jueves, noviembre 21, 2024
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Dolor Brasil, Dolor Latinoamericano

Por Mabel Thwaites Rey (*).
El triunfo resonante de Jair Bolsonaro en las elecciones brasileñas nos ha caído como una bomba atómica. Sabíamos que el clima ya era de guerra, que el enemigo tiene armas poderosas y que las fuerzas del campo amigo ya venían menguadas.


Sin embargo, la magnitud del caudal de votos que ha cosechado el personaje más repulsivo de la derecha brasileña nos enfrenta de lleno a la dimensión profunda de nuestras dificultades e impotencias como izquierda, sea en Brasil, en Argentina o en cualquier comarca del convulsionado planeta.

Nosotros pretendemos encarnar los valores de igualdad, solidaridad, justicia, respeto mutuo, empatía, fraternidad. Creemos expresar los intereses y necesidades de las personas más sumergidas y ser portadores de la democracia genuina, participativa, horizontal.

Tendemos, más o menos conscientemente, a atribuirle a las clases trabajadoras una bonhomía innata, solo aplastada por la dominación burguesa, y nos pretendemos expresión de una suerte de esencia popular fraternal, generosa y altruista, universal e inmutable, que pugna por liberarse de las garras opresoras del capital.

Sin embargo, cuando parte de las capas trabajadoras pobres se inclinan por opciones reaccionarias, cunde entre nosotros el desconcierto, el enojo, la incredulidad, la desilusión o la desesperanza, o una mezcla de todos estos sentimientos.

Entonces, el mea culpa por nuestros errores políticos se pondrá a la orden del día. Tácticas y estrategias reformistas o revolucionarias de distinto grado y color serán examinadas con mayor o menor rigor o indulgencia. Algunos colectivos asumirán errores propios y otros se los achacarán a los demás.

Las interpretaciones y explicaciones tendrán la multiplicidad de aristas que la complejidad de este tipo de sucesos involucra.

¿Cómo puede ser que en una sociedad donde Lula lideraba todas las encuestas termine ganando en la primera vuelta, y con un caudal de votos apabullante, un personaje abiertamente reaccionario, grotesco y canalla? ¿Cómo es posible que tantos millones de personas puedan votar a esa figura brutal y prepotente, que expresa y defiende sin eufemismos el racismo visceral, la misoginia y la homofobia arcaicas, el militarismo virulento, el clasismo descarado, todo en nombre de Dios y de la Patria? ¿Cómo lo votan no solo las clases altas y medias, sino mujeres, negros y pobres a los que no ha dejado de humillar ni por un momento? ¿Cómo fue que las élites se volcaron a una beligerancia clasista tan descarnada y lograron arrastrar tras su odio a semejante cantidad de votantes?

La ola ultraderechista

Aquí hay una dimensión local que tiene que ver con la historia de Brasil y sus ciclos y con la cronología de una “muerte anunciada” que se viene configurando, al menos, desde 2013, con las inmensas manifestaciones que arrancaron con el Movimiento Pase Libre pero que pronto se radicalizaron en un anti-petismo virulento.

Esa efervescencia social, capitalizada por los más reaccionarios, llevó por la vía eleccionaria a consagrar el Parlamento más retrógrado de la historia democrática del país, y culminó con la destitución ilegal de Dilma sin oposición efectiva.

La operación judicial Lava Jato, que terminó con el encarcelamiento amañado de Lula, completó el cuadro de demolición de una figura política central sin que una sublevación popular le pusiera freno. En cambio, le abrió la puerta a la consolidación electoral de esas bancadas llamadas  balas (militares y policías), buey (los magnates del campo) y biblia (los evangélicos), que tanto espanto nos produjeron durante la televisación del juicio político a Dilma.

Entonces parecía que la exhibición pública de tamaños personajes retrógrados, ignorantes y violentos podía tener como efecto una repulsa colectiva, y ahora vemos como, por el contrario, en las elecciones de primera vuelta se acrecentó aún más la representación de estos sectores y que ingresarán al Parlamento nuevos cuadros de ultraderecha militar, policial y religiosa.

Un elemento a destacar es que el vendaval Bolsonaro no solo capitalizó el sentimiento antipetista sino que pulverizó a los partidos tradicionales de la centroderecha.

Por cierto, esta oleada ultraderechista se inscribe en un ciclo global en el que el capitalismo en crisis pretende encontrar su gobernabilidad con personajes que capitalizan el descontento social para disciplinar a los oprimidos. Trump, la Italia de Salvini, los líderes del Brexit, el lepenismo francés, la ultraderecha del Norte de Europa, catalizan el malestar como otrora lo hicieran el fascismo y el nazismo: capturando apoyo de masas asustadas y furiosas.

En esos descontentos se cocinan también viejos prejuicios y creencias que abrevan en el autoritarismo, la xenofobia, la homofobia, la misoginia, el conservadorismo y el fundamentalismo religioso en diversas variantes, mucho más arraigadas de lo que nos es grato reconocer.

El surgimiento de la extrema derecha como opción política en Europa, se constata también, no parece ser solo una respuesta a los límites de los progresismos, sino del sistema político en su conjunto, incluidas las variantes de la derecha conservadora clásica.

Aunque el fenómeno Bolsonaro puede leerse en clave trumpista, sus consecuencias pueden llegar a ser mucho más peligrosas para nuestros vecinos y para la región toda. Trump ganó invocando un plan nacionalista de defensa de los puestos de trabajo locales, perdidos por la deslocalización industrial, que logró conectar con las demandas de segmentos de las clases trabajadoras pauperizadas.

El magnate de los medios prometió empleos y prosperidad deshaciéndose de acuerdos comerciales multilaterales, expulsando inmigrantes, enfrentando a China y obligando a las empresas estadounidenses a volver a localizarse en el país. Y aunque la capacidad de daño de Trump hacia los sectores populares –reduciendo ayuda social, atacando el plan de salud, castigando a inmigrantes, entre otras medidas regresivas- sea grande, la de Bolsonaro puede ser aún mayor.

Pese a que el triunfo imprevisto de Trump dejó expuestos los crujidos del bipartidismo tradicional, la estructura política estadounidense conserva mecanismos de defensa y preservación institucionales de los que Brasil carece. Mientras EE.UU. tiene un sistema consolidado de dos grandes partidos, en el marco del cual se resuelven las disputas intraburguesas e interclasistas, en Brasil, el sistema de partidos fragmentados y de base local -de por sí lábil y débil- ha saltado por el aire y se está ante el riesgo de que la creciente injerencia militar produzca efectos letales.

El experimento Bolsonaro amenaza con implementar un nuevo tipo de disciplinamiento social militarizado, como en las dictaduras, pero esta vez con apoyo de masas explícito y mediado por la vía electoral -que le confiere legitimidad-, con consecuencias pasibles de trascender las fronteras y proyectarse dañosamente al conjunto de la región.

Los límites de los gobiernos del CINAL

Si desde lo alto se puede enmarcar el fenómeno Bolsonaro en la escalada ultra-derechista mundial, desde abajo es preciso auscultar las condiciones que permiten la expansión de este tipo de salidas políticas entre los sectores populares. Mucho se ha escrito sobre las capas sociales a las que los gobiernos de lo que llamamos “Ciclo de impugnación al neoliberalismo en América Latina” (CINAL) (1) sacaron de la pobreza y que, una vez “ascendidos” en la escala social, se “olvidaron” con presteza de sus orígenes y benefactores, se asimilaron a las demandas de las capas medias e hicieron suyos los reclamos “burgueses”.

Amargos lamentos se han vertido contra los ingratos que dieron la espalda en las urnas a los políticos bajo cuyos mandatos obtuvieron derechos y beneficios. De Venezuela a Brasil, de Bolivia a Argentina, de Ecuador a Uruguay, la desafección política de una parte de los sectores populares supuestamente favorecidos por políticas públicas ha sido interpretada por los gobernantes del CINAL y sus partidarios como desclasamiento y falta de conciencia política de las masas, como si en esa construcción ideológica y política ellos mismos no hubieran tenido incidencia alguna.

Desde otras perspectivas, a los gobiernos del CINAL se los ha criticado por haber basado su éxito en favorecer el consumo popular, pero sin procurar cuestionar ni intentar modificar las pautas culturales que sostienen con firmeza en nuestras sociedades el consumismo capitalista a-crítico e irresponsable.

De modo que los gobiernos del CINAL han sido víctimas de sus propios límites ideológicos y políticos y, más aún, responsables de inducir ex profeso la desmovilización y subordinación de los movimientos sociales y políticos más activos, para ganar gobernabilidad.

Esa apuesta a la gobernabilidad sistémica los habría llevado, además, a preservar las estructuras productivas dominantes y, antes que intentar reformas profundas, a usufructuar en su beneficio el aparato estatal e incurrir en altos niveles de corrupción. No vamos a discutir aquí si esos gobiernos tuvieron real voluntad transformadora o si fueron ellos mismos cooptados por los engranajes estatales que aseguran la reproducción sistémica, pero lo cierto es que el derrumbe de las condiciones económicas globales, que permitieron durante varios años capturar porciones del excedente de exportaciones primarias para redistribuirlo socialmente sin gran conflictividad, provocó la crisis del CINAL y dio la ocasión a salidas por derecha cada vez más duras.

El de Brasil es un caso paradigmático, en este sentido, ya que la estrategia del PT fue invertir en el combate a la pobreza más extrema aprovechando el boom de los commodities, pero sin alterar la estructura productiva y sin establecer un compromiso consistente en la promoción de formas de politización y participación popular conscientes, que dieran vida activa a las demandas y que pudieran sostener y ampliar las conquistas sociales.

El antecedente del presupuesto participativo de Porto Alegre, que parecía una base promisoria para expandir una práctica de involucramiento activo de los sectores populares en la gestión de lo público, lejos de expandirse a otros espacios fue perdiendo vitalidad y provocando desencantos y rechazos.

Hay quienes interpretan que esta falencia en la activación popular se debe a los límites de las propias clases populares, que no tuvieron la voluntad, capacidad, conciencia o energía suficientes -o no encontraron la forma, de manera autónoma y masiva- para impulsar y sostener demandas de transformación social radicales, por lo que quedaron atrapadas en la delegación de poder al andamiaje estatal.

Aunque algo de esto fuera cierto, no puede eludirse la responsabilidad del Ejecutivo, del PT como partido de gobierno y de los sindicatos que fueron su cuna, ya que sus prácticas políticas tendieron -de modo más o menos consciente y explícito- a procurar una pasivización social que garantizara la estabilidad gubernativa en los marcos sistémicos que no se consideraba viable traspasar.

En defensa del PT se dirá que, de no haber moderado sus políticas y de haber enfrentado con más vigor a los intereses dominantes, Lula no habría logrado avanzar siquiera en pequeñas reformas sociales, pues habría chocado de lleno con la resistencia beligerante de aquellos. La propuesta de construir un capitalismo periférico poderoso (¿”neodesarrollista”?) y un poco menos injusto logró consensos durante el tiempo que duró el ciclo económico en alza, pero se derrumbó al tocar fin la bonanza externa y la imposibilidad de conciliar acumulación con distribución en el marco del capitalismo realmente existente.

Aquí quedan expuestas, una vez más en la historia, las limitaciones de los capitalismos periféricos para basar su despliegue en “burguesías nacionales” con proyecto propio y capaces de establecer compromisos estables con las clases trabajadoras, mediadas por el Estado, que aseguren condiciones dignas de existencia.

No deja de impactar, sin embargo, la reacción virulenta que las módicas reformas sociales generaron muy pronto en los sectores medios y altos, exacerbando el racismo y el odio de clase hasta el paroxismo. Porque vuelve evidente hasta qué punto aquellas se irritan y sienten como amenaza la mejora material y simbólica de los más pobres y exhibe la intolerancia profunda a toda intervención pública que altere en sentido positivo las jerarquías sociales establecidas.

La radicalización reaccionaria de amplias porciones de las clases altas y medias expresa esa disconformidad clasista bien arraigada, solo contenible cuando los sectores populares consiguen enfrentarlas y volcar a su favor las relaciones de fuerzas políticas. Enseña la experiencia histórica que es el temor a una reacción popular que ponga fin a los privilegios burgueses lo que posibilita a las clases trabajadoras obtener conquistas materiales, aun las más modestas.

Nunca es la sapiencia o la astucia de las clases dominantes la que permite mejoras en las condiciones de vida populares, sino la capacidad de articulación política que despliegan las clases trabajadoras para vencer resistencias e imponerlas.

Los logros arrancados como consecuencia de procesos de lucha –más o menos mediados y prolongados, con o sin triunfos electorales involucrados- conllevan, no obstante, la paradoja de que abren nuevos ciclos de disputa del capital por restaurar la plenitud de su comando, sin contrapeso y sin concesiones.

La reacción anti-popular de clases altas y medias, en Brasil y en la región, pone de manifiesto hasta qué punto es necesaria la acumulación de un denso entramado de fuerza popular para obtener, asegurar y profundizar logros materiales y simbólicos de envergadura.

Bases del sostén popular a la ultraderecha

Más allá de las reacciones previsibles de las clases propietarias, resulta por demás inquietante cómo las visiones meritocrática, conservadora y anti-popular también permean a amplios segmentos de las capas populares y las arraigan al sistema de un modo más sustantivo que lo que las condiciones materiales de estos grupos sociales podrían hacer suponer. Y aquí reside un desafío fundamental para la izquierda, ya que no se trata de lamentar la impotencia propia o de señalar, indignados o acongojados, a los sectores populares por la falta de una supuesta conciencia de clase -que algunos creen que deberían tener, de modo innato y espontáneo-, sino de comprender cómo se despliega el sentido común dominante en cada momento histórico y de identificar los “núcleos de buen sentido” que anidan en aquél, para recuperarlos en la construcción de proyectos alternativos.

No existen seres desprendidos de sus condiciones materiales de existencia, pero éstas no son transparentes, sino que están profundamente mediadas por la cultura de su tiempo y son objeto de las batallas intelectuales y morales que nos explicaba Gramsci.

Diversas cuestiones aparecen a la hora de analizar la complejidad del sostén popular a las opciones de derecha. Enunciaremos algunas presentes en la coyuntura brasileña, pero que permean a toda la región.

La violencia delictiva

La cuestión de la inseguridad, ligada a la violencia delictiva, se convirtió en uno de los problemas más serios en las grandes urbes latinoamericanas. El temor de las clases propietarias a esta amenaza real o potencial se ha ido amplificando al compás de la incapacidad de los gobiernos para resolver las cuestiones de fondo que la alimentan.

Para los pudientes está claro que la represión policial y militar se dirigirá hacia sectores que los amenazan y consideran que ellos nunca serán las víctimas de atropellos por parte del poder.

El gatillo fácil será, entonces, un recurso que apenas podrá producir daños colaterales soportables en el cuerpo de esos “otros” a disciplinar en tanto conjunto peligroso. Pero más allá de la percepción específica de las clases altas, bien alimentada por los medios de comunicación, es indudable que la violencia delincuencial -sobre todo la ligada al narcotráfico- la padecen en mayor medida los trabajadores en sus territorios.

Los robos, violaciones, asesinatos y otros delitos afectan a la población de menos recursos, que vive hacinada en barriadas violentas o próximas a éstas. Esa población tiene un deseo genuino de vivir en paz, sin que la roben ni la maten cotidianamente sus vecinos. No quiere vivir subordinada a la ley que impone el matonaje delincuencial. Sufre a la policía y sus abusos, pero también padece a los marginales que descargan su frustración y anomia contra ella, lo que la vuelve sensible al discurso autoritario que promete poner fin al delito de modo inmediato y con mano dura.

Estas personas castigadas y hastiadas pueden depositar su ilusión en que un hombre fuerte pondrá en caja a los otros que la perjudican, sin advertir que ella misma será víctima del disciplinamiento autoritario que otras como ella también reclaman.

Para la izquierda, la solución es sistémica e involucra cambios estructurales que eliminen las causas sociales del delito y defiende los derechos humanos contra la violencia policial y el gatillo fácil. Pero no atina a dar respuestas convincentes e inmediatas a una necesidad tan básica como la seguridad vital a la que cualquier persona tiene derecho.

No existen respuestas fáciles, lo sabemos. Pero no dar ninguna respuesta equivale a dejar el campo abierto a las salidas más reaccionarias y peligrosas. El tema de la inseguridad ha sido el talón de Aquiles de los gobiernos del CINAL.

La corrupción

Otro componente importante en el malestar contra los gobiernos y fuerzas políticas del CINAL es la corrupción. Muy difícil de cuantificar, la utilización de recursos públicos para financiar partidos y, sobre todo, para el disfrute personal y ostentoso es algo profundamente condenable y deletéreo para fuerzas progresistas en el gobierno. Si el robo es una afrenta imperdonable para agrupaciones que pretendan expresar los intereses populares, minimizar sus efectos es un error político mayúsculo.

Esto no significa desconocer que el combate a la corrupción y el “honestismo” se han convertido en la excusa más eficaz para retacear la manifestación de otros malestares, menos legitimables, con relación a políticas de corte popular.

Cuando el robo obsceno de dinero público se exhibe con fruición en los medios, va de suyo que apunta a manipular la furia popular contra los gobiernos y partidos políticos sostén del CINAL y, por extensión, contra las opciones políticas de izquierda, de toda laya.

Los bolsos con dinero, los cuadernos que relatan tramas corruptas son más tangibles, inteligibles y aleccionadores para la sensibilidad popular que las tramas ocultas en paraísos fiscales o los negociados de invisible formato electrónico, aunque sean mucho más millonarios y letales.

Esto es parte de la realidad que nos toca enfrentar y poco favor se les hace a las causas populares justificar el robo “menudo” comparándolo con el grande. Eso no equivale a cargar oportunistamente las tintas contra los males de la corrupción, sumando voces progres al cacareo reaccionario que solo lo usa con cinismo para expropiar por completo a los mismos sectores populares indignados.

En Brasil, como en Argentina o en cualquier otro país, la debacle política permitió poner como eje a la corrupción, que sirve para aniquilar a políticos rivales de existencia concreta y tangible, mientras se exculpa al sistema que la produce y expande y se consuman robos de gran escala. Tampoco es políticamente serio eludir el problema de las tramas corruptas arraigadas, que se requiere erradicar.

Encontrar las formas políticamente provechosas de lidiar con la “cuestión de la corrupción” es otro de los dilemas centrales para la izquierda.

Resentimiento social

El odio de clase es un sentimiento extendido entre sectores medios y altos frente al avance de procesos redistributivos más o menos extensos del CINAL. En esto hay componentes materiales y simbólicos de compleja naturaleza, que sostienen el orden social jerárquico y clasista. Pero también tenemos que considerar ciertos elementos de envidia y resentimiento que desatan las formas asistenciales no universales entre los sectores populares y que apuntalan subjetividades arraigadas en la lógica sistémica dominante.

La asistencia social focalizada, además de su intrínseca perversidad, arrastra el efecto de segmentar y estigmatizar a los beneficiarios y enconar a quienes, muy próximos a ellos, no la reciben por aplicación de parámetros que nunca son lo suficientemente trasnsparentes y homogéneos.

Esta opacidad da lugar a que se expanda la idea de que la ayuda la reciben personas que no son merecedoras, porque no han hecho los méritos suficientes, porque no se esfuerzan o trabajan lo esperable y que se quedan con recursos que a otros se quitan. Estas percepciones calan hondo en amplios segmentos populares y contribuyen a la conformación se subjetividades resentidas y no solidarias.

Los “vagos y vagas” que ayuda el estado con el dinero de “nuestros impuestos” pueden ser vecinos, parientes o conocidos que reciben planes o subsidios. Personas sumergidas que subsisten como pueden sin atinar a estrategias que demandarían niveles de integración y capacidades de las que carecen, son vistas por quienes interactúan con ellas en su mismo medio social o próximo, como aprovechadoras que usufructúan una asistencia que las exime -suponen- del esfuerzo que ellas sí tienen que hacer, sometidas como están al yugo de la explotación laboral.

Sin un trabajo político de comprensión integral de las relaciones sociales capitalistas, es fácil que se cuele una lectura que estigmatiza a los más pobres y se expanda la idea regresiva de que es preciso acabar con las injusticias redistributivas que aniquilan la meritocracia, como sostén de un orden social valorado.

Frente a estos sentimientos, las opciones de derecha interpelan con un sentido reparador y justiciero, que puede captar a muchas personas de los segmentos sociales que a duras penas sobreviven en los bordes del sistema, que trabajan mucho pero ganan poco, viajan mal, no tienen cobertura de salud, no les alcanza para una vivienda mejor ni logran buenos estándares educativos.

Estas son las personas frustradas que se ganan la vida en actividades con bajo índice de organización colectiva o sindicalización, que consideran que ellas se sacrifican y no avanzan mientras suponen que se prioriza a otros que la pasan mejor sin gran esfuerzo.

Estas personas orientan su frustración a los que están por debajo de ellas o en similar condición, pero obtienen alguna ayuda pública de la que ellas se sienten excluidas. Los “planeros”, los “choripaneros”, las que se embarazan para cobrar asistencia, los que no “agarran la pala”, los extranjeros que vienen a quitar trabajo, los vendedores ambulantes, los piqueteros que cortan calles, son objeto de su mayor odio y desprecio.

Lejos de idealizar a los sectores populares, como conjunto homogeneizable y de vocación altruista per sé, se trata tener en cuenta las envidias y rivalidades que afloran de modo “espontáneo” y que son manipulables fácilmente para proyectos derechistas que prometen un orden meritocrático, en el cual muchos esperan tener su justa recompensa o, al menos, que los otros no ganen injustamente lo que a ellos se les niega.

Desmontar estos sentimientos, percepciones y prejuicios es una tarea enorme e imprescindible que requiere una sostenida batalla intelectual y moral y también material, en tanto debe implicar una distribución de riquezas que tenga en cuenta las diferencias de base y las aspiraciones diversas.

La influencia de las iglesias evangélicas

La influencia conservadora de las iglesias, sobre todo las evangélicas pentecostales, es creciente en la región, de la mano de la pérdida de influencia de la Iglesia Católica, desde tiempos de Juan Pablo II en adelante.

En Brasil –y en toda América Latina- hace mucho tiempo que estas iglesias vienen ocupando el territorio popular, diezmado por la falta de horizontes y las enormes carencias materiales.

Familias desmembradas, drogadicción, violencia, enfermedades, desolación son males para los cuales los pequeños ejércitos de predicadores ofrecen contención y ayuda en los territorios. Frente a padecimientos concretos, estos cultos ofertan remedios de alivio individual con contención grupal: no proponen cambiar un mundo hostil sino paliativos para navegar en él.

Están cerca para contener y socorrer, y le disputan palmo a palmo a la Iglesia Católica la captura de nuevos fieles y a los estados la asistencia social efectiva y directa. La ofensiva del Papa Wojtyla contra la Teología de la Liberación, de gran arraigo en Brasil, afectó la labor pastoral y social de curas comprometidos y así dejó el campo abierto a los cultos protestantes para desplegar una intensa labor pastoral y asistencial entre los más pobres.

Muchas de estas iglesias son como pequeñas pymes, pero otras funcionan como grandes negocios e invierten millones para, por un lado, lucrar con las feligresías que las sostienen con sus aportes y, por el otro, para difundir valores ultra-conservadores funcionales a la dominación capitalista patriarcal.

Tales valores sobre la familia, la monogamia, la moral sexual, los roles tradicionales de las mujeres como madres y el encierro femenino en lo doméstico, el fortalecimiento de la creencia en Dios como ordenador moral excluyente, reciben financiamiento de la ultra-derecha, sobre todo estadounidense.

Sacar a la gente de las drogas, el despilfarro, la promiscuidad, el horror de la carcel son tareas primordiales para estas iglesias, que además logran excluir a sus fieles del involucramiento político autónomo. Su salto a la política en Brasil avanza a pasos agigantados, como se advierte en las elecciones de los últimos años, y expresa un arraigo que excede la idea de mera manipulación, aunque durante la campaña electoral hayan hecho un uso masivo en las redes sociales con noticias e información falaz y tendenciosa.

En Argentina, las legiones evangélicas han salido con fuerza a frenar la ampliación de derechos y se las ve activas en el rechazo a las leyes de aborto legal y seguro y de educación sexual. Aliadas tácticas de la Iglesia Católica en estos temas, disputan palmo a palmo el territorio popular y proyectan su incidencia política, por el momento, en el ámbito de la políticas sociales.

El conservadorismo social

No puede sorprender, entonces, que estas ideologías conservadoras de corte religioso encuentren su oponente especular en los movimientos feministas, que luchan por la autonomía, la igualdad, la emancipación y contra el patriarcado. Ni que los feminismos radicales las tengan a aquellas como oponente dilecto, porque efectivamente se trata de un combate civilizatorio.

No puede culparse a la radicalidad contestataria de los feminismos y las disidencias sexuales por el hecho de que existan reacciones homofóbicas y misóginas extremas. Solo es preciso ser conscientes de que la lucha de estos colectivos choca de frente con una moral religiosa financiada, precisamente, para garantizar la preservación sistémica y de ahí que las estrategias de acción colectiva que pretenda efectividad y potencial hegemónico tienen que extremar la originalidad para disputar con éxito una confrontación ideológica y política de tamaña magnitud.

El núcleo duro de las religiones pasa por el control de la sexualidad y allí también reside la disputa que mantiene la Iglesia Católica con las evangélicas, y ambas disponen de recursos enormes para encarar la confrontación contra la perspectiva de género que las impugna.

Pero la cuestión va un paso más allá de esta disputa antagónica entre polos inconciliables, porque la circulación mediática sobreimprime sus lógicas en la batalla de ideas y sentidos.

Cierta radicalidad extrema en torno a las relaciones interpersonales que sostienen algunos colectivos feministas son productivas –y de legitimidad innegable- en su autoafirmación, pero por su dinámica terminan chocando y expulsando a las sensibilidades más conservadoras o menos abiertas, a las que sin embargo es preciso llegar, desmontar e incorporar en un plano de lucha hegemónica.

Una cuestión nodal pasa por cómo disputar con éxito el sentido de los valores sociales, cómo interpelar a las personas arraigadas en sus creencias y convicciones distintas de las nuestras sin ofenderlas y abrumarlas, cómo lidiar con las contradicciones y encontrar puntos de síntesis que permitan la convivencia y eviten el rechazo reaccionario.

La potencia de nuestras movilizaciones nos hace olvidar, a veces, que también existen esas sensibilidades silenciosas a las que no llegamos, que no nos comprenden, que resienten nuestras propuestas y que luego salen a enmendarnos la plana de la peor manera.

La gesta argentina por el aborto legal, seguro y gratuito fue muy efectiva como movimiento secular masivo y se proyectó internacionalmente por su potencial de inclusión. En los debates se expusieron argumentos científicos y sanitarios indisputables y se logró empatizar con una amplísima proporción de mujeres (y hombres) que tienen dilemas cotidianos con la reproducción, como “núcleo de buen sentido”.

El derecho a decidir sobre la propia sexualidad y procreación interpela de modo directo a toda la población en edad fértil, por lo que librar y ganar esa batalla intelectual y moral por el derecho a elegir un proyecto de vida autónomo resulta tan decisivo. Más aún, la consagración de un derecho supone la tutela pública, por eso resulta ineludible la dimensión estatal -aún capitalista, obvio- como lugar de disputa.

En el ámbito de la sociedad existen desde siempre mecanismos múltiples para regular la natalidad (anticoncepción y aborto) y ahora los avances científicos (como el misoprostol, por caso) permiten reducir las condiciones de inseguridad extrema de los abortos clandestinos. Colectivos de mujeres se organizan por su cuenta para asistirse mutuamente ante embarazos no deseados y lo seguirán haciendo.

El combate fuerte se juega, sin embargo, en la consagración del aborto, la educación y la salud reproductivas como derechos laicos y universales garantizados desde el Estado, porque es lo que marca una diferencia sustantiva en esta disputa civilizatoria.

Hay sectores que imputan arteramente –en Brasil y en Argentina- al movimiento Ele nao como responsable del crecimiento de la candidatura de Bolsonaro, como si fuera el determinante central que fortificó su figura machista.

En Argentina también se escucharon impugnaciones a las mujeres en tetas en las marchas realizadas durante el 33º Encuentro de Mujeres, realizado en Chubut. Lo cierto es que la interpelación anti-misógina y homofóbica del Ele nao, enfrentada a la candidatura del ultramontano Bolsonaro, expresa valores que están en franca y feroz disputa contra el patriarcado. Tales valores tienen que encontrar canales de expresión capaces de interpelar con éxito al conjunto de la sociedad, para lograr su afirmación y expansión, lo que requerirá encontrar la forma de empatizar con las mayorías y sus demandas profundas.

La inmensa mayoría de las mujeres no desea la subordinación humillante, el mal trato, la violencia machista y la desigualdad social de la que son víctimas. El desafío es encontrar los puntos en los que ellas puedan identificarse y expresarse, porque de eso se trata la imprescindible disputa hegemónica.

Por eso suelen resultar más interpeladores los combates por el derecho a decidir la propia reproducción, para resistir la violencia machista, para repudiar los femicidios, para promover prácticas de solidaridad y comunalidad populares, que los que ponen el énfasis excluyente en las disidencias sexuales, de legitimidad incuestionable, pero de replicabilidad más acotada.

La lucha por derechos universales percibidos como propios tiende a ser más expandida que la que involucra la defensa o el respeto de los ajenos y reconocer esta circunstancia no significa ignorar o aplanar las diferencias, sino aprender a engarzarlas de un modo política e ideológicamente productivo para el conjunto.

De ninguna manera se trata de culpabilizar la rabia de los colectivos que pelean por sus demandas específicas o de impugnar su radicalidad, sino de que en conjunto se pueda comprender y asumir conscientemente lo que provocan como efectos no deseados.

Toda acción política es una apuesta que genera sus réplicas, que pueden preverse o no, que pueden ser las buscadas o las contrarias. No se trata, entonces, de domesticar la radicalidad ni de arriar banderas, sino de ir más allá de la autoafirmación para alcanzar efectos más amplios y duraderos, políticamente incisivos.

El combate intelectual y moral

En Brasil, igual que en tantos países, la mayoría de la población está formateada en el molde del sistema capitalista en el que vive, permanece muy alejada de las derivas políticas cotidianas en las que están inmersas las dirigencias y el mundillo político, y tiene escaso interés y poca predisposición a comprender cuestiones globales complejas. Las personas, en general, no son proclives a invertir tiempo y esfuerzo en su educación política y prefieren dedicarse a sus asuntos inmediatos más prosaicos y urgentes.

Siguen, en general, estados de ánimo colectivos cuya gestación es una mezcla entre percepciones materiales propias y directas (cómo les va, cuánto ganan, a qué acceden, de qué se privan) y los mensajes mediáticos que le dan sentido a sus percepciones. Tienen la intuición correcta de que el sistema político representativo está en crisis y no encuentran expresión a sus demandas e insatisfacciones, por lo que terminan optando por lo que se configura como la alternativa más eficaz para torcer el presente agobiante.

Canalizar los sentimientos de frustración, rabia, desencanto y odio hacia salidas vengativas y punitivas que libren al sistema de injerencias “populistas” es un objetivo básico de las derechas. Lo logran cuando a las personas aisladas, frustradas y furiosas se les ofrece una propuesta de vindicta represiva, que parece calmarlas más fácilmente que aquellas que reclaman grandes esfuerzos comunes para un cambio más profundo y consistente, lo que exige un compromiso e involucramiento activo y directo en una causa colectiva.

Todos los liderazgos de derecha se montan sobre el odio y la expectativa de vindicta inmediata, trasladada a la capacidad providencial del líder. El mayor velo del que se benefician las derechas es el que oculta a las personas furiosas que quieren vengar su frustración en el castigo a otras como ellas, es que ellas mismas son las otras de otras personas tan furiosas como ellas. Por eso son tan peligrosos los personajes como Bolsonaro, que empuja una escalada represiva y violenta de magnitud sin precedentes en democracia.

Su candidatura habilitó una expansión hasta hace poco inimaginable de las pulsiones sociales más retrógradas y agresivas. Demostrar este peligro y enfrentarlo es decisivo.

¿Son culpables, entonces, las izquierdas por el ascenso de las derechas?

En un sentido sí, y en otro, no.

Parte de la responsabilidad residiría en cierta dificultad para interpretar y comprender los estados de conciencia de las masas, cómo se gestan y reproducen y, por ende, incidir sobre ellos. Esto es un imperativo para diseñar estrategias que tengan algún grado de efectividad en la sociedad, lo que no significa someter los objetivos propios al estado de conciencia media y rebajar o disfrazar las propuestas para hacerlas compatibles con momentos retardatarios.

Significa, en cambio, que es necesario comprender que en el estadio actual del capitalismo se han conformado estratos sociales crecientemente individualistas y aislados, cargados de incertidumbres, terrores y odios que les impiden co-ligarse de modo social y políticamente productivo para encarnar la defensa de sus propios intereses.

En ellos se cuelan el nihilismo radical, la apatía extrema y las opciones religiosas que ofrecen un sentido integral a una vida sin sentido. También encuentra eco la oferta de afirmación violenta de las jerarquías existentes, en crisis y decadencia, como una suerte de estrategia defensiva frente a una amenaza de igualación social que aplana los logros propios (reales o autopercibidos, actuales o potenciales) y desdibuja la autopercepción en un orden social caotizado.

Los progresismos del CINAL dejaron tras de sí la frustración de haber prometido lo que no pudieron cumplir sin avanzar sobre los poderosos.

Las izquierdas que los criticaron tampoco lograron articular respuestas autónomas superadoras. Los poderosos se rearmaron y conquistaron a los segmentos más lábiles y desencantados para una nueva épica restauradora.

Sabemos que esto terminará en fracaso, sino en tragedia. Sabemos que las lecciones serán amargas, pero no encontramos las herramientas efectivas para convencer sobre el carácter nefasto de las opciones que hoy toman visceralmente.

La cuestión es, como siempre, cómo rearmarse para enfrentarlas.

La extrema derecha se anima a dar explicaciones y “soluciones” simples y fuertes a un malestar muy profundo por el estado de cosas actual y ofrece liderazgos bizarros de contundencia alarmante.

Nos faltan, en cambio, los revulsivos por izquierda, porque o tenemos las opciones socialdemócratas o populistas, que rinden cuando se puede distribuir algo sin modificar estructuras, o las propuestas de la izquierda clásica, idénticas en todo tiempo y lugar desde hace 100 años.

Así, las ofertas de “novedad” y de cambio la terminan ofreciendo las derechas ultras, para arrastrarnos a la barbarie. Frenar a los Bolsonaros que nos acechan nos exige más convicciones, más comprensión de la realidad, más sensibilidad y más fuerza que nunca para renovar propuestas, preservar valores y profundizar las luchas.

(*) Doctora por la Universidad de Buenos Aires (Derecho Político- Area Teoría del Estado) y Magister en Administración Pública-UBA y Abogada-UBA. Es Profesora Titular Regular de las materias “Sociología Política” y “Administración y Políticas Públicas”, ambas de la Carrera de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, UBA.
Actualmente dirige el Instituto de Estudios para América Latina y el Caribe (IEALC) de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.

Fuente: Intersecciones

Nota:

(1) Denominamos “Ciclo de impugnación al neoliberalismo en América Latina” (CINAL), a la etapa de gobiernos de carácter popular abierta a fines del Siglo XX, para destacar su carácter fluido y en disputa, y para incluir los rasgos comunes que presentan los distintos procesos, más allá de sus especificidades nacionales.

Algunos de sus rasgos son:

1- surgió como resultado de un proceso de activación de luchas populares iniciado en los años 90 y que puso límites a las salidas propuestas por la ortodoxia neoliberal;

2- se desplegó en un contexto de la economía mundial caracterizado por el ascenso de China como comprador de los commodities que produce la región, lo que generó crecimiento económico y posibilitó políticas redistributivas;

3- reinstaló al Estado-Nación como actor preponderante, vis a vis el mercado mundial y le confirió mayores márgenes de autonomía relativa;

4- continuó o profundizó los esquemas productivos basados en la explotación de recursos naturales (extractivismo y reprimarización), alineados con el modelo de acumulación global;

5- entró en contradicción con demandas y proyectos de movimientos sociales que aspiran a cambios paradigmáticos y civilizatorios que superen el productivismo occidental;

6- predominó la utilización de recursos organizativos estatales existentes, por sobre el impulso al despliegue de instancias sociales autónomas que fueran capaces de sostener el dinamismo transformador (esto incluye la consolidación del formato representativo basado en elecciones regulares, que no solo permite la expresión de la voluntad ciudadana cada determinado período, sino que condiciona los ritmos políticos en función del calendario electoral);

7- resultó insuficiente para contrarrestar la recomposición de fuerzas capitalista que organizó una contraofensiva política.

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