Eran esas ideas que se le ocurrían a Peralta, él no daba mayores explicaciones pero esa vez se abrió un poco más y dijo que era como el cuento de la carta robada, Estévez no entendió al principio y se quedó mirándolo a la espera de más; Peralta se encogió de hombros como quien renuncia a algo y le alcanzó la entrada para la pelea, Estévez vio bien grande un número 3 en rojo sobre fondo amarillo, y abajo 235; pero ya antes, cómo no verlo con esas letras que saltaban a los ojos, Monzón v. Nápoles. La otra entrada se la harán llegar a Walter, dijo Peralta. Vos estarás ahí antes de que empiecen las peleas (nunca repetía instrucciones, y Estévez escuchó repitiendo cada frase) y Walter llegará en la primera preliminar, tiene el asiento a tu derecha. Cuidado con los que se avivan a último momento y buscan mejor sitio, decile algo en español para estar seguro. El vendrá con una de esas carteras que usan los hippies, la pondrá entre los dos si es un tablón y en el suelo si son sillas. No le hablés más que de las peleas y fijate bien alrededor, seguro habrá mexicanos o argentinos, tenelos bien marcados para el momento en que pongas el paquete en la cartera. ¿Walter sabe que la cartera tiene que estar abierta?, preguntó Estévez. Sí, dijo Peralta como sacándose una mosca de la solapa, solamente esperá hasta el final cuando ya nadie se distrae. Con Monzón es difícil distraerse, dijo Estévez. Con Mantequilla tampoco, dijo Peralta. Nada de charla, acordate. Walter se irá primero, vos dejá que la gente vaya saliendo y andate por otra puerta.
Volvió a pensar en todo eso como un repaso final mientras el metro lo llevaba a la Défense entre pasajeros que por la pinta iban también a ver la pelea, hombres de a tres o cuatro, franceses marcados por la doble paliza de Monzón a Bouttier, buscando una revancha vicaria o acaso ya conquistados secretamente. Qué idea genial la de Peralta, darle esa misión que por venir de él tenía que ser crítica, y a la vez dejarlo ver de arriba una pelea que parecía para millonarios. Ya había comprendido la alusión a la carta robada, a quién se le iba a ocurrir que Walter y él podrían encontrarse en el box, en realidad no era una cuestión de encuentro porque eso podía haber ocurrido en mil rincones de París, sino de responsabilidad de Peralta que medía despacio cada cosa. Para los que pudieran seguir a Walter o seguirlo a él, un cine o un café o una casa eran posibles lugares de encuentro, pero esa pelea valía como una obligación para cualquiera que tuviese la plata suficiente, y si por ahí los seguían se iban a dar un chasco del carajo delante de la carpa de circo montada por Alain Delon: allí no entraría nadie sin el papelito amarillo, y las entradas estaban agotadas desde una semana antes, lo decían todos los diarios. Más todavía a favor de Peralta, si por ahí lo venían siguiendo o lo seguían a Walter, imposible verlos juntos ni a la entrada ni a la salida, dos aficionados entre miles y miles que asomaban como bocanadas de humo del metro y de los ómnibus, apretándose a medida que el camino se hacía uno solo y la hora se acercaba.
Vivo, Alain Delon: una carpa de circo montada en un terreno baldío al que se llegaba después de cruzar una pasarela y seguir unos caminos improvisados con tablones. Había llovido la noche anterior y la gente no se apartaba de los tablones, ya desde la salida del metro orientándose por las enormes flechas que indicaban el buen rumbo y Monzón-Nápoles a todo color. Vivo Alain Delon, capaz de meter sus propias flechas en el territorio sagrado del metro aunque le costara plata. A Estévez no le gustaba el tipo, esa manera prepotente de organizar el campeonato mundial por su cuenta, armar una carpa y dale que va previo pago de qué sé yo cuánta guita, pero había que reconocer, algo daba en cambio, no hablemos de Monzón y Mantequilla pero también las flechas de colores en el metro, esa manera de recibir como un señor, indicándole el camino a la hinchada que se hubiera armado un lío en las salidas y los terrenos baldíos llenos de charcos. Estévez llegó como debía, con la carpa a medio llenar, y antes de mostrar la entrada se quedó mirando un momento los camiones de la policía y los enormes trailers iluminados por fuera pero con cortinas oscuras en las ventanillas, que comunicaban con la carpa por galerías cubiertas como para llegar a un jet. Ahí están los boxeadores, pensó Estévez, el trailer blanco y más nuevo seguro que es el de Carlitos, a ése no me lo mezclan con los otros. Nápoles tendría su trailer del otro lado de la carpa, la cosa era científica y de paso pura improvisación, mucha lona y trailers encima de un terreno baldío. Así se hace la guita, pensó Estévez.
Su fila, la quinta a partir de la zona del ringside, era un tablón con los números marcados en grande, ahí parecía haberse acabado la cortesía de Alain Delon porque fuera de las sillas del ringside el resto era de circo y de circo malo, puros tablones aunque eso sí unas acomodadoras con minifaldas que te apagaban de entrada toda protesta. Estévez verificó por su cuenta el 235, aunque la chica le sonreía mostrándole el número como si él no supiera leer, y se sentó a hojear el diario que después le serviría de almohadilla. Walter iba a estar a su derecha, y por eso Estévez tenía el paquete con la plata y los papeles en el bolsillo izquierdo del saco; cuando fuera el momento podría sacarlo con la mano derecha, llevándolo inmediatamente hacia las rodillas lo deslizaría en la cartera abierta a su lado.
La espera se le hacía larga, había tiempo para pensar en Marisa y en el pibe que estarían acabando de cenar, el pibe ya medio dormido y Marisa mirando la televisión. A lo mejor pasaban la pelea y ella la veía, pero él no iba a decirle que había estado, por lo menos ahora no se podía, a lo mejor alguna vez cuando las cosas estuvieran más tranquilas. Abrió el diario sin ganas (Marisa mirando la pelea, era cómico pensar que no le podría decir nada con las ganas que tendría de contarle, sobre todo si ella le comentaba de Monzón y de Nápoles), entre las noticias de Vietnam y las noticias de policía la carpa se iba llenando, detrás de él un grupo de franceses discutía las chances de Nápoles, a su izquierda acababa de instalarse un tipo cajetilla que primero observó largamente y con una especie de horror el tablón donde iban a envilecerse sus perfectos pantalones azules. Más abajo había parejas y grupos de amigos, y entre ellos tres que hablaban con un acento que podía ser mexicano; aunque Estévez no era muy ducho en acentos, los hinchas de Mantequilla debían abundar esa noche en que el retador aspiraba nada menos que a la corona de Monzón. Aparte del asiento de Walter quedaban todavía algunos claros, pero la gente se agolpaba en las entradas de la carpa y las chicas tenían que emplearse a fondo para instalar a todo el mundo. Estévez encontraba que la iluminación del ring era demasiado fuerte y la música demasiado pop, pero ahora que empezaba la primera preliminar el público no perdía tiempo en críticas y seguía con ganas una mala pelea a puro zapallazo y clinches; en el momento en que Walter se sentó a su lado Estévez llegaba a la conclusión de que ése no era un auténtico público de box, por lo menos alrededor de él; se tragaban cualquier cosa por esnobismo, por puro ver a Monzón o a Nápoles.
-Disculpe -dijo Walter acomodándose entre Estévez y una gorda que seguía la pelea semiabrazada a su marido también gordo y con aire de entendido.
-Póngase cómodo -dijo Estévez-. No es fácil, estos franceses calculan siempre para flacos.
Walter se rió mientras Estévez empujaba suave hacia la izquierda para no ofender al de los pantalones azules: al final quedó espacio para que Walter pasara la cartera de tela azul desde las rodillas al tablón. Ya estaban en la segunda preliminar que también era mala, la gente se divertía sobre todo con lo que pasaba fuera del ring, la llegada de un espeso grupo de mexicanos con sombreros de charro pero vestidos como lo que debían ser, bacanes capaces de fletar un avión para venirse a hinchar por Mantequilla desde México, tipos petisos y anchos, de culos salientes y caras a lo Pancho Villa, casi demasiado típicos mientras tiraban los sombreros al aire como si Nápoles ya estuviera en el ring, gritando y discutiendo antes de incrustarse en los asientos del ringside. Alain Delon debía tenerlo todo previsto porque los altoparlantes escupieron ahí nomás una especie de corrido que los mexicanos no dieron la impresión de reconocer demasiado. Estévez y Walter se miraron irónicos, y en ese mismo momento por la entrada más distante desembocó un montón de gente encabezado por cinco o seis mujeres más anchas que altas, con pullovers blancos y gritos de “¡Argentina, Argentina!”, mientras los de atrás enarbolaban una enorme bandera patria y el grupo se abría paso contra acomodadoras y butacas, decidido a progresar hasta el borde del ring donde seguramente no estaban sus entradas. Entre gritos delirantes terminaron por armar una fila que las acomodadoras llevaron con ayuda de algunos gorilas sonrientes y muchas explicaciones hacia dos tablones semivacíos, y Estévez vio que las mujeres lucían un Monzón negro en la espalda del pullover.
(…) Hubo como un cambio instantáneo en el aire, algo se trepó a la garganta de Estévez; de los altoparlantes venía un tango tocado por una orquesta que bien podía ser la de Pugliese. Sólo entonces Walter lo miró de lleno y con simpatía, y Estévez se preguntó si sería un compatriota. Casi no habían cambiado palabra aparte de algún comentario pegado a una acción en el ring, a lo mejor uruguayo o chileno pero nada de preguntas. Peralta había sido bien claro, gente que se encuentra en el box y da la casualidad que los dos hablan español, pare de contar.
-Bueno, ahora sí -dijo Estévez. Todo el mundo se levantaba a pesar de las protestas y los silbidos, por la izquierda un revuelo clamoroso y los sombreros de charro volando entre ovaciones. Mantequilla trepaba al ring que de golpe parecía iluminarse todavía más, la gente miraba ahora hacia la derecha donde no pasaba nada, los aplausos cedían a un murmullo de expectativa y desde sus asientos Walter y Estévez no podían ver el acceso al otro lado del ring, el casi silencio y de pronto el clamor como única señal, bruscamente la bata blanca recortándose contra las cuerdas, Monzón de espaldas hablando con los suyos. Nápoles yendo hacia él, un apenas saludo entre flashes y el árbitro esperando que bajaran el micrófono, la gente que volvía a sentarse poco a poco, un último sombrero de charro yendo a parar muy lejos, devuelto en otra dirección por pura joda, bumerang tardío en la indiferencia porque ahora las presentaciones y los saludos, Georges Carpentier, Nino Benvenuti, un campeón francés, Jean Claude Bouttier, fotos y aplausos y el ring vaciándose de a poco, el himno mexicano con más sombreros y al final la bandera argentina desplegándose para esperar el himno, Estévez y Walter sin pararse aunque a Estévez le dolía pero no era cosa de chambonear a esa altura, en todo caso le servía para saber que no tenía compatriotas demasiado cerca, el grupo de la bandera cantaba al final del himno y el trapo azul y blanco se sacudía de una manera que obligó a los gorilas a correr para ese lado por las dudas, la voz anunciando los nombres y los pesos, segundos afuera.
-¿Qué pálpito tenés? -preguntó Estévez. Estaba nervioso, infantilmente emocionado ahora que los guantes se rozaban en el saludo inicial y Monzón, de frente, armaba esa guardia que no parecía una defensa, los brazos largos y delgados, la silueta casi frágil frente a Mantequilla más bajo y morrudo, soltando ya dos golpes de anuncio.
-Siempre me gustaron los desafiantes -dijo Walter, y atrás un francés explicando que a Monzón lo iba a ayudar la diferencia de estatura, golpes de estudio, Monzón entrando y saliendo sin esfuerzo, round casi obligadamente parejo. Así que le gustaban los desafiantes, desde luego no era argentino porque entonces; pero el acento, clavado un uruguayo, le preguntaría a Peralta que seguro no le contestaría. En todo caso no debía llevar mucho tiempo en Francia porque el gordo abrazado a su mujer le había hecho algún comentario y Walter contestaba en forma tan incomprensible que el gordo hacía un gesto desalentado y se ponía a hablar con uno de más abajo. Nápoles pega duro, pensó Estévez inquieto, dos veces había visto a Monzón tirarse atrás y la réplica llegaba un poco tarde, a lo mejor había sentido los golpes. Era como si Mantequilla comprendiera que su única chance estaba en la pegada, boxearlo a Monzón no le servía como siempre le había servido, su maravillosa velocidad encontraba como un hueco, un torso que viraba y se le iba mientras el campeón llegaba una, dos veces a la cara y el francés de atrás repetía ansioso ya ve, ya ve como lo ayudan los brazos, quizá la segunda vuelta había sido de Nápoles, la gente estaba callada, cada grito nacía aislado y era como mal recibido, en la tercera vuelta Mantequilla salió con todo y entonces lo esperable, pensó Estévez, ahora van a ver la que se viene, Monzón contra las cuerdas, un sauce cimbreando, un uno-dos de látigo, el clinch fulminante para salir de las cuerdas, una agarrada mano a mano hasta el final del round, los mexicanos subidos en los asientos y los de atrás vociferando protestas o parándose a su vez para ver.
-Linda pelea, che -dijo Estévez-, así vale la pena.
-Ajá.
Sacaron cigarrillos al mismo tiempo, los intercambiaron sonriendo, el encendedor de Walter llegó antes, Estévez miró un instante su perfil, después lo vio de frente, no era cosa de mirarse mucho, Walter tenía el pelo canoso pero se lo veía muy joven, con los blue-jeans y el polo marrón. ¿Estudiante, ingeniero? Rajando de allá como tantos, entrando en la lucha, con amigos muertos en Montevideo o Buenos Aires, quién te dice en Santiago, tendría que preguntarle a Peralta aunque después de todo seguro que no volvería a verlo a Walter, cada uno por su lado se acordaría alguna vez que se había encontrado la noche de Mantequilla que se estaba jugando a fondo en la quinta vuelta, ahora con un público de pie y delirante, los argentinos y los mexicanos barridos por una enorme ola francesa que veía la lucha más que los luchadores, que atisbaba las reacciones, el juego de piernas, al final Estévez se daba cuenta de que casi todos entendían la cosa a fondo, apenas uno que otro festejando idiotamente un golpe aparatoso y sin efectos mientras se perdía lo que de veras estaba sucediendo en ese ring donde Monzón entraba y salía aprovechando una velocidad que a partir de ese momento distanciaba más y más la de Mantequilla cansado, tocado, batiéndose con todo frente al sauce de largos brazos que otra vez se hamacaba en las sogas para volver a entrar arriba y abajo, seco y preciso. Cuando sonó el gong, Estévez miró a Walter que sacaba otra vez los cigarrillos.
-Y bueno, es así -dijo Walter tendiéndole el paquete-. Si no se puede no se puede.
Era difícil hablarse en el griterío, el público sabía que el round siguiente podría ser el decisivo, los hinchas de Nápoles lo alentaban casi como despidiéndolo, pensó Estévez con una simpatía que ya no iba en contra de su deseo ahora que Monzón buscaba la pelea y la encontraba y a lo largo de veinte interminables segundos entrando en la cara y el cuerpo mientras Mantequilla apuraba el clinch como quien se tira al agua, cerrando los ojos. No va a aguantar más, pensó Estévez, y con esfuerzo sacó la vista del ring para mirar la cartera de tela en el tablón, habría que hacerlo justo en el descanso cuando todos se sentaran, exactamente en ese momento porque después volverían a pararse y otra vez la cartera sola en el tablón, dos izquierdas seguidas en la cara de Nápoles que volvía a buscar el clinch, Monzón fuera de distancia, esperando apenas para volver con un gancho exactísimo en plena cara, ahora las piernas, había que mirar sobre todo las piernas, Estévez ducho en eso veía a Mantequilla pesado, tirándose adelante sin ese ajuste tan suyo mientras los pies de Monzón resbalaban de lado o hacia atrás, la cadencia perfecta para que esa última derecha calzara con todo en pleno estómago, muchos no oyeron el gong en el clamoreo histérico pero Walter y Estévez, sí. Walter se sentó primero enderezando la cartera sin mirarla y Estévez, siguiéndolo más despacio, hizo resbalar el paquete en una fracción de segundo y volvió a levantar la mano vacía para gesticular su entusiasmo en las narices del tipo de pantalón azul que no parecía muy al tanto de lo que estaba sucediendo.
(…) Todo el mundo parado a la espera de la campana del séptimo round, un brusco silencio incrédulo y después el alarido unánime al ver la toalla en la lona, Nápoles siempre en su rincón y Monzón avanzando con los guantes en alto, más campeón que nunca, saludando antes de perderse en el torbellino de los abrazos y los flashes. Era un final sin belleza pero indiscutible. Mantequilla abandonaba para no ser el punching-ball de Monzón, toda esperanza perdida ahora que se levantaba para acercarse al vencedor y alzar los guantes hasta su cara, casi una caricia mientras Monzón le ponía los suyos en los hombros.
-Fue una linda pelea -le dijo a Walter que se colgaba la cartera del hombro y movía los pies como si se hubiera acalambrado.
-Podría haber durado más -dijo Walter-, seguro que los segundos de Nápoles no lo dejaron salir.