“¡Cada vez canta mejor!” es una conocida frase popular que expresa cuán grande sigue siendo Carlos Gardel, el hombre que dio a conocer el tango en todos los rincones del planeta y que desapareciera en un trágico accidente de avión en 1935, en el pleno apogeo de su carrera.
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Los científicos rara vez son tan populares, a pesar de que hombres de la talla de Louis Pasteur o Carlos J. Finlay hayan salvado de la muerte a millones de seres humanos. Albert Einstein constituye, empero, una importante excepción de la regla.
En términos de popularidad, ha de reconocerse que la Ciencia se encuentra en desventaja: para recordar la grandeza de “El Morocho”, basta oír una vez más alguna de sus inmortales interpretaciones. Pero para comprender a fondo los aportes de Einstein a la Física, conviene poseer un entrenamiento científico serio.
En el año 1905 —cuando Einstein tenía algo más de 25 años de edad y trabajaba, para ganarse la vida, como empleado en una oficina de patentes— el joven científico publicó tres artículos seminales: uno, explicaba teóricamente el llamado Efecto Fotoeléctrico, otro, el Movimiento Brownianio y un tercero, enunciaba la llamada Teoría Especial de la Relatividad.
No es de extrañar que a 1905 se le conozca como Annus Mirabilis (Año Milagroso), y que se recordara un siglo después llamando al 2005 el Año internacional de la Física.
En la Teoría Especial, Einstein postulaba que la velocidad de la luz (c>> 300 000 km/s) es la máxima velocidad posible en el Universo. Además, utilizó la idea Galileana de que las leyes de la Física son idénticas en todos los sistemas de referencia inerciales (por ejemplo, si observamos una pelota que rebota contra el suelo dentro de un vagón sin ventanas, somos incapaces de discernir si nos encontramos en un tren detenido, o en un tren que se mueve a velocidad constante).
Sobre la base de esas dos hipótesis, Einstein realizó muchas notables predicciones, todas comprobadas mediante experimentos durante cerca de un siglo. Una de las más célebres es la equivalencia entre la masa y la energía, expresada elegantemente a través de la célebre fórmula E=mc2: un cuerpo de masa m tiene asociada una energía E, que viene dada por el producto de esa masa, y el cuadrado de la velocidad de la luz.
Como la velocidad de la luz es muy grande… ¡la energía es también extraordinariamente grande! Esta predicción se ha comprobado hasta la saciedad en el laboratorio, y también fuera de él: en un extremo las plantas electronucleares y en el opuesto, las armas nucleares, ilustran dos aplicaciones de la fórmula de marras.
Una década después del Annus Mirabilis, Einstein publicaría su genial Teoría General de la Relatividad. En ella, postulaba que no es posible diferenciar los fenómenos físicos que ocurren en un sistema sometido a un campo gravitatorio uniforme, de los que ocurren en un sistema sometido a una aceleración uniforme (por ejemplo, si estamos metidos en un elevador cerrado y de golpe comenzamos a “flotar” dentro de él, no podemos saber si esto se debe a que el elevador está cayendo libremente en la Tierra, o es que ha sido colocado en el espacio exterior, muy lejos de las interacciones con cualquier cuerpo celeste).
Einstein visualizó el espacio y el tiempo como un solo elemento “continuo” (espacio-tiempo) de modo que la fuerza de gravedad definida siglos atrás por Isaac Newton no es más que la consecuencia de la “deformación” del espacio-tiempo debido a la presencia de alguna forma de energía —por ejemplo, la masa de un planeta.
Pero, ¿cómo algo tan abstracto puede tener influencia alguna en nuestra vida diaria?
Los satélites de comunicaciones, que típicamente se encuentran a muchos kilómetros de altitud sobre la superficie de la Tierra, logran determinar distancias enviando ondas electromagnéticas hacia su superficie y midiendo con enorme precisión el tiempo que estas consumen en rebotar de vuelta.
En este proceso se introducen varios curiosos fenómenos por obra y gracia de la relatividad: debido a la velocidad a que se mueven estos artefactos, y a los efectos del campo gravitatorio terrestre sobre el paso del tiempo, los relojes en los satélites se “des-sincronizan” respecto a los que están en la superficie terrestre.
Aunque estos corrimientos son de apenas fracciones de segundo al día, resultan suficientes para crear errores garrafales en términos de distancias, por ejemplo, en el sistema de posicionamiento global, GPS. Por lo tanto, para que los GPS funcionen, se tienen que realizar todas las correcciones correspondientes, tal y como dicta la teoría de Einstein.
Y de los GPS depende una enorme proporción de la tecnología contemporánea.
Otra de las predicciones de la Teoría General de la Relatividad es la existencia de las llamadas ondas gravitacionales: si ocurre un evento “cataclísmico” en algún lugar del Universo, este perturbará notablemente el espacio-tiempo, produciendo ondas gravitacionales que se propagan a la velocidad de la luz (este efecto podría ilustrarse de forma muy simplificada con las ondas que se producen en la superficie de un estanque al lanzar una piedra).
Los científicos habían luchado infructuosamente durante muchos años para detectar estas ondas, hasta recibir recientemente el premio a la perseverancia: el 14 de septiembre del 2015, dos equipos estadounidenses detectaron con certeza las ondas gravitacionales asociadas a lo que se cree fue una colisión entre dos huecos negros, que ocurrió hace algo más de mil millones de años.
Curiosamente, en sus momentos de mayor creatividad científica, el propio Einstein no poseía recursos financieros ni lejanamente comparables con los que se invirtieron en estos extraordinarios experimentos. Más allá de la reverencia que sentimos los “físicos de a pie” por su genio, es por ello que cuelga en mi laboratorio de la Universidad de La Habana la foto de un Einstein sonriente, montando bicicleta.
Como en el caso de muchas obras de arte imperecederas, la Teoría de la Relatividad hizo trizas los moldes de su época. De hecho, el comité Nobel se tomó su tiempo para otorgar el premio de Física a Einstein. Solo se lo confirió en 1922, y lo hizo sin mencionar de forma explícita su aporte más famoso a la ciencia.
La argumentación oficial rezaba: “por su servicio a la Física Teórica y, en particular, por su descubrimiento de la ley del efecto fotoeléctrico”. Tampoco debe extrañarnos que, de vez en cuando, se levante alguna voz diciendo haber encontrado tal o más cual pifia en la Teoría de la Relatividad.
Hasta hoy, las dudas no han hecho más que estrellarse contra la imponente torre de evidencia científica que ha crecido alrededor de los logros fundamentales de Einstein, especialmente durante los más de 60 años que han transcurrido desde su muerte. Lo mismo se podría decir sobre las ideas pacifistas, antirracistas y de justicia social que el gran científico defendió abiertamente a lo largo de su existencia.
En fin; creo que hay muchos elementos para que Einstein merezca su propia “exclamación Gardeliana”:
“¿El personaje de la bicicleta?… ¡Ese cada vez piensa mejor!”.
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(*) Profesor de la Facultad de Física, Universidad de La Habana
Fuente: Granma