Chile hizo agua y apareció el barro, el lodo y el material tóxico…. ¿De qué estamos hablando? ¿De la lluvia en el desierto?, ¿De las “externalidades negativas” de una promisoria economía? o ¿del lado oscuro de “respetables políticos” y “exitosos empresarios”? Para quienes somos realmente sistémicos (porque vemos el mundo como sistema y no porque adscribimos al actual modelo de desarrollo que nos rige), estamos hablando de todo a la vez, porque todo se relaciona entre sí.
Pero… ¿qué tienen que ver los desastres naturales con la economía y la corrupción?
Primero que todo, debemos señalar que la mayoría de los llamados “desastres naturales” no son tales, más aún en el caso de fenómenos meteorológicos. Si bien los desastres se producen porque hay un detonador que libera la energía potencial que puede almacenar un sistema natural, la energía liberada sólo será destructiva, si existe población e infraestructura vulnerables a las cuales afectar.
Cabe agregar, que –frente al cambio climático- tales detonadores tienen cada vez más su origen en condiciones meteorológicas inducidas por el ser humano, siendo más frecuentes y de mayor fuerza que antaño.
Aun así, no hemos hecho nada para reducir la vulnerabilidad frente a dichos fenómenos: seguimos desafiando a la naturaleza pavimentando los lechos de los ríos, desplazando las viviendas de los pobres a las quebradas, e ignorando la posibilidad de reducir el impacto de las potenciales fuerzas destructivas a través de protecciones como barreras naturales o artificiales, desagües para las aguas lluvias, etc.
Una vez que se desencadena el desastre, tampoco hay preparación para reaccionar y reducir su impacto, en tanto el restablecimiento de las condiciones esenciales de subsistencia es lento, genera heroicas pero innecesarias nuevas muertes, gatilla epidemias, profundiza la vulnerabilidad de la población y agudiza los desequilibrios sociales.
La reconstrucción, siempre lenta y cuestionable, suele reproducir las condiciones de exposición a las amenazas y vulnerabilidad de la población.
Pero, ¿por qué no hacemos nada para reducir estos riesgos? ¿Qué lo impide?
Sin duda, reducir los riesgos implica básicamente dos cosas: planificación de largo plazo e inversión. Cuando hablamos de “largo plazo” estamos considerando como referencia los tiempos de la economía, pero no los de la naturaleza.
En efecto, los tiempos de la economía y la naturaleza son distintos y lo que es “largo plazo” para la economía, en realidad son plazos muy breves para la naturaleza, más aún cuando los ciclos de ésta son alterados por la acción humana, como es el caso del calentamiento global de océanos y atmósfera, que reduce el tiempo entre eventos meteorológicos extremos, que actúan como detonantes para la ocurrencia de desastres.
Entonces, si sabemos que tales eventos ocurren con una periodicidad de 20 o 30 años, debemos prepararnos para reducir la vulnerabilidad de la población y la infraestructura, buscando localizaciones menos expuestas a las amenazas, reguladas a través de instrumentos de planificación territorial, que no sólo tengan efecto sobre las áreas urbanas, sino sobre la totalidad del territorio.
Del mismo modo, la infraestructura que inevitablemente se ha de emplazar en zonas de riesgo, debe considerar estructuras de defensa y mitigación diseñadas para eventos realmente extremos y no para aquéllos que se desarrollan en rangos normales.
Sin embargo, no es parte de nuestro modelo económico de libre mercado “planificar”, ni tampoco invertir recursos de aprovechamiento incierto en el corto plazo, que sólo reducen la rentabilidad de quien invierte. Asimismo, prevenir los riesgos que provocan los depósitos de residuos tóxicos de la minería no resulta rentable y es mejor considerarlos como una “externalidad negativa” de tan relevante actividad.
Entonces, la economía sí importa, porque según el modelo que utilicemos, será más apropiado o no planificar e invertir en la prevención y reducción de riesgos de desastre y, claramente, nuestro actual modelo económico no propicia lo anterior. Por el contrario, el modelo favorece la “libertad individual” (de quien posee recursos financieros), la priorización –ante todo- de la rentabilidad privada y la ganancia excesiva (lucro), en desmedro del bien común.
Ello determina que, por ejemplo, no se realicen obras de protección o éstas resulten insuficientes, y la población vulnerable sea desplazada a los suelos más baratos, pero también más expuestos a los riesgos. Si a lo anterior se suma la acción o inacción de políticos corruptos, más preocupados de sí mismos y de lograr ganancias materiales en el corto plazo, que de velar por los intereses comunitarios de largo plazo, resulta evidente la relación entre desastres, economía y corrupción.
(*) Dr. rec nat.
Fuente: Primera Piedra