Hace casi un siglo, Edward Bernays observó con satisfacción cómo una “reacción” había tomado forma ante el peligroso avance de la democracia, el sufragio y la educación universales.
Un trío que amenazaba con tomar el poder de la aristocracia tradicional para dárselo a las masas, a la plebe.
Desde entonces, la “reacción” celebrada por el famoso padre de las relaciones públicas –la propaganda–, ha sido el instrumento de gobierno por excelencia. Ella es a la democracia “lo que el garrote a la dictadura”, en palabras de uno de los intelectuales vivos más importante de nuestros tiempos, Noam Chomsky.
La fundamental importancia de la técnica propagandística en el manejo de las masas, es decir, su carácter crucial en esto que hoy llamamos democracia, no ha logrado sacarla a la luz ni ponerla sobre el tapete.
La guerra psicológica continúa siendo territorio exclusivo de espías, políticos encumbrados y “estados profundos”.
La manipulación a través de los medios de comunicación masiva no es enseñada en los colegios y universidades.
La razón es bastante obvia: uno no le explica a su víctima los métodos por los cuales la va a engañar.
En virtud de su alta polarización, las recientes elecciones peruanas nos han dejado ricas lecciones en guerra psicológica.
La repetición constante de palabras clave, como las que hacen el título de este texto, sirve para suscitar el miedo irracional –activando reacciones primarias y subconscientes–, pero también para excluir y condenar a enormes segmentos de la sociedad a una ciudadanía de segunda clase. Ellos serían los proverbiales “terrucos” y “comunistas” del siglo XXI.
Gobernar por el miedo
La primacía de la propaganda en el mundo contemporáneo, sin embargo, va mucho más allá de la simple manipulación de las masas a través de la información, la palabra y el símbolo: ella ha convertido al miedo –esa fuente inagotable de enfermedad mental– en una extendidísima plaga.
Ante la reciente expansión del coronavirus –por citar un ejemplo–, varios gobiernos del mundo optaron por someter a sus ciudadanos a una serie de medidas paliativas controversiales y de dudosa base científica, que no fueron impuestas de la mano de la razón y la información, sino del puro terror y un abierto régimen de censura corporativo y privado.
Varios miembros de un grupo de científicos contratado por el gobierno británico para analizar la conducta de la gente durante la pandemia, admitieron recientemente que su trabajo fue “poco ético” y hasta “totalitario”.
La idea de los políticos a cargo era “elevar la percepción de una amenaza personal” por parte de los ciudadanos, ya que muchos de ellos aún no se sentían “lo suficientemente amenazados” (The Telegraph, 14/05/21).
La receta para el pánico sofocante pasó por informar sobre cuánta gente moría cada día, pero “sin el contexto de cuánta gente muere cada día normalmente…”, o informando sobre cuánta gente ingresaba al hospital, pero nunca sobre cuánta se recuperaba. “Como resultado”, explica Laura Dodsworth, “el Covid-19 apareció como una sentencia de muerte” (Spiked, 28/05/21).
El resultado de esta forma de gobierno mediante el terror se expresa también en números concretos: una encuesta les preguntó a los británicos cuántas personas pensaban que habían muerto de Covid hasta julio de 2020, arrojando la alucinante estimación del 6.5% de la población total, ¡100 veces más que el número real de fallecidos hasta esa fecha!
Ese error en la percepción –producido deliberadamente a través de la gran prensa– es, sin lugar a dudas, un fenómeno global.
La gran mayoría del periodismo corporativo está completamente de acuerdo con la idea de esparcir el pánico para conseguir una determinada conducta. Los ejemplos abundan.
Detrás de la decisión política de aterrorizar se encuentra la sempiterna subestimación de la inteligencia de las masas por parte de una élite gobernante que prefiere gobernar sobre seres humanos infantilizados y emocionales –y trabaja activamente para crearlos–.
Durante la era esclavista estadounidense, los estatutos del Estado de Carolina del Norte advertían:
“Enseñarles a los esclavos a leer y escribir tiende a excitar la insatisfacción en sus mentes, produciendo insurrección y rebelión”.
La superficie cambia –los grilletes son reemplazados por vínculos más sutiles–, pero la esencia se mantiene intacta.
El instrumento de gobierno preferido en nuestros tiempos, la propaganda, jamás será democrática: debe crear idiotas que caigan en su manipulación fácilmente, fomentar la ignorancia y eternizar la pubertad.
Debe producir masas irracionales, condicionadas para reaccionar de manera mecánica ante palabras claves, como “comunista” o “MOVADEF”.
Es así como los medios masivos de las élites han sumido a cientos de millones en varias formas de neurosis que hemos aprendido a normalizar (y a medicar para ocultar).
Los historiadores de la Guerra Fría tenían razón cuando aseguraron que la clase dirigente norteamericana consideraba que, para llevar a sus ciudadanos por el camino previamente trazado por ella, había que “asustar de muerte a América”.
Se referían a su América –a su Estados Unidos excepcional–, pero la Guerra Fría extendería el reinado de la propaganda “científica” y el terror psicológico a todo el continente y el resto del mundo. Las formas previas de propaganda, como la nazi y la comunista, quedarían atrás o serían finamente depuradas.
Como explica el norteamericano Christopher Simpson en “The science of coercion”, las técnicas de manipulación masiva usadas en nuestros días provienen de las mejores universidades de Estados Unidos y Europa y toman lo que necesitan de los últimos avances científicos.
Sus presupuestos rondan los miles de millones de dólares anuales y sus agentes actúan en la sombra.
En el país avergonzado por las pruebas PISA, emplear la palabra “comunista” es aprovechar astutamente de aquella propaganda diseminada durante décadas desde el norte del continente. Significa aprovechar y sacarle el jugo a ese arsenal bélico importado, al miasma ideológico con el que una élite sin patria gobierna en el plano mental.
No importa cuántas décadas hayan pasado desde la Guerra Fría: el anticomunismo funciona en el Perú en virtud de su enorme y deliberada ignorancia, así como del voluntario ensimismamiento de sus medios de comunicación masiva. Sus dueños prefieren ser los gobernantes de un atrasado estado-provincia –a donde toda idea llega varias décadas tarde– que los ciudadanos de una nación soberana e igualitaria. Aquí no hay espacio para la cultura y la educación que destruirían la efectividad de la propaganda.
En las elecciones que acaban de suceder, los “terrucos” y “comunistas” consiguieron un enorme porcentaje de votos ahí donde alguna vez arreció el verdadero terrorismo, el verdadero intento de instalar una dictadura maoísta esquizofrénica y delirante, a sangre y fuego.
En Ayacucho entienden que esta forma de rechazar la participación política –el muy limeño “terruqueo” – es solo otra de las muchas herramientas empleadas para relegarlos y descalificar su ciudadanía.
Como explica el historiador y premio Pulitzer estadounidense Greg Grandin, las comisiones de la verdad y reconciliación que se crearon en varios países latinoamericanos luego de décadas de cruenta violencia de Estado –y en el caso peruano, también terrorista–, coincidieron con la instalación de un concepto muy particular de democracia, en la cual, el Estado se entiende exclusivamente como “árbitro en disputas legales y protector de los derechos individuales”.
En el caso chileno, el golpe militar que inició un periodo de terror de Estado, con desaparecidos y torturados por doquier, sería representado como una “intervención trágica pero necesaria”, simplificando la historia en una lucha de dos bandos igualmente radicalizados e igualmente responsables por el sangriento desenlace, “a pesar del demostrado compromiso de Allende con el pluralismo político y su voluntad de concertación”, como objeta Grandin.
Igual que en Argentina, pocos militares chilenos verían la cárcel por sus crímenes. Las comisiones destinadas a registrar la historia –promoviendo la reconciliación y la integración de los enemigos y deudos en una sola nación–, no reconocerían en ningún caso las causas sociales del conflicto y los desbalances en el poder que mediaban entre las diferentes castas en pugna. La exclusión, el racismo y la explotación económica tradicionales serían borradas en virtud de una visión “mítica” del conflicto, presentándolo como la lucha entre dos fuerzas parejas e igualmente legítimas.
En suma, la violencia de las balas no sería relacionada con una crónica y centenaria violencia estructural; la desaparición y tortura del enemigo político –que en muchos casos solo exigía aquello que la democracia promete, pero jamás cumple– no serían entendidas como la expresión terminal de esa forma de dominio tradicionalmente terrateniente, colonial y oligárquico, con su componente abiertamente discriminatorio.
El caso peruano es distinto. La presencia de una secta terrorista fanática y extremadamente sanguinaria facilitó la defensa de un terrorismo de Estado que compitió en crueldad, llegando a grados de deshumanización comparables.
Los legados de esos pasados históricos recientes, con sus semejanzas y diferencias, se reflejan hoy en la política peruana y chilena. En esta última ya no existen ambages cuando se trata de reclamar lo que se considera democrático y justo, ni se tolera la estigmatización de quien reclama, hecha en virtud de falsas asociaciones con un pasado violento. No hay terruqueo.
En el Perú, quienes desean el cambio –varios millones de seres humanos– son llamados terrucos y asociados automáticamente a Sendero Luminoso.
La adicional satanización del “comunismo”, entendido como todo lo que se salga de la línea neoliberal –incluso cuando se mantiene dentro del marco de un capitalismo pretérito–, configura el poderoso candado mental que frena todo cambio, incluso el moderado.