lunes, diciembre 23, 2024
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El Dios en Quien Creía Einstein

Einstein no era ateo. Su pensamiento religioso es complejo; cercano al panteísmo del filósofo Baruch Spinoza, Einstein sugirió en ocasiones que la elegancia de las leyes matemáticas del universo apunta a la presencia de una divinidad inmanente, no personal.

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La reputación de Einstein como un gigante intelectual ha hecho que obsesivamente se analicen sus hábitos y creencias, quizás buscando en los aspectos personales de su vida una forma de dar sentido a nuestras vidas, bajo la guía y el ejemplo de una luminaria.

El caso de Einstein merece rescatarse porque muestra una motivación por conocer la verdad que no separa del todo la búsqueda científica de la búsqueda religiosa: una misma sed de lo absoluto por diversos métodos. Hoy en día la ciencia está completamente separada de la religión y un científico que manifieste una inclinación religiosa es rápidamente marginado de la academia o de la discusión supuestamente más seria que se produce dentro de los límites establecidos por la ciencia.

Einstein ciertamente no fue una persona religiosa en el sentido tradicional, pero claramente tuvo una inquietud religiosa que fue sumamente importante en su trabajo y sin la cual quizás no habría formulado un modelo del cosmos tan elegante y en concordancia con principios universales.

La motivación del trabajo científico de Einstein, quien de niño tuvo una etapa de fervor religioso que luego abandonó, puede resumirse en una de sus citas más famosas:

«Quiero conocer cómo Dios creó el mundo… quiero conocer su pensamiento, el resto son detalles».

Esta es la más ambiciosa actitud que podemos concebir para acercarse al conocimiento y a la vez no es una actitud soberbia, sino que refleja el deseo más puro y hondo de saber –y no sólo la parte sino el todo.

Esto es, querer saber, aspirar al todo, consciente, sin embargo, de nuestra pequeñez. A diferencia de muchos de los científicos modernos que no tienen una dimensión filosófica, Einstein no razona desde una conclusión previa (el ateísmo, o el materialismo), sino que toma el papel del niño o del filósofo que se asombra ante el misterio y a partir de lo que observa formula su creencia, aunque ésta puede ser una nueva pregunta y no una afirmación excluyente.  

En una entrevista de 1930 publicada en el libro Glimpses of the Great de G. S. Viereck, Einstein explica:

Tu pregunta es la más difícil del mundo. No es algo que pueda responder con un simple sí o no. No soy ateo. No sé si pueda definirme como un panteísta. El problema en cuestión es demasiado vasto para nuestras mentes limitadas. ¿Puedo contestar con una parábola? La mente humana, no importa que tan entrenada esté, no puede abarcar el universo. Estamos en la posición del niño pequeño que entra a una inmensa biblioteca con cientos de libros de diferentes lenguas. El niño sabe que alguien debe de haber escrito esos libros. No sabe cómo o quién. No entiende los idiomas en los que esos libros fueron escritos. El niño percibe un plan definido en el arreglo de los libros, un orden misterioso, el cual no comprende, sólo sospecha. Esa, me parece, es la actitud de la mente humana, incluso la más grande y culta, en torno a Dios. Vemos un universo maravillosamente arreglado, que obedece ciertas leyes, pero apenas entendemos esas leyes. Nuestras mentes limitadas no pueden aprehender la fuerza misteriosa que mueve a las constelaciones. Me fascina el panteísmo de Spinoza, porque él es el primer filósofo que trata al alma y al cuerpo como si fueran uno mismo, no dos cosas separadas.

En otra famosa respuesta, Einstein contestó un telegrama del rabino Herbert S. Goldstein sobre su visión religiosa diciendo escuetamente:

«Creo en el Dios de Spinoza. Quien se revela a Sí mismo en las armoniosas leyes del universo, no en un Dios quien se ocupa del destino y el castigo de la humanidad».

Así en la necesaria economía verbal de un telegrama, Einstein revela la clave de su visión religiosa del universo. En ocasiones fue presentado como ateo, quizás confundiendo su negación de un dios personal (como ocurre con todas las religiones en su sentido esotérico), pero es mucho más cercano a la realidad decir que Einstein tenía una postura agnóstica que se inclinaba, sin embargo, marcadamente hacia el panteísmo.

Baruch Spinoza, de extracción judía al igual que Einstein, formuló en su Ética demostrada según el orden geométrico (uno de los libros más importantes en la historia de la filosofía) el concepto del panteísmo, o la idea de que Dios es inmanente e idéntico a la naturaleza.

Spinoza considera ahí que Dios es la única sustancia del universo y todas las cosas existen en Él:

«todas las cosas necesariamente proceden de, o siempre siguen [al poder infinito de Dios] por la misma necesidad y en la misma forma en la que de la naturaleza de un triángulo sigue, por toda la eternidad, que sus tres ángulos sean iguales a dos ángulos rectos».

Es decir, para Spinoza, el universo es necesario, existe bajo ley y tiene una naturaleza determinada; no es el resultado de un acto de creación voluntaria (también los dioses griegos estaban supeditados a Ananké, la necesidad). Esta es una teología ciertamente afín a la ciencia, que observa constantes matemáticas y leyes naturales operando en todo el universo.

Einstein también creía que el universo era determinista, como puede deducirse de su famosa frase «Dios no juega a los dados». Al igual que Spinoza, Einstein creía que la geometría tenía un lugar fundamental en la naturaleza del universo, demostrando la existencia de una ley y un orden universal, igualmente un determinismo, lo que puede ser entendido también como una huella de la «mente de Dios» que tanto quería conocer, y que para Spinoza se manifestaba a través de la naturaleza, englobándolo todo. Recordemos que para Einstein el tiempo-espacio no es más que una propiedad que emerge de la geometría del universo.   

Algunos filósofos han interpretado el panteísmo de Spinoza como realmente un «materialismo», al eliminar la dualidad cartesiana y considerar que la mente y el cuerpo son una misma sustancia. Por otro lado, pocos filósofos han dotado a la mente de un poder tan vasto como Spinoza, para quien la intuición no sólo es la cualidad suprema del intelecto sino que es capaz de conocer a Dios a través de las ideas. «El conocimiento de la esencia eterna e infinita de Dios que cada idea involucra es adecuado y perfecto», escribió.

 «La mente humana tiene un conocimiento adecuado de la esencia eterna e infinita de Dios». Si podemos creer en esta cita recabada por el Huffington Post, Einstein no concebía al Dios de Spinoza como meramente material: «Cualquiera que se involucra seriamente en la ciencia se convence de que un espíritu se manifiesta en las leyes del universo, el cual es vastamente superior al hombre».

Podemos debatir arduamente sobre lo que creía o no creía Einstein y entraríamos en discusiones bizantinas en las que cada quien podría tener argumentos relativamente acertados que acerquen a Einstein a coincidir con sus propias creencias. Esto me parece un despropósito, lo que quiero rescatar más que su visión teológica (o falta de) es su acercamiento no dogmático al conocimiento.

Esto es, no dogmático en tanto que no da por sentado la existencia de una divinidad personal que crea el mundo según su antojo, y también no dogmático en tanto que considera que la belleza y armonía del universo sugiere (pero no comprueba) la existencia de una inteligencia superior a la nuestra y se atreve a mencionar e incluir en la más alta mesa de discusión a la divinidad, algo que para la mayoría de los científicos hoy en día sería anatema.

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Algunos podrán ver en esto un agnosticismo, pero también es posible ver una actitud de reverencia y asombro místico. Como escribió en 1954 para la Radio Pública Nacional de Estados Unidos (NPR):

Estoy satisfecho con el misterio de la eternidad de la vida y con la conciencia –y el acercamiento a– la maravillosa construcción del mundo existente en conjunto con la segura determinación de comprender alguna porción, aunque sea pequeña, de la razón que se manifiesta en la naturaleza. Esta es la base de una religiosidad cósmica, y me parece a mí que la más importante función del arte y la ciencia es despertar este sentimiento entre aquellos que sean receptivos y mantenerlo vivo.  

He ahí los principios de una ciencia integral, que no subestima a la religión, sino que se inspira en ella y que se atreve a una visión más amplia y grandiosa a la vez que más humilde en su concepción del universo.

Hoy en día, cuando los pensadores legitimados por las corrientes de pensamiento en conformidad con los paradigmas dominantes de nuestra cultura recuerdan a grandes científicos, como Newton o Kepler, hacen referencia a su gran devoción religiosa como un mal propio de su tiempo o una especie de defecto de carácter que debemos pasar de largo, como si esto no fuera parte esencial no sólo de su personalidad sino de aquello que les permitió lograr sus descubrimientos.

Me parece que debemos reconocer que la religiosidad –ese deseo de hallar y unirse con el Todo o con el Uno– en estos casos no es «lo peor» en su personalidad o pese a lo cual estas grandes figuras han logrado sus revolucionarias teorías, como nos quieren hacer creer algunos, sino parte fundamental de lo que ha hecho que el pensamiento humano haya podido acceder a las esferas más altas del conocimiento.

Fuente: Pijamasurf

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