jueves, noviembre 14, 2024
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Constitucionalismo Democrático: Una Respuesta al Enfrentamiento entre Constitucionalismo de las Elites y Constitucionalismo Popular

En una columna anterior observé que durante el último quinquenio, hemos sido testigos del enfrentamiento público entre dos tipos de discursos y de praxis en torno a lo constitucional: el constitucionalismo de las élites y el constitucionalismo popular. El primero corresponde a la praxis de consensualismo entre ciertas élites –específicamente, los sectores de la élite política binominal que dieron conducción a la transición y las élites económicas– así como al discurso de los profesionales del derecho que articulan la legalidad vigente como fuente de legitimidad de dicho pacto. El segundo consiste en una praxis popular de rebeldía, desafío y protesta frente al primero, así como en un discurso constituyente de carácter popular y no profesional, volitivo y no intelectivo, sobre la necesidad de crear un nuevo orden constitucional.

 

En esta columna quisiera identificar a un tercer tipo de constitucionalismo, que comparte los propósitos del constitucionalismo popular, al tiempo que comparte las formas profesionales que caracterizan al constitucionalismo de las élites. Denominaré a este tercer tipo de constitucionalismo como constitucionalismo democrático.

La distinción fundamental entre el constitucionalismo de las élites y el constitucionalismo democrático es de carácter político: mientras que el primero, con diferentes estrategias retóricas y en diferentes grados, defiende la legitimidad del orden constitucional construido a través del consenso intraelitario durante las últimas dos décadas y media, el segundo cuestiona la legitimidad del mismo, y propugna su reemplazo –ya sea en el mediano o largo plazo, o en el aquí y ahora– a través de mecanismos que aseguren la más amplia participación de la ciudadanía y, particularmente, de los sectores sociales subalternos. Detrás de dicha diferencia política, a menudo, subyacen también diferencias ocupacionales y vocacionales.

Mientras los constitucionalistas de las élites suelen ser brokers del poder, abogados de altos aranceles que pasan de ofertar sus servicios en el mercado jurídico a proporcionar asistencia legislativa o judicial a las instituciones políticas, los constitucionalistas democráticos suelen estar situados al margen de dichos espacios, a menudo localizados en la academia o las organizaciones no gubernamentales.

La correlación entre identidad política e identidad ocupacional se presenta de manera inversa en el caso del constitucionalismo democrático y el constitucionalismo popular. Políticamente, el objetivo de ambos es acabar con el pacto intraelitario reflejado en la constitución de Pinochet, Guzmán, Aylwin y Lagos. Pero esta coincidencia política no debiera llevarnos a vestir al constitucionalismo democrático con ropajes sociales que no son suyos. El constitucionalista democrático puede aspirar a servir como intelectual orgánico al movimiento constituyente popular, pero no puede pretender reemplazar al mismo, situación que ocurriría si pretendiera estar situado al interior de dicho movimiento.

Por supuesto, es posible que el constitucionalista democrático participe de espacios políticos comunes con aquel movimiento, así como que conozca personalmente a sus integrantes. Pero al ser un profesional del derecho, el constitucionalista democrático tiene compromisos de otro orden, compromisos específicamente disciplinarios, que probablemente le llevan a percibir la realidad de una forma distinta a como la perciben los integrantes del movimiento constituyente popular.

Ello le situará en la posición de quien desee persuadir, convencer y, eventualmente, incluso liderar a un movimiento integrado por quienes no necesariamente ven las cosas como las ve él. Por ello, entre constitucionalistas democráticos y movimiento constituyente popular habrá dinámicas de poder que invisibilizaríamos analíticamente si creyéramos que el constitucionalista democrático es, simplemente, uno más dentro del movimiento constituyente popular.

Para no pavimentar la construcción de un movimiento de tipo vanguardista (“leninista”) en el cual propugnemos que unos pocos, en virtud de su saber, interpretan mejor que nadie las demandas de los muchos, es que debemos mantener conceptualmente apartado al profesional jurídico del resto del movimiento constituyente popular.

Hechas esas aclaraciones, podemos enfrentar otra pregunta. ¿Qué contenido específicamente caracteriza al constitucionalismo democrático? ¿Qué justifica tal denominación? Responder esta interrogante exige volver nuevamente la mirada al contraste inicial para comprender cómo surge dialécticamente el constitucionalismo democrático de la contradicción entre constitucionalismo de las élites y constitucionalismo popular.

El constitucionalismo de las élites, que corresponde a nuestra actual positividad, a aquello que efectivamente existe, niega discursivamente la participación en la formación de la voluntad soberana a quienes no desempeñen funciones institucionales, pero en los hechos permite tal participación a quienes, no formando oficialmente parte de las instituciones, detentan un poder de hecho o fáctico en virtud de su membresía en la élite.

El constitucionalismo popular niega la legitimidad de dicho arreglo constitucional a través de estrategias extrainstitucionales de cuestionamiento y conflicto. El constitucionalismo democrático, en esa oposición, simultáneamente reivindica la importancia de las formas institucionales y la demanda por participación de quienes no integran la élite, a través de propuestas de renovación de las instituciones que les permitan visibilizar y canalizar los conflictos propios de la vida social.

El trayecto del constitucionalismo de las élites hacia el constitucionalismo democrático a través del constitucionalismo popular corresponde, en consecuencia, a un desenvolvimiento histórico motivado por aquello que Axel Honneth caracteriza como la lucha por el reconocimiento jurídico, esto es, la lucha de algunos –en este caso, quienes no integran la élite– por lograr que otros –en este caso, las élites y sus instituciones– reconozcan su igual capacidad moral de tomar decisiones y hacerse responsables de ellas.

El contenido mismo de aquella lucha, señala Honneth ([1992] 1997: 136), es históricamente contingente, pues de “la inicial indeterminación de lo que constituye el estatus de una persona responsable, resulta una apertura estructural del derecho moderno a paulatinas ampliaciones y precisiones”. Hoy, en Chile, el constitucionalismo popular es la forma que adopta la lucha de los sectores populares por el reconocimiento jurídico; y el constitucionalismo democrático habrá de corresponder a su éxito, en la forma de una Constitución que institucionalice el derecho de quienes no integran la élite plantear dentro de la institucionalidad sus cuestionamientos a las relaciones de poder socialmente existentes.

Ahora bien, ¿qué significa que el constitucionalismo democrático institucionalice el conflicto? Desde luego, es posible sostener que en toda sociedad donde existan derechos y libertades de participación política, el conflicto está ya institucionalizado en la forma de la competencia electoral. Esa es, por así decirlo, la ‘línea de base’ o indicador mínimo que permite caracterizar a una comunidad política como una democracia constitucional. La pregunta, desde la perspectiva del constitucionalismo democrático, es cuánto más allá avanza la Constitución de la comunidad política en cuestión en cuanto a institucionalizar el conflicto.

Por ejemplo, ciertas libertades de participación política, por ejemplo, existían en el Chile de Portales. Pero las instituciones, procedimientos, prácticas y discursos de carácter constitucional propias de aquel período no institucionalizaban sino que extirpaban del proceso político ciertos conflictos propios de la época, tales como el conflicto entre concepciones autocráticas y concepciones parlamentarias sobre el gobierno, o las disputas de poder entre la élite metropolitana y ciertas élites provinciales. La vibrante libertad de prensa que caracterizó al período anterior a la Batalla de Lircay fue reemplazada por la censura y la restricción.

Asimismo, la constitución de dicha época, incluyendo ahora en este término también las condicionantes culturales y políticas del período, hacía imposible siquiera imaginarse la formulación misma de otro tipo de conflictos, protagonizados por sujetos sociales que aún no habían adquirido conciencia de su posición social de subordinación, o, dicho en términos marxianos, que aún no se habían constituido como grupos para sí. El período portaliano representa, en este sentido, una primera versión del modelo de constitucionalismo de las élites; una versión particularmente autoritaria y represiva, que anuncia lo que ocurrirá posteriormente en Chile entre 1973 a 1990.

Esta situación cambió lentamente. A partir de la década de 1860, comenzó a articularse un movimiento popular de artesanos y obreros mineros e industriales que, desde su propia identidad, la que Grez ([1997] 2007) ha descrito como mayoritariamente liberal popular, adquirió el estatus de un sujeto social autónomo y participó en los procesos de liberalización y democratización del régimen político, al tiempo que planteó durante todo el período demandas bienestaristas relacionadas con sus condiciones de vida.

Algunas de dichas demandas entrarían en la institucionalidad durante el tránsito al siglo XX, tales como la protección laboral y otras formas de seguridad social (Yáñez 2008) o la provisión pública de servicios de salud (Molina 2010: 37-69). Durante todo este período, el constitucionalismo de las élites sigue vigente, en cuanto incluso las decisiones sobre incorporación al sistema de demandas sociales se toman en función de los intereses y los tiempos de las élites, como lo refleja no sólo la tardanza en responder legislativamente a las demandas de los trabajadores masacrados en Santa María de Iquique en 1907, sino también la orientación de la legislación social promulgada en el período, la que, como ha señalado Yáñez (2008: 120-135), buscaba crear mecanismos de disciplinamiento y control de los trabajadores. Sin perjuicio de ello, durante la “república liberal” (1860–1890) y el “parlamentarismo” (1890–1925), las actitudes de las élites se vuelven más inclusivas en comparación con el período portaliano, presagiando en este sentido la comparación que posteriormente podrá ser hecha entre el período de la Transición y la dictadura cívico-militar.

El punto de inflexión, en lo que aquí nos interesa, ocurre con la articulación tras el colapso del “parlamentarismo” durante septiembre de 1924, de una demanda específicamente constituyente, encarnada el llamado a crear una Asamblea Nacional Constituyente que realizaron diversos movimientos de obreros, estudiantes y profesores. El aplastamiento de dicha demanda por parte de Arturo Alessandri con respaldo del alto mando del Ejército (Salazar 2009: 76-120) representó, desde luego, una importante victoria de la política antipopular y elitaria. Pero la historia posterior del período evidenció que las reglas que constituyen al proceso político y la sociedad en general desbordan los límites del texto constitucional mismo. La renovada legitimidad de los sujetos colectivos no pertenecientes a la élite les permitió a diversos actores, particularmente a los sindicatos industriales, incorporarse a la discusión del modelo de desarrollo y de la distribución de sus beneficios, en un arreglo institucional conocido como el Estado de Compromiso.

El sistema electoral proporcional favoreció la participación institucional de una diversidad de actores y de proyectos políticos, los cuales canalizaban hacia la deliberación parlamentaria los intereses de actores sociales con los cuales mantenían una estrecha vinculación a través de estrategias de alianzas y la membresías simultánea de numerosos actores en el frente ‘social’ y el frente ‘político’; pilar del Estado de Compromiso que Jaime Guzmán denominaría como “politización de los cuerpos intermedios” y lo combatiría duramente. Surge también una prensa plural, representativa de la heterogeneidad política.

Se da así lo que Norbert Lechner denominó como institucionalización del conflicto de clases, con la siguiente observación: “[l]a institucionalización es la reglamentación formal del conflicto, no su abolición. La superación del conflicto implicaría la superación de los antagonismos de clases, o sea, la abolición de la dominación. Pero mientras no sea alcanzada esa meta, el conflicto de clases será permanente. En ese sentido, el conflicto institucionalizado puede entenderse como una fase histórica del conflicto de clases” (Lechner [1970] 2012: 63).

Lechner evidencia, a través de su análisis del período posterior a la llegada al gobierno del Frente Popular, las ambigüedades de la institucionalización del conflicto de clases en el Chile del Estado de Compromiso. La incorporación de nuevos sujetos sociales a la deliberación parlamentaria limita “la exclusividad de los intereses oligárquicos”, pero también contribuye a “la domesticación del conflicto social”; “lo que en 1938 aparece como la conquista del poder político por la clase dominada, se descubre como la sutil perpetuación de la dominación oligárquica” (Lechner [1970] 2012: 64).

Lo que es más, la inclusión de sujetos colectivos subalternos no fue simultánea, ni tampoco linear. La marginación durante casi todo el período de los trabajadores agrícolas, impedidos de sindicalizarse y por lo tanto de construir autónomamente su identidad y sus demandas gracias a leyes aprobadas por parlamentarios radicales, liberales y conservadores vinculados a los sectores terratenientes (Correa, 2004: 91-109), y la represión de sindicatos y del Partido Comunista mediante leyes de facultades presidenciales extraordinarias y de la Ley de Defensa Permanente de la Democracia (Huneeus, 2009: 119-268) representaron importantes éxitos de la élite en su esfuerzo por excluir de la vida nacional fuentes de conflictividad y actores conflictivos.

Significativamente, una alianza parlamentaria entre partidos unidos por su oposición a la candidatura de Jorge Alessandri, el Bloque de Saneamiento Democrático, logró en 1958 poner fin a la proscripción del Partido Comunista, y, a través de la creación de la cédula electoral única, buscó poner fin al cohecho practicado fundamentalmente en el sector agrícola por los partidos de la élite. A partir de ese momento surge un ciclo político en que la movilización de campesinos y pobladores agudiza los procesos de conflictividad social en el marco de procesos de reforma de la propiedad agrícola y urbana, en un contexto en que no sólo subsisten eventos de represión estatal sino que también surge la violencia patronal como respuesta a la movilización popular. Finalmente, la izquierda llega al poder.

En la lectura de Atria (2014) de dicho período, ello acerca a su culminación el proceso de apropiamiento de la Constitución por parte del pueblo. Trágicamente, ese proceso es interrumpido desde la alianza entre militares y civiles, desde los cuales surgen las teorías que darán legitimidad a la imposición de un nuevo texto constitucional.

Esta breve narrativa histórica busca proveer un contexto que permita comprender los mecanismos involucrados en una institucionalización del conflicto político que vaya más allá del mero establecimiento de libertades de participación política. Las reglas constitucionales sobre competencia electoral y son importantes, desde luego. Como observa Atria (2013: 66), comparando el documento surgido en 1925 con el impuesto en 1980, “[f]ue la ausencia de trampas lo que hizo posible que el pueblo, no estando constitucionalmente neutralizado, actuara apropiándose de la Constitución de 1925, de modo que esta es recordada en la memoria republicana chilena como una Constitución ‘democrática’”.

Pero también son importantes las condiciones que favorecen o dificultan la formación de sujetos populares (sindicalización) y su involucramiento en el conflicto público (represión de la protesta); y las circunstancias que monopolizan o dispersan la influencia sobre la opinión pública, particularmente a través de la prensa. Dichas circunstancias hacen posible el despliegue de conflictos sobre el modelo productivo y la distribución de sus beneficios en relativa igualdad de condiciones.

En resumen, el constitucionalismo democrático puede contribuir a la lucha del constitucionalismo popular ayudándole a clarificar sus propósitos, y proveyéndole de un contexto histórico y teórico que evidencie las condiciones de posibilidad de la participación popular en la conducción institucionalizada de lo público.

Pero el constitucionalismo democrático no puede ignorar que no es debido a sí mismo, sino debido al movimiento constituyente popular, que sus propuestas pueden soñar con la posibilidad de llegar a ser realidad. Por ello, el constitucionalismo democrático, es decir, el discurso de académicos y otros profesionales similarmente situados no debe invisibilizar al movimiento constituyente popular pretendiendo que son una y la misma cosa. Ambos han de aprender a reconocerse como diferentes en una misma acción.

Fuente: Red Seca

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