El 10 de septiembre, en las páginas de la edición impresa de La Tercera, se dio a conocer un artículo denominado “Carta transversal sub 40″ pide ‘esfuerzo colectivo’ para reconciliación”, referido a un documento suscrito por un elenco de “académicos y analistas”. Sobre este documento, sobre su contenido, pretexto y contexto, es que quisiéramos plantear algunas consideraciones desde una visión de izquierda amplia pero que no aspira a convertirse en una de consenso.
En primer término, para ser un documento que proviene en su mayoría de personas vinculadas social y culturalmente al mundo de la derecha, cabe reconocer que se trata de una señal positiva, especialmente porque hace suya una de las principales demandas de las asociaciones de víctimas de la dictadura, a saber, verdad y justicia sin condiciones.
Sin embargo, el encuadre histórico que se nos ofrece sobre la situación previa al 11 de septiembre de 1973 contiene imprecisiones que es necesario poner a la luz.
Es cuestionable de entrada el presentarse como un grupo generacional, una suerte de muestra etaria representativa de aquellos que nacieron después del golpe, cuando en él es evidente la mencionada matriz de derecha de la mayoría de los firmantes.
Si lo que se busca es proponer la reconciliación al país, se debería partir por hacer explícita la posición desde la cual se habla, lo cual es un necesario requisito para el diálogo.
A su vez, es criticable también la idea misma de establecer miradas consensuadas o que busquen “mínimos comunes transversales”, como si para ser justos debiésemos calibrar nuestra aguja analítica en un punto medio entre golpistas y allendistas, entre beneficiarios y empobrecidos por la Dictadura, entre víctimas y victimarios.
Una cosa es la condena ética de las violaciones a los derechos humanos, en lo que estamos de acuerdo, y otra diferente es proponer un consenso sobre la interpretación política del pasado.
Esta estrategia argumental es engañosa pues presenta una posición particular, política –y legítima por cierto–, sobre nuestra historia reciente, como un consenso maduro que se coloca imaginariamente por fuera de la lucha política.
El relato totalizador de esta “generación post-golpe” se ofrece así como una evolución incuestionable de la cultura política chilena. Así, una legítima interpretación sobre los hechos históricos se viste un traje de madurez y superación histórica del mismo conflicto que busca sobredeterminar.
Pero aquello no es posible, y esta respuesta es prueba de ello.
Este texto no es una declaración y menos pretende ser generacional. Es un artículo que busca debatir sobre la historicidad de la Dictadura, en base a hechos probados, aclarando la ubicación política de los firmantes.
De esta forma se demuestra que no puede haber reflexión política por fuera de la política existente en el presente. Durante diecisiete años de Dictadura y otros tantos de transición, la idea de imponer, por las armas o por la prensa, un discurso explícito de “unidad nacional” no ha sido sino la forma embellecida de contar la historia de la paz de los vencedores, que sabemos también ha sido la de los cementerios.
La primera impresión que deja el texto, propio de la idea de superar “por el medio” el debate entre los polos enfrentados en 1973 -“comprensión ponderada de las causas y circunstancias del golpe” le llaman-, es que a pesar de que las causas del Golpe de Estado “fueron complejas y trascienden lo que aquí es nuestra intención abordar”, de todas formas se elige el cliché del “creciente clima de violencia”.
En otros momentos se ha discutido ese argumento como forma de validación a posteriori de una represión violenta de parte del aparato armado del Estado. Desde esa primera afirmación falsa, la del clima de creciente violencia, se argumenta otra aún más falaz:
se reemplaza el supuesto dilema nacional de 1973, articulado por el pinochetismo, entre el caos o el Golpe, por una nueva y sofisticada versión, según la cual los chilenos debían escoger “entre apoyar una salida armada a la crisis económica e institucional de entonces, o continuar obedeciendo a un régimen que, para muchos chilenos, parecía haber abandonado un compromiso con la legalidad vigente”.
El concepto de régimen para referirse al gobierno de la UP es impreciso. Sugiere un estado de cosas propio de sistemas políticos de opresión o de emergencia.
El gobierno de Allende, incluso contra su propia supervivencia, respetó escrupulosamente los límites jurídicos del país, y la propia denominación “Vía chilena al socialismo” surge precisamente para distanciarse de la odiosa discusión sobre las estrategias en el socialismo de entonces.
Los litigios entre gobierno y oposición en el período, si bien muestran un alto grado de crispación, no podrían ser considerados en ningún caso como una desviación de tipo patológico, una manifestación de un sistema político enfermo. El hecho que el conflicto político en ciertas fases de la historia de los países atraviese por grados más altos de tensión, no significa que las sociedades están “enfermas” o que sus miembros son responsables en el mismo grado.
Es cierto que las instituciones políticas del país no fueron capaces de reconducir el conflicto, eso es indesmentible, pero no es cierto que la situación fuera cercana a una Guerra Civil que justificase una fuerza mayor.
Al respecto, convendría que los autores observasen en forma comparada otros países occidentales en el periodo, como también el funcionamiento de la democracia y el estado de derecho en el Chile previo a 1973.
Insistir mañosamente en igualar los grados de violencia entre la izquierda y el golpismo cívico y militar puede ser útil a la hora de evadir preguntas incómodas, pero no constituye ni por cerca un “mínimo común” de la historia.
Se indica que la causa “protagonista” es: “la creciente validación de la violencia como método para conseguir objetivos políticos. La afirmación ideológica del camino de la violencia, el apoyo explícito o tácito a acciones políticas violentas y los llamados a la intervención de las FF.AA. fueron todas formas concretas de dicha validación”.
Este es un argumento común pero endeble.
Por una parte, los niveles de violencia política generada por la extrema izquierda –vista en su participación en hechos de sangre– durante el gobierno de Allende son inferiores en cantidad e intensidad a los de la dictadura e incluso inferiores a los de los primeros años de la transición.
Segundo, es sabida la escasa capacidad real de fuego de la izquierda en 1973, y el rápido control del territorio en los días posteriores al Golpe así lo demuestra. Por otra parte, se debe distinguir entre un discurso de violencia y la violencia real, porque no es lo mismo afirmar sin ninguna trascendencia efectiva la validación de la vía armada o desfilar con bastones de colihues, que practicar o defender sistemáticamente la prisión y el asesinato político, la tortura y la desaparición forzosa durante diecisiete años.
La crispación política del período de la UP podría ser comparable a la de períodos como el de 1915-1920, o 1933-1938, períodos que, como sabemos, no derivaron en el tipo de terrorismo de Estado que se vivió en el Chile del Golpe y la Dictadura. Asimismo, en aquellos periodos las responsabilidades políticas de los actores por sus acciones y discursos eran finalmente sancionadas por el pueblo en las urnas.
Algo similar se aprecia si se compara a Chile con otros países como Alemania o Italia en los 1970: allí la violencia y los hechos de sangre se prolongaron durante toda la década, incluyendo el secuestro y asesinato de empresarios y políticos de relevancia.
En cambio, durante el gobierno de la Unidad Popular no se llegó a tales extremos, ni en cantidad ni en relevancia, por parte de grupos simpatizantes del gobierno. Sugerir que se había llegado a niveles insoportables de violencia avalados o tolerados por el “régimen” de Allende, es validar de otra forma el argumento del empate.
En suma, ni estábamos al borde una guerra civil, ni estábamos ad portas de un levantamiento popular (más bien, nos encontrábamos a las puertas de un plebiscito inédito en la historia del país que habría sancionado la destitución del gobierno constitucional, en el que los opositores a la UP contaban con opciones plausibles de imponerse). Proponer esa lectura es justificar el golpe y el terrorismo de Estado por la vía de declararlo un efecto no deseado pero irreversible de la lucha política de masas.
Asimismo se sostiene que “El golpe de Estado fue la culminación de un proceso de deterioro de la convivencia cívica y de erosión transversal en los valores democráticos y republicanos que habían sustentado la vida política nacional desde al menos 1932”.
Esta afirmación no se verifica a contraluz de las investigaciones históricas respectivas. Primero, porque la convivencia cívica recién comenzó su erosión en la fase final del gobierno de Allende, con la abierta y probada acción sediciosa de la derecha y la CIA, quienes buscaron dicha situación incluso desde antes que la Unidad Popular llegara el gobierno en noviembre de 1970.
Antes de esos años, si bien Chile no era una democracia plena, no existían amenazas ni al orden jurídico vigente ni visos que mostrasen la vecindad de una insurrección popular de carácter jacobina.
La izquierda había probado ser profundamente respetuosa de las leyes y el sistema de gobierno.
La afirmación de que la “enfermedad” del sistema comenzó mucho antes de Allende es sugerentemente similar a la sostenida por Jaime Guzmán y otros adalides del pinochetismo-gremialismo, según la cual el problema de fondo en 1973 era la democracia liberal y parlamentaria, y su solución estaba en la democracia protegida consagrada en la Constitución de 1980.
De esta forma se realiza una temeraria disección entre Golpe y Dictadura, siendo comprensivos con el primero pero recalcitrantes con los horrores de la segunda.
¿Es posible esta disección?
A nuestro parecer y a la luz de los hechos históricos, no.
Precisamente porque el Golpe y la intensidad con que se ejerció la violencia el mismo 11 confirman la continuidad práctica entre el acontecimiento y lo que vino después. A su vez, el objetivo de la violencia fue el mismo en todo momento: la izquierda y el movimiento popular organizado. La militancia de los muertos y desaparecidos da cuenta de ello y es de público conocimiento.
No fue el primero un acto político “ponderable” y los años de Dictadura una locura genocida; son ambos partes inseparables de la ofensiva restauradora de las elites, primero suprimiendo la fuerza política de la izquierda y posteriormente aniquilándola, literalmente. El hilo que une Golpe, terrorismo de Estado y neoliberalismo está probado por la historiografía actualizada.
En otros términos, no se puede ser obsecuente frente al golpe y drástico frente a las violaciones a los derechos humanos, toda vez que la radicalidad de lo primero fue lo que hizo posible lo segundo.
Por último, constituye un acto de ignorancia o soberbia (o ambas) la petición de un “esfuerzo colectivo adicional para, progresivamente, ir superando los fantasmas de un período histórico que sigue marcando –y manchando– la convivencia nacional”. Nuevamente acá se reproduce el error original, la búsqueda de una verdad mediada entre los bandos.
Mientras que entre los militares no se ha hecho jamás un acto público de justicia y verdad por la violencia, muy real, desde 1973; y la derecha se ha debatido entre el olvido, el empate y el negacionismo; la izquierda, desde el día cero, ha discutido los alcances del denominado “vacío histórico”. Las bibliotecas universitarias y los archivos de internet están llenos de reflexiones públicas que la izquierda dio desde muy temprano respecto del problema de la violencia y los conflictos y errores de la Unidad Popular.
Independientemente de lo que se opine sobre el proceso de renovación socialista y sus resultados, este giró principalmente sobre los límites del proyecto de izquierdas y la relación entre socialismo y democracia. Nuevamente la manipulación del instrumento analítico muestra sus errores: no es a la izquierda a la que se le debe pedir reflexiones sobre la violencia para así mantener en equilibrio la economía de las culpas. Más bien convendría volver a poner los ojos donde la memoria demanda, allí donde aún caminan libres y a plena luz los torturadores y sus cómplices, que hace mucho sabemos quiénes son.
Ríos de tinta se han escrito sobre lo sucedido en los últimos cuarenta y tres años. La mayoría ni siquiera vale la pena recordarlo. Pero mucho de ello es muy buena ciencia social e investigación histórica. Convendría que los autores se acercaran a los hechos históricos ya probados y que revisasen la extensa literatura que critica y revisa el proceso político de los 1960s y 1970s.
Por ejemplo, no se mencionan los tempranos esfuerzos abiertos y conocidos de la derecha por terminar con la democracia; la nula mención al central rol de los Estados Unidos en el Golpe y en pos de defender sus intereses y los de las clases propietarias del periodo, y es notoria la ausencia de toda nota a las nefastas consecuencias del carácter conscientemente desigual del orden instaurado en Dictadura y que es presente hoy.
Así las cosas, este artículo es prueba de que pretender cerrar la historia en el consenso es imposible: siempre habrá quien reinterprete los hechos y proponga nuevas lecturas.
Y ello es algo saludable.
Fuente: Red Seca