias (Pechman, 1972; Barbaro, 2003). El argumento también se sirve de la experiencia de algunos países como Argentina, Uruguay, modelos de un bajísimo costo arancelario, pero también Finlandia y Noruega, y se basa en el imperativo de una “justicia distributiva” del gasto público y en un acceso no discriminatorio al sistema educacional.
Como bien sabemos, las transferencias fiscales son siempre motivo de discordia. A pesar de admitir la necesidad de una política pública –con un 100% de focalización hacia el 70% de la población más vulnerable– el estudio concluye que el subsidio se traduce en un mejor impacto porcentual para las familias más pobres, y es superior al beneficio que –inclusive– pueden recibir los segmentos más acomodados.
Es importante subrayar las consecuencias públicas de este estudio, por cuanto puso en evidencia algunas “audacias hermenéuticas” provenientes de reconocidos expertos, como es el caso de José Joaquín Brunner y Carlos Peña, quienes con distintos argumentos pusieron en tela de juicio el carácter progresivo de una política de gratuidad.
El caso de Carlos Peña amerita un comentario adicional. Desde su condición de columnista mercurial (2011) y apoyado en su “capacidad intuitiva” –que por estos días ha quedado al descubierto en su crítica al programa de la Nueva Mayoría– se precipitó en augurar que la gratuidad era injusta por cuanto los esfuerzos se debían concentrar en dejar a los más ricos sin subsidio y, en cambio, el otorgamiento de este beneficio a los más pobres sería el trampolín para reducir la brecha de la desigualdad social.
Dado esto último, el trabajo comentado no hace concesiones a un cierto “sentido común ilustrado” (antigratuidad, como el caso de Peña) y nos proporciona otra lectura sobre la inequidad social para avanzar en un “debate informado”. Ello en ningún caso deja a esta perspectiva inmune a un par de observaciones que nos interesa formular casi al final de nuestra nota. Hace dos años, en una columna publicada en otro medio*, este razonamiento era expuesto en una formulación pedagógica.
“Supongamos ahora, una situación extrema de subsidio –gratuidad a todos los estudiantes de educación– y analicemos su impacto redistributivo. Para ello es necesario saber qué proporción del ingreso representa el subsidio para grupo.
“Para el 10% más pobre este subsidio es el 9% del total de los ingresos de todos los hogares de ese decil, entre los deciles 2 y 9 varía entre 6% y 4% de los ingresos, y para el 10% más rico corresponde al 2% de los ingresos. Es decir, un subsidio a la educación superior es progresivo: beneficia porcentualmente más a los pobres. Por lo tanto, mejora la distribución del ingreso: el 10% más pobre pasa de tener el 1,5% de los ingreso a tener el 1,6% de los ingresos, y el 10% más rico pasa de tener el 39,3% a tener el 38,7%” (las cursivas son un énfasis nuestro).
Tras este razonamiento y sin el ánimo de agotar todos los problemas asociados a los ciclos económicos, la autora, Claudia Sanhueza, explicaba la línea gruesa de su argumentación.
Actualmente estas ideas han sido sistematizadas en el artículo “Gratuidad en la educación superior; ventajas y costos en juego” (2013). A pesar de algunas prevenciones sobre los alcances de la idea matriz, la autora avanza en la misma dirección y esta vez se sirve de una simulación estadística (una inducción contra-fáctica), pero con datos recogidos de la CASEN 2009, donde un subsidio del 100% a la educación superior mejoraría parcialmente la brecha de la desigualdad. Ello se sustenta, contra la creencia del sentido común, en que “…la distribución del ingreso es más desigual que la cobertura total en educación superior y que (…) el gasto en educación superior es relativamente homogéneo para todos los segmentos del ingreso per cápita”.
Sin embargo, aquí nos enfrentamos al ineludible ítem de la rentabilidad social de la educación, a saber, el “problemático” retorno de externalidades en sociedades –como la chilena– que no están vertebradas desde una visión compartida del desarrollo. Aquí está el quid de un problema prácticamente irreversible. Con relación a nuestro modelo de desarrollo, el Estado chileno padeció una reducción de facultades respecto al sistema de transferencias típico de sociedades donde la educación es parte de una red de protección social.
A la luz del actual patrón de desarrollo, y sin perjuicio de la legitimidad del debate sobre acceso igualitario, el punto arroja más preguntas que respuestas. Como antes señalamos, la tesis del subsidio estatal aumentaría porcentualmente los ingresos de los sectores más pobres respecto al segmento más rico de la población. Todo ello sin obviar que los costes de la gratuidad deben provenir de una recaudación fiscal centrada en impuestos a las familias. De otro modo, alguien debe pagar los costos de la producción más allá de la gradación impositiva.
Sin embargo, existe un problema adicional que pone límites al argumento de la justicia distributiva hasta aquí comentado, a saber, cómo se sostiene la rentabilidad social de la educación gratuita en el marco de una diseminación del aparato productivo –que mella los hábitos públicos e inclusivos de la ciudadanía–.
Si bien la cuestión de los retornos (intangibles) involucra un mejoramiento cualitativo de la educación que implica externalidades tales como una ciudadanía de derechos, más apegada a las tradiciones culturales, respetuosa de la diversidad de género, potencialmente crítica a las diversas formas de corrupción y proclive a participar de los ritos cívicos, todo ello también debe gozar de una viabilidad empírica que no es –precisamente– la condición sociocultural del caso chileno.
Si bien los retornos (externalidades) de la educación favorecerían su financiamiento público, esto se asemeja a la situación de otros modelos societarios. Se trata de una dimensión que la autora consigna parcialmente, pero quizás no dimensiona en todos sus efectos. Al mismo tiempo, hay un problema referido a cómo el futuro profesional se hace parte de un diseño público que estimule prestaciones –que puedan devengar beneficios colectivos– en una política de desarrollo globalmente compartida y capaz de combatir los niveles de “segregación social”.
Ahora bien, desde un somero scanner de la estructura social chilena existen algunas “sombras” asociadas tangencialmente al problema reseñado. Se trata de un tema paralelo, pero que también entra en la discusión, ello a propósito de la siguiente afirmación de la autora:
“Se puede observar que mientras más años de educación tiene la persona, mayores son sus ingresos… es decir, lo que aumenta de manera más significativa los ingresos laborales es el número de años de la educación superior” (2003, p. 28).
La denominada movilidad social, es una subrama de la estratificación social, hace mención a la brecha que un sujeto recorre entre su grupo de origen y su destino laboral. En más de un informe, CEPAL ha puesto una voz de alerta en términos de que la flexibilidad laboral (en el caso chileno) haría migrar a los sujetos hacia un tipo de movilidad oscilante, inconsistente, residualmente ascendente. Raúl Atria (2004) caracterizó este fenómeno con la metáfora de la “zona gris”.
Años más tarde y mediante estudios de panel (2011), que comprenden una muestra que establece un seguimiento de cohortes para corroborar la transmisión de la movilidad, Vicente Espinoza preciso aún más la crisis de movilidad social en el modelo chileno.
Aquí la falta de cobertura estatal fomenta una movilidad de “corto alcance”, dada la creciente desregulación del aparato productivo (tercerización, flexibilización), cuestión que se expresaría en una “inconsistencia posicional” que tiene una retroalimentación “viciosa” en los llamados “focos de empleabilidad”; especialmente para quienes pululan en una especie de desplazamiento horizontal al medio de la pirámide social.
Ello explica que la movilidad social en Chile no sea parte de un movimiento estructural, sino que responde a las “disposiciones” de particulares que aprovechan la estructura de oportunidades –cuestión que claramente estimula “sendos procesos de individuación”–.
La “crisis de expectativas” que vino a representar el movimiento estudiantil durante el año 2011 se explica, entre otros factores, por una crisis de movilidad efectiva al medio de la pirámide social. La masividad de las manifestaciones de aquel año hicieron visibles la “crisis de expectativas” de los grupos medios que padecen, entre otros dramas, la falta de información sobre los perfiles de egreso de una carrera y su inserción efectiva en el mercado laboral. Todo ello merced a la dosis de liberalización del modelo neoliberal.
La desregulación se traduce estructuralmente en que la movilidad social en el campo de las pedagogías (entre otras carreras que habría que sumar) ha dejado de ser una fuente de ascenso social, es decir, dista de representar una mejora efectiva en la escala económico-social y adquiere un comportamiento más bien residual, dando paso a una ciudadanía líquida (Bauman, 2000), porque la flexibilidad laboral se expresa en formas de acción impredecibles donde recrudecen malestares difusos.
Si la educación hasta cuatro décadas atrás constituía una herramienta eficaz de enrolamiento laboral y reducción de la desigualdad, vinculada a las clases medias que se reconocían en un proyecto común… el caso capa media “ñuñoína”, ¿qué tenemos tras el actual panorama signado por las profundas desregulaciones hasta aquí consignadas? Estudios anteriores vinculados a CEPAL (León & Martínez: 2001b) ya habían denunciado que –a pesar de extender el ciclo universal a 12 años de educación– tenía lugar un distanciamiento si comparamos el enrolamiento laboral entre grupos medios y sectores populares (variable parental).
La relación entre el sistema educacional y el mercad0 del trabajo no es marginal respecto a una propuesta redistributiva, pues la “segregación social” actúa como un proceso de socialización cultural donde los grupos sociales se hacen parte de una educación tendencialmente elitaria y selectiva desde la estructura de costos.
No debemos perder de vista que la cuestión de la desigualdad social, tal como indica la OCDE, implica una concepción multidimensional referida a las adscripciones culturales que vienen a perpetuar las barreras de la desigualdad e impiden una movilidad consistente (la cuestión del logro).
Aquí es necesario recordar, tal como lo hace el informe OCDE del año 2004, “…que el sistema educativo chileno esta conscientemente estructurado por clases sociales, fomentando las desigualdades de origen de los estudiantes y reproduciendo la segregación social”. Esta sentencia nos obliga a revisar una cuestión muy sensible, a saber, el problema de la desigualdad social promovida por la actual estratificación educacional.
Ernesto Ottone, recordado por sus cualidades cortesanas en el tercer gobierno de la Concertación, deslizaba un comentario socarrón, si bien el modelo chileno reflejaba a fines de los años 90 una fuerte disminución del umbral de pobreza en casi dos tercios respecto a la nefasta herencia del pinochetismo (40% de la población en la línea de pobreza en 1988), también dejaba en evidencia un aumento exponencial de la desigualdad –una brecha obscena entre el 5% más rico y el 5% más pobre de la población–.
Al parecer, de no haber mediado la inflexión estudiantil del año 2011, nos encaminábamos a la perversión de una sociedad sin pobreza estructural, pero intrínsecamente desigual. A mediados de la década pasada se instaló la mordaz pregunta acerca de si era más deseable una “sociedad sin pobres” respecto a una “sociedad desigual” (Vergara & Ottone, 2007).
Este somero balance sólo cumple el propósito de señalar algunos obstáculos empíricos (de distinto calibre) que encontraría una política de subsidio en una creciente heterogeneidad de la estructura socio-ocupacional. Todo indica que la vertebración empírica del modelo chileno agrega obstáculos de distinta naturaleza frente a la propuesta del subsidio universal: uno de ellos –mencionado anteriormente– se relaciona con que la liberalización del mercado laboral ha estimulado una “ideología del emprendedor” que forma parte de los estilos de vida que cultivan los actores sociales (modernización individualista). Ello también se traduce en formas de afiliación que han hecho del consumo una experiencia cultural (PNUD, 2001). Sólo así podemos deducir que aún existan universidades cuyo discurso fundamental pasa por reivindicar la capacidad de inversión desde un peculiar concepto de calidad, a saber, una mejor calidad podría implicar un mayor costo del servicio, quid quo pro (Atria, 2013). Aunque nos resulte abrumador, subvertir este tipo de argumentaciones y apoyar la tesis del subsidio progresivo implicaría revisar el andamiaje político-económico-institucional que se instauró bajo la modernización autoritaria hacia fines de los años 70, sin desestimar sus insospechados alcances societarios. La discusión sobre gratuidad universal, pese a su innegable relevancia política, debe lidiar con una cruda dosis de realismo.
(*) Sociólogo. Magister © en Estudios Culturales. Investigador Asociado. Universidad ARCIS; (**) Doctor en Educación y Sociedad. Universidad Autónoma de Barcelona.