por José Miguel Ahumada (*).
La derecha llegó al poder ofreciendo al país tres promesas: crecimiento, empleos de calidad, seguridad y un nuevo sello social.
Luego de intentar crear la idea de que Chile estaba iniciando un camino hacia un ‘Chilezuela’, ésta se presentó a sí misma como la vuelta al orden en lo político y al dinamismo en lo económico y donde ambas constituían sólidas bases para un nuevo giro social de la derecha.
El ministro Chadwick resumió en términos precisos el objetivo: ‘ordenar la casa y poner en marcha al país’.
Sin embargo, la idea de ‘ordenar la casa’ quedó virtualmente en coma luego de la muerte Camilo Catrillanca y la crisis de Carabineros. Mal que mal, si la institución que vela por el orden del hogar termina con un con un comunero mapuche asesinado en circunstancia aún hoy no claras y un fraude de alrededor de US$ 30 millones de dólares, es poca la confianza que la ciudadanía puede atribuirle a dicho objetivo.
En lo social, el gobierno no ha logrado imponer agenda alguna y, por el contrario, solo ha tenido medidas de reacción ante el avance de movimientos sociales contra las zonas de sacrificio ambientales y la emergencia feminista, ninguna de las cuales el gobierno estuvo preparado para afrontarlas.
En ese contexto, el gobierno encontró en el crecimiento su discurso redentor. No existió orden y no hubo agenda social, pero sí, esgrimió, sacó al país del atolladero económico y se lo volvió a poner en la senda del progreso con un 4% de crecimiento promedio el 2018 en contraste con el 1.5% en 2017.
En palabras del mismo Presidente Piñera, “La misión era rescatar a nuestro país (…) y poner a Chile nuevamente en el camino del progreso y del desarrollo. Recibimos un Chile que había perdido mucho de su fuerza, de su liderazgo, de su dinamismo. Nuestra acción durante el primer año de Gobierno ha sido fiel y consecuente con ese mandato.”
¿Qué tan cierto es el optimismo de Piñera con respecto al crecimiento?
Primero, el 4% de crecimiento se dio sin que el gobierno pudiera pasar ninguna de las reformas con las cuales prometía precisamente recuperar el dinamismo económico. El efecto, curiosamente, vino antes que su causa. Ni la reforma tributaria, ni la laboral, ni previsional han visto la luz del día. La agenda legislativa del gobierno quedó congelada ante la minoría en el parlamento y la contingencia política durante todo el 2018.
Lo que el gobierno no ha comentado es que la recuperación económica comenzó antes que la llegada de Piñera.
En efecto, ya el último trimestre del 2017 la economía había crecido un 3.3% y la inversión había pasado de caer en -0.9% en el tercer trimestre a crecimiento de 2.7% en el último trimestre.
La inversión como porcentaje del PIB aumentó de 20.4% en el primer trimestre a 23.7% a fines del 2017. El 2018 continuó la tendencia, por lo menos hasta el segundo trimestre del 2018. Esta reactivación económica tuvo que ver fundamentalmente con una mejora del precio del cobre que a la postre resulto más bien efímera. Cuando el precio vuelve a disminuir en el segundo semestre de 2018, el crecimiento cae a un 2.8% en el último trimestre del 2018 y, en marzo del 2019, la actividad económica únicamente creció un 2.4%.
La inversión, por su parte, se estancó en torno al 21% del PIB durante todo el periodo. Es precisamente por ese corto crecimiento (mediados 2017-mediados 2018) que las expectativas para este año han bajado a un 3.4%, las que a la luz del factor externo aparece sobre optimista. Así visto, este crecimiento es menos un resultado de las virtudes del gobierno de turno como más un rebote cíclico, según sentenció Todd Martínez de Fitch Rating.
Segundo, el crecimiento del 2018 no ha tenido un impacto sobre el empleo. Es más, de acuerdo al INE, el desempleo ha pasado de un 6.9% en el periodo noviembre-enero 2017 a un 7.5% en el mismo periodo el 2018, mientras la informalidad laboral llegó a un 40% del empleo total nacional, según indica la OIT.
¿Qué cuentas alegres puede sacar el gobierno ante un crecimiento mediocre, anclado en empleos informales y con un desempleo en torno al 7%?
Lo que el gobierno parece no entender es que el asunto del crecimiento nacional es más complejo y estructural de lo que piensa. No es un secreto de los economistas el que el dinamismo económico y la estructura distributiva dependen en gran medida de la estructura productiva sobre las cuales emergen.
Y en el caso chileno, la estructura productiva continúa anclada en un orden exportador extractivo (sustentado en explotación de recursos naturales y empleos de baja cualificación), una economía interna constituida por grandes oligopolios financiero-comerciales que imponen reglas sofocantes a la Pyme y la desplazan de las ventas totales, e inversiones extranjeras con débil encadenamientos productivos.
El resultado de aquello no es solo un tipo de crecimiento espurio y de ciclos cortos, sino una heterogeneidad estructural que profundiza las desigualdades, una fuerza laboral con baja cualificación y con alto grado de informalidad y una serie de ‘externalidades’ que emergen en múltiples áreas de la vida social.
Las protestas en torno a las zonas de sacrificio, la revuelta feminista que trae de vuelta el trabajo reproductivo precario sobre el cual se sostiene la informalidad laboral, y las movilizaciones contra las AFP son precisamente síntomas de las grietas de un tipo de crecimiento que, mientras no se tomen cartas en el asunto, seguirán copando la agenda al gobierno.
La desigualdad social causada por estas condiciones y por políticas públicas esencialmente pro-elites causan no solo costos sociales, sino que también enormes costos de eficiencia económica. Son estas condiciones estructurales las que precisamente limitan una expansión económica significativa que pudiera sacar al país de una trampa de mediocridad.
¿Pueden estos problemas estructurales del crecimiento nacional ser resueltos con una reforma tributaria regresiva, un paquete de medidas micro de mejora de las ‘expectativas’ de inversión y una reforma de control preventivo para mantener el orden?
Keynes sostenía que el problema del capitalismo no era que entrara en crisis terminales, sino que sus elites económicas carecían de las capacidades e incentivos para hacer pleno uso de las capacidades productivas disponibles, manteniendo una importante base laboral en desempleo y/o subempleo.
Así, el orden económico se estancaba en un interregno de mediocre estabilidad de la cual las medidas micro solo eran parches de un problema irresuelto.
Esa mediocridad solo acumulaba malestar y desafección.
No comprender ello es la máxima ceguera ideológica del gobierno y la causa profunda de sus problemas.
(*) Doctor en Estudios de Desarrollo de la Universidad de Cambridge, MSc en Estudios de Desarrollo London School of Economics, profesor asociado del Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Alberto Hurtado y autor de The Political Economy of Peripheral Development: Chile in the global economy (Palgrave, 2018, en publicación).
Fuente: The Clinic