lunes, noviembre 25, 2024
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Dossier: La Encrucijada de Podemos

Emmanuel Rodríguez

Hay algo fascinante en los fenómenos sociales. Cuando se es parte de ellos se vuelve casi imposible pensar fuera de los mismos: fuera y por encima de los lenguajes, de las prácticas, de los marcos que clásicamente llamaríamos ideología. Por eso, no hay nada más banal que escuchar a un profesor universitario cuando habla de la institución académica o a un político cuando explica la institución política. No es un problema de engaño, sino de algo más complejo y viscoso. Algo parecido está sucediendo en Podemos, algo a lo que podemos dar el nombre de podemismo. En lo que sigue se ruega no confundir Podemos (un fenómeno complejo y todavía plural) con el podemismo, una suerte de nueva ideología política.

Cuando se habla con alguien de cierta experiencia política, normalmente lo que más destaca de las discusiones que giran alrededor del fenómeno Podemos es superficialidad. Sorprendentemente esta suele ser mayor a más empapado se esté de “podemismo”. Por eso en el podemismo (que no en Podemos) no hay radicales, lo que tópicamente podríamos decir respecto de quienes quieren ir a la raíz de las cosas, empezando por el propio proyecto en el cual participan. Pero tampoco hay muchos cínicos, y los que pasan por tales lo son solo de forma superficial. La inmensa mayoría de los que participan del “podemismo” creen en su propia y particular misión, aunque esta no corresponda obviamente con la retórica de cambio, democracia y transparencia.

La tesis que aquí se defiende es que la crítica a Podemos es insuficiente si únicamente se desliza sobre el terreno del discurso y de las modalidad de organización del partido; si no profundiza en el podemismo como ideología material. De hecho, el carácter esquivo de este objeto que llamamos “podemismo” es también un problema del campo crítico interno a Podemos. No habrá ninguna crítica eficaz, ni dentro ni fuera de Podemos, caso de no ser capaz de localizar y enfrentar esta ideología.

En términos de la sociología vulgar y cotidiana, el podemismo se nos presenta como un estilo, algo que reconocemos por su “forma”: ciertas palabras (ganar, pueblo, transversalidad), gestos, rituales ya tan propios de los “podemitas”. El análisis de estilo, como el análisis semiótico, seguramente daría para muchas e interesantes cuestiones, algunas francamente divertidas. No obstante, si se pretende un análisis político del podemismo, este debe ir más allá de las formas. Dos elementos resultan aquí definitorios.

El primero es lo que en términos retóricos y de acuerdo con Errejón se dibuja en la “vocación de gobierno” o simplemente en la reiteración del verbo “ganar” (ganar, ganar, ganar). Como se sabe, la vocación de gobierno no es propia de todo partido político, no lo fue de IU, no lo es de las CUP, pero sin duda es el eje sobre el que rota Podemos. Llegar al gobierno, tomar las instituciones, recuperar las instituciones para la gente, son todos ellas maneras de decir que la promesa principal de Podemos es el gobierno.

No obstante, detrás de esta “voluntad de gobierno”, aparentemente tan de “sentido común”, se encarna algo mucho menos claro. Algo a lo que habría que dar otro nombre, quizás restauración del Estado, o al menos de su legitimidad democrática. El eje central del podemismo se resume en una única afirmación: desde el gobierno es posible el cambio, o la “transformación de la vida de la gente”. El gobierno es la única condición suficiente. No se va a reproducir aquí la crítica de la “autonomía de lo político”, que conlleva esta asunción, y que se ha hecho de forma repetida en estos meses.

Más interesante, en la medida en que muerde con rabia el hueso del podemismo como ideología, es el análisis de la condición del podemita en tanto político. En términos de estilo, se trata de un aprendizaje, una cultura aprendida (a veces delante de un espejo) por parte de la mayoría de los cargos públicos y de partido empapados de podemismo. Este entrenamiento permite adquirir los ademanes y formas de un político de profesión. Por supuesto dentro del rango que cabe en la acepción del “político”, los de Podemos se sitúan en la parte izquierda. Por eso la insistencia en aparecer en la foto de los conflictos y las luchas, con los pobres y con los marginados, allí donde haya réditos en términos de representación. Pero a la hora de hablar y de representarse (y salvo honrosas excepciones), el “podemita experto” aparece sin lugar a dudas como un político: lenguaje medido y de argumentario, un permanente cálculo de las declaraciones en términos de voto y capital personal, una suerte de asunción del lenguaje y las formas de lo institucional y la representación. Podemos, qué duda cabe, ha sido una gran fábrica de políticos.

Un político es una figura de la élite, una de tantas. En términos formales-ideológicos es un representante de la nación, una autoridad que encarna la ficción de la representación y de la democracia. Es político en sentido weberiano, en tanto vive de la política. Pero lo es de una forma mucho más perversa: el político “que se cree político” es una trampa y una mentira, al menos para aquellos que entienden que la transformación implica siempre una enmienda a la totalidad de la institución-Estado.

Este deslizamiento del podemismo a la producción de políticos profesionales no responde a una casualidad. El podemismo es consustancial a una vieja teoría de las élites. Ningún otro como Errejón ha sido capaz de expresar tan bien esta teoría. Así, cuando habla de construir pueblo, de “mancharse de España” o del país real, responde como en sombra frente a este sujeto pasivo (el pueblo) con otro activo: la nueva élite política. Del político podemita, dice que se debe fajar en el gobierno, que debe reconocerse por sus propios méritos, pero que para hacerlo debe rehuir de su propio pathos izquierdista y elitista, para convertirse en parte de una verdadera élite, esta vez, al fin, legítima. De ahí también el efecto legitimador del Estado y de la democracia representativa con todos sus límites. Sobra decir que en esta polaridad élite / pueblo, este último es únicamente “el pueblo del Estado” (nunca un sujeto autónomo) que recibe del gobierno derechos y mejoras. La transformación cultural se limita a aceptar por medio del voto ese “nuevo país”, que concibe y administra la élite podemita.

Se podrá decir que este es un cuento épico, algo fofo pero convincente para quienes lo narran, que sirve de justificación para los que quieren estar y ser parte de la nueva clase política. Y así es. Sobre las fallas de este discurso y esta posición en la relación con el “pueblo real” tampoco nos vamos a extender mucho aquí. En términos errejonianos, basta “sentirse algo pueblo” para experimentar cierto asco hacia los privilegiados, incluso cuando se trata de “nuestros” privilegiados. Y basta “saberse pueblo”, y conocer algo los centenares de experiencias de politización radical que han atravesado a amplios sectores de este país (antifranquismo, Transición, movimiento obrero, movimiento vecinal, luchas contra la reconversión, ecologismo, feminismo, okupación, insumisión, no global, movimiento contra la guerra, 15M) como para no sentirse especialmente agradecidos con unos representantes extremadamente jóvenes, que sin apenas haber asumido riesgo político (o simplemente una vida de militancia sin visibilidad ni reconocimiento especial), hablan pomposamente del pueblo y de la soberanía popular.

En este último aspecto, el podemismo se descubre en su forma más banal: como el relato y el estilo que legitima a un segmento político. Relato y estilo que legitiman sólo en la medida en que despotencian aquello que quieren representar (llámese cambio, movimiento popular, clase populares o 15M). También en otras partes se ha abundado en los elementos sociológicos que explican a esta clase política: su condición de élite profesional “sin futuro”, de clase media desclasada.

Valga por el momento, que el podemismo es “el problema”, da igual que se hable de ruptura democrática, de nacionalización de la banca y las eléctricas o de movimiento popular. Para superar el cenagal del podemismo no basta con ponerse a su izquierda. Objetivamente, Podemos ha construido un nuevo discurso de legitimación de una democracia que es siempre oligarquica y de una clase política interesada en representarla. Cualquier crítica dentro y fuera de Podemos, tiene que asumir no sólo la reforma del partido, sino acabar con esa sustancia mucho más viscosa que hemos llamado podemismo, y que constituye la legitimación y el estilo de una nueva élite. La nuestra.

(*) Historiador, sociólogo y ensayista. Es editor de Traficantes de Sueños y colaborador de la Fundación de los Comunes. Su último libro es “La política en el ocaso de la clase media”.

Fuente: Viento Sur

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