por Roberto Pizarro.
La inserción internacional ha estado en el centro del “modelo chileno”. Ha privilegiado los intereses económicos por sobre los asuntos diplomáticos, lo que confirma que el accionar externo es una extensión de las realidades internas que mueven a los países.
En efecto, la economía, los economistas y el poder empresarial, han sido dominantes en la vida pública nacional y ello también se ha expresado en las relaciones exteriores.
La apertura de la economía chilena siguió la misma lógica de liberalización del mercado interno, que se instaló con los Chicago Boys, bajo el régimen de Pinochet; vale decir una disminución radical de las barreras al comercio exterior y una facilitación de los flujos de inversión.
Con el retorno de la democracia, desde 1990 en adelante, se continuó con la apertura de la economía al mundo, y el instrumento privilegiado para ello han sido las negociaciones comerciales: primero los Acuerdos de Complementación Económica (ACE), con los países de América Latina y posteriormente los Tratados de Libre Comercio (TLC), con el resto del mundo.
Esta política favoreció la globalización del gran empresariado nacional, el que ha invertido masivamente en los mercados externos, principalmente en Sudamérica, beneficiándose además con la utilización de los paraísos fiscales para potenciar sus negocios.
El entusiasmo con el fundamentalismo de libre mercado ha renunciado a una estrategia deliberada de diversificación productiva. Tanto el régimen de Pinochet como los gobiernos democráticos han depositado en los agentes privados las decisiones exclusivas de inversión, producción y exportaciones y han rechazado explícitamente toda política pública en favor de sectores de transformación productiva.
Se valora ad nauseam el crecimiento, sin preocupación por su naturaleza ni tampoco por el masivo empleo informal que viene generando.
Es cierto que el obstáculo principal para modificar la economía chilena no radica en la política comercial, sino se encuentra en la propia Constitución de 1980, la que exige subsidiariedad y neutralidad al Estado, impidiendo al sector público desplegar iniciativas empresariales, así como fomentar ciertas actividades por sobre otras.
Hay que reconocer, sin embargo, que la clase política no ha mostrado interés alguno en modificar el tipo de Estado contenido en la Constitución de 1980. La reforma que implementó en 2005 el Presidente Lagos mantuvo el Estado subsidiario, contenido en la Constitución de Pinochet.
Se trataba de una evidencia más que la clase política aceptaba el camino productivo que había adoptado el país, iniciado por Pinochet y los Chicago Boys: producir y exportar recursos naturales, con el apoyo del capital financiero. Tuvo que venir la insurgencia social del 18-O a decir que había que cambiarlo todo, empezando por la “Constitución tramposa”
Así las cosas, el acceso libre de barreras comerciales y de los flujos de capital, gracias a los acuerdos de libre comercio, no ha servido como instrumento para generar nuevas oportunidades de producción y exportaciones. Sólo ha acentuado la explotación de cobre, celulosa, productos del mar y bienes agropecuarios.
Y, por cierto, también ha facilitado la masiva instalación del capital extranjero en esos mismos sectores, lo que ha profundizado ad extremum la extranjerización de la economía chilena.
Así las cosas, Chile ha priorizado los mercados de los países desarrollados y del Asia-Pacífico, principales importadores de recursos naturales. Desde fines de los años noventa (TLC Chile Canadá, en 1997), la política comercial prácticamente se ha confundido con la política exterior.
Se descuidaron, en cambio, las relaciones con los vecinos. Ello le ha significado a Chile un distanciamiento diplomático con los países de la región y, en el ámbito económico, la pérdida de oportunidades para ampliar la producción y exportación de manufacturas, las que siempre han tenido un mercado fértil en la vecindad. Por ello, algunos críticos han calificado a Chile como el Israel de la región y otros, los que valoran sus éxitos económicos, le atribuyen ser “un buen vecino en medio de un mal barrio”.
En suma, la política de inserción internacional ha servido para consolidar el modelo exportador de recursos naturales. Al mismo tiempo, esa política no ha sido útil para fortalecer las relaciones comerciales y diplomáticas con los países vecinos, la que se ha caracterizado por persistentes conflictos con varios de Sudamérica, tanto durante los gobiernos de la Concertación/Nueva Mayoría como en los dos gobiernos de Piñera.
Los tiempos han cambiado. Primero con la insurgencia popular del 18-O y ahora con la terrible pandemia del Covid-19. Un poco antes, con la emergencia de Trump en Estados Unidos y el Brexit en Gran Bretaña, habían surgido políticas proteccionistas cuestionadoras del libre comercio internacional.
El freno de la globalización impuesto por los países desarrollados abre oportunidades de transformación en nuestro país. Las restricciones al movimiento de bienes, servicios, capital, mano de obra y tecnologías. acortarán las cadenas de valor internacionales, y existirá la necesidad de encontrar autoabastecimiento en productos esenciales para la salud y la alimentación y probablemente para algunos otros bienes. Tendremos entonces que apoyarnos en nuestras propias fuerzas y también habrá que impulsar entendimientos con países cercanos.
Al mismo tiempo, la rebeldía del 18-O y el camino abierto para el plebiscito constituyente es otro factor favorable a la transformación. En efecto, el Estado subsidiario, contenido en la Constitución de 1980, tendrá que ser reemplazado por un nuevo Estado, capaz de impulsar políticas públicas en favor de actividades industriales y/o que intervenga directamente en iniciativas productivas que agreguen nuevo valor a la producción de bienes y servicios, que al sector privado no le interesan. Como se hizo en Corea del Sur.
Por otra parte, en estas condiciones también surge la necesidad de replantearse la política de comercio exterior. Sin renunciar a los vínculos con los países desarrollados y especialmente con China, nuestro país deberá hacer esfuerzos prioritarios de integración con los países de la región, más allá de ideologías, al menos con los mercados vecinos.
Para enfrentar las restricciones que se anuncian desde los países desarrollados y consecuencia del mismo Covid-19, será preciso, con inteligencia, encontrar espacios de complementación productiva con países cercanos, así como esfuerzos conjuntos en ciencia, tecnología y educación.
La integración regional no es fácil. Nuestras contrapartes no ayudan mucho. Los ineficaces proyectos formales de integración regional actualmente existentes en América Latina deberán ser reemplazados por iniciativas pragmáticas de complementación económica entre nuestros países. Las ideologizaciones burdas y los nacionalismos estrechos han cerrado las puertas a una integración efectiva. Aquí en dónde se precisa un esfuerzo diplomático y político sustantivo, para beneficio mutuo.
Más allá de los entendimientos gubernamentales de integración, es bueno llamar la atención sobre las masivas inversiones en todos los países de Sudamérica que viene desplegando el empresariado chileno, antecedente que revela el potencial existente para entendimientos productivos fructíferos.
Ello es útil para fundamentar cadenas de valor regionales que reemplacen o se complementen con las cadenas de valor internacionales. Ahora que la globalización sufrirá modificaciones, los mercados cercanos serán prioritarios para la ampliación de nuestro estrecho espacio económico nacional.
El proteccionismo de Trump y ahora la pandemia son un serio llamado de atención para modificar el modelo económico chileno y su forma de inserción en el mercado mundial. Las condiciones de posibilidad para los cambios están presentes. Sin embargo, éstos no serán automáticos.
Los cambios dependerán de la emergencia de un liderazgo político independiente del poder empresarial, decidido a impulsar una nueva Constitución y que entienda que una nueva estructura productiva es condición sine qua non para avanzar al desarrollo.
Fuente: La Mirada