Lo que duele del fallo de La Haya es que chilenos y peruanos mal o bien, habrán resuelto parte de sus problemas seculares omitiendo olímpicamente a un tercer involucrado: Bolivia. Por su parte, Evo Morales, aparte de entregar su apoyo a Perú en el contencioso, no ha puesto sobre la mesa un requerimiento para el que sí tendría precedente, pues Chile se lo ofreció: un corredor hacia el Pacífico.
Ciertamente, el corredor que ofreció Pinochet a Banzer es una mala salida al mar para Bolivia. Pero crea un precedente. Hay una oferta chilena. A ella se opuso Perú. En compensación, y como parte de una inteligente política exterior de Torre-Tagle, les han abierto puertos y administraciones portuarias.
Un arreglo latinoamericanista, civilizado y de siglo XXI, post La Haya, sería que Chile, Perú y Bolivia discutiesen la apertura del corredor en más de un sentido: apertura y mayor extensión entre Arica y Tacna, con su correspondiente proyección hacia el Pacífico. Obviamente el primero en oponerse a esto será Evo Morales. Lo que le interesa al caudillo (y en esto interpreta bien el sentido común de su pueblo), es la recuperación de Antofagasta, cosa que no va a ocurrir mientras Chile siga siendo Estado.
Las razones que esgrime, la recuperación de parte de un territorio del que fue despojado en una guerra, parece muy legítimo a los ojos del presente. Pero en el pasado, en el siglo XIX, ese fue el modo como se construyeron y expandieron numerosos estados. Si no, pregúnteles a los mexicanos, que perdieron Texas a manos de un grupo de aventureros que después se acogieron a la Unión, hecho que ocurrió poco antes de la Guerra del Pacífico entre Chile y Bolivia; para no hablar de la “compra” de California y otros estados que fueron parte del Virreinato de Nueva España.
Y si despojos se trata, podemos hablar de los territorios arrebatados a Paraguay por Brasil y Argentina; o los territorios del Chaco que Bolivia arrebató a Paraguay. En fin, la lista es interminable, y eso sólo en América Latina. Si vamos a Europa, la cosa es peor.
Los segundos en oponerse, serán los peruanos. Previo a La Haya, también reivindicaban el derecho a la recuperación de Arica y Tarapacá. Con el fallo de La Haya se habrá establecido un nuevo precedente respecto de sus fronteras con Chile, aplicando el derecho del siglo XXI. Pero más allá de la razón, los motivos fundantes de la oposición peruana seguirán siendo básicamente emocionales. “Sienten” que esos territorios fueron suyos y les pertenecen y eso hace difícil para cualquier gobernante plantear un gesto de hermandad y buena voluntad con quienes han sido sus mejores aliados.
Si Bolivia esgrime razones históricas, claramente no tendrá acceso soberano al mar. Entre tanto, Estado y la sociedad chilenos no saldrán de sus tendencias militaristas. De hecho, las instituciones más respetadas en el país, según la última encuesta CERC (enero 2014) son las Fuerzas Armadas y Carabineros, por encima de las iglesias y lejos, muy lejos de las instituciones democráticas.
No es de extrañar. Las raíces fundacionales de ese militarismo arrancan en la lucha contra los “araucanos” apenas iniciada la conquista y se extienden a lo largo de los siglos XVII y XVIII con la llamada Guerra de Arauco, infructuosa guerra de extinción o contención del pueblo mapuche, cuyos propósitos solamente pudieron consumarse hacia 1882, cuando las experimentadas tropas recién llegadas de combatir en el Alto Perú, eran enviadas por ferrocarril a Temuco a continuar su guerra, esta vez con el pueblo Mapuche.
De paso, recordemos que antes de la llegada de los españoles, el pueblo mapuche había detenido la expansión del Imperio Inca por el sur en la batalla del Maule, hacia 1485 (y que posiblemente el recuerdo atávico de esa derrota haga que la prensa amarillista y pro-bélica peruana suela llamar a los chilenos “mapochos”). Fueron las guerras con la Confederación peruano boliviana (1836), con España (1865), y finalmente la Guerra del Pacífico (1879) las que alimentaron el militarismo del siglo XIX que se mantuvo a lo largo del siglo XX, con un breve paréntesis auténticamente democrático que se inició en 1925 y concluyó en 1973. El golpe de 1973 exacerbó de tal modo el militarismo, que los militares se proclamaron únicos portadores del “alma de Chile”.
Detrás del militarismo, cultivándolo, mimándolo, halagándolo a través de su prensa, (con el sempiterno Mercurio a la cabeza) han estado las clases dominantes chilenas. Parte del militarismo tiene que ver con un ejército que es utilizado –manipulado podríamos afirmar- para aplastar “rotos”, para terminar huelgas obreras e insurrecciones campesinas aunque sea con masacres. Y para terminar con gobiernos populares como el del Presidente Allende en 1973 e incluso gobiernos populistas como ocurrió con Alessandri Palma en 1924.
Los militaristas proclaman que el chileno es el único ejército invicto, y que incluso la dictadura militar no fue derrotada sino que entregó parte del poder manteniendo fortines y casamatas, en una retirada ordenada, a diferencia de sus pares argentinos. Lo más dramático de toda esta historia es que el militarismo se hace parte del sentir popular alimentándose de las glorias pasadas. Se alimentó del hecho que a lo largo de todo el siglo XX Chile tuvo hipótesis de guerra cierta con sus tres vecinos. Y se seguirá alimentando a los largo del siglo XXI de las reivindicaciones bolivianas de salida al mar por Antofagasta.
El fallo de La Haya, y los acuerdos posteriores serían un momento único para dar un giro completo a esta pesadilla pues ha perseguido a los pueblos Mapuche, Aymara y Quechua; a los huincas chilenos y a los mestizos y cholos peruanos, a los blanquillos y mestizos bolivianos a los largo de dos siglos. Las consecuencias del fallo de La Haya serán dolorosas no por lo que ganen o pierdan chilenos o peruanos, sino porque nadie, ni siquiera los principales interesados, los bolivianos, habrán puesto el tema de una salida al mar con soberanía sobre la mesa.
(*) Profesor de historia
Fuente: El Quinto Poder