lunes, octubre 14, 2024
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El «18» a Palos: La Chilenización del Norte Grande

El 18 de septiembre de 1911 el potente sol de Iquique brillaba sobre lanzas, sables y fusiles. Encabezaba una marcha, que pujaba de festiva, un carro alegórico de la policía, portando nada menos que al padre de la patria personificado en un rollizo y rubicundo agente.


Más atrás, tropas del regimiento Carampangue, de la marinería, grupos civiles armados de una tal “Liga Patriótica” y, cerrando el amenazante carnaval, los niños de las escuelas primarias, desfilando también con uniformes y carabinas.

Poco de fiesta y mucho de patria en el tétrico jolgorio del 18, triste emblema de la “chilenización” del norte, cuando la bandera, el himno y la empanada se hicieron odiosa tiranía.

Ya acabada la Guerra del Pacífico, Chile y Perú firmaron el Tratado de Ancón, en el cual Perú cedía el rico territorio salitrero de Tarapacá, mientras que las provincias de Tacna y Arica quedaban en manos de Chile hasta que se realizara un plebiscito. Ocupada en ganarse las simpatías de los futuros votantes, la autoridad chilena invirtió plata a raudales en obras públicas, administración y cuanto pudiera convencer a los nativos de que ser chileno era lejos mejor que ser peruano.

Nada de eso sirvió y los peruanos siguieron siendo tan peruanos como siempre. Urgido y frustrado por el fracaso, el gasto y la inminencia del plebiscito, el gobierno chileno discurrió que tras la zanahoria le tocaba el turno al garrote. Fue entonces que asomó su fea catadura la llamada “chilenización” del Norte Grande.

Este abusivo expediente se extendió desde Tacna hasta Iquique, a todo lo largo de los territorios peruanos ocupados por Chile en la guerra. Fue entonces una política de Estado, represiva y feroz, en contra de los peruanos residentes, con el objetivo de chilenizarlos o expulsarlos, nada más.

Se comenzó con el hostigamiento, las trabas burocráticas y el chauvinismo en las escuelas. Lo primero en manos de una odiosa institución cívico-militar conocida como las “Ligas Patrióticas”, grupo de fanáticos nacionalistas que disfrutaban en insultar y provocar a los peruanos. Muy pronto derivaron hacia los hijos de peruanos nacidos en Tarapacá, los parientes y amigos de peruanos o cualquiera que se opusiera a los abusos que cometían.

Luego, a partir de 1901, comenzaron las prohibiciones formales. Se les proscribió la celebración de las fiestas de independencia del Perú, los desfiles patrióticos, el izamiento de banderas nacionales, el derecho a entonar su himno nacional y hasta el derecho de reunirse públicamente.

Pero fue en Tacna y Arica, las “provincias cautivas”, que la ocupación chilena descubrió que los pérfidos maestros peruanos incitaban “el odio a Chile”, cuestionando la forzada asimilación del ocupante, y ante la amenaza simplemente decretaron la clausura de las escuelas regidas por peruanos. A despecho de la persecución, los escolares peruanos siguieron yendo a clases en forma clandestina, convirtiendo la odiosa escuela en un lugar de aventura y coraje.

Poco después, la administración ocupante vio en las iglesias otro nido de resistencia, pues los curas de la zona pertenecían al Obispado de Arequipa.

Ante la “amenaza” de estos curas “rojos y blancos”, se estableció la atropellada y perentoria orden de cerrar los templos, colocando soldados armados en la entrada de cada iglesia.
Sin embargo, al ver que los curas hacían misas clandestinas, tal como los primeros cristianos en las catacumbas, inflamando de aventurera fe a su rebaño, lisa y llanamente expulsaron a los curas peruanos dentro de un plazo de 48 horas.

Chilenizadas el aula y el púlpito, ya se tenía de rehén a mujeres y niños, ahora faltaban los adultos. Y para éstos se buscó otro medio: la censura y posterior cierre de todos los periódicos que tuvieran el más tenue aroma al Perú.

Tras la masiva clausura de la prensa local, se fundaron una serie de pasquines prochilenos con nombres tales como “El Roto Chileno” y “El Corvo”.

Estos papeluchos amenazaban sin más trámite que el rumor y la denuncia anónima, dando así para que se registraran abusos y venganzas personales, derramando una inquietante sombra de terror y paranoia en todo el territorio.

Pero cuando estas medidas no eran efectivas y los profesores, curas y periodistas porfiaban en su legítimo derecho a ejercer la profesión, entonces se utilizaba un expediente tan brutal como cobarde: las turbas.

Grupos de enardecidos chilenos, muchos de ellos delincuentes, ociosos y borrachos, eran lanzados al ataque de las propiedades peruanas. Ahí empleaban el palo, el hacha, la pistola y la antorcha.

Y como tétrico anuncio de los ataques por venir, los matones de las Ligas Patrióticas marcaban el domicilio del condenado con una cruz de alquitrán o una calavera. Así fueron víctimas los diarios, clubes sociales, almacenes, restoranes, domicilios y hasta el consulado del Perú. Nada se salvó.

La vergonzosa chilenización compulsiva de Tacna, Arica y Tarapacá se arrastró desde principios del siglo XX hasta mediados de la década de 1920, cuando finalmente se dirimió la contienda, quedando Arica para Chile y Tacna para el Perú.

Se calcula que durante este infame proceso, unos 50 mil peruanos huyeron con sus familias de la atroz tiranía chilena.

Hacia el final del oprobioso experimento, Joaquín Edwards Bello menciona la visita a Tacna del periodista chileno Armando Hinojosa, para ver en terreno los frutos de la mencionada “chilenización”.

Este profesional, al llegar a la estación, creyó que una de sus maletas se esfumaba. “¡Me robaron!” exclamó Hinojosa. “Aquí no roba nadie”, le respondió un habitante peruano.

El periodista, con la calma y el aplomo que le eran suyos, sacó del bolsillo su libreta de apuntes y anotó su primera y lapidaria impresión:

“La chilenización de Tacna es una farsa”.

Fuente: Historia CTM
Artículo de Gonzalo Peralta. The Clinic, septiembre 2006

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