La Justicia chilena detuvo a cuatro militares acusados de envenenar con toxinas botulínicas a presos políticos en 1981, operación considerada la antesala del asesinato del ex presidente Eduardo Frei, en enero de 1982 en la Clínica Santa María. Sospechosamente, Neruda falleció en la misma clínica. Los detenidos son el doctor Eduardo Arriagada, el veterinario Sergio Rosende, y los oficiales en retiro Joaquín Larraín y Jaime Fuenzalida. De esta manera, el juez Madrid avanza lentamente, pero sin pausa, en el desentrañamiento del magnicidio del ex Presidente, Eduardo Frei Montalva.
“Están procesados y con detención preventiva el médico militar Eduardo Arriagada, su asistente y veterinario Sergio Rosende, y los oficiales en retiro Joaquín Larraín y Jaime Fuenzalida”, dijo el abogado Francisco Ugas, del Ministerio del Interior. Los dos primeros represores están detenidos bajo el cargo de homicidio de los opositores y militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) Víctor Corvalán y Héctor Pacheco. Los otros dos como cómplices del asesinato frustrado de otros cinco presos políticos.
La investigación del juez Alejandro Madrid indicó que el 9 de diciembre de 1981 las siete víctimas, supuestos opositores a la dictadura de Augusto Pinochet, fueron trasladadas desde el Centro de Detención Preventiva de Santiago, donde estaban detenidos por delitos comunes, a un hospital debido a serios problemas de salud a causa de una intoxicación producida por la denominada toxina botulínica. Dicha toxina fue traída a Chile desde Brasil por el Instituto de Salud Pública y posteriormente entregada a los encargados de un laboratorio secreto a cargo de la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE), afirmó la investigación.
El mismo equipo que figura en esta acción represiva es investigado por la muerte de Frei, ocurrida semanas después, en enero de 1982 en la Clínica Santa María, tras una operación. Algunos de estos sospechosos son señalados también como responsables por la muerte del poeta Pablo Neruda, quien falleció en la misma clínica. “Esto es muy importante”, dijo el abogado Eduardo Contreras, litigante en el caso Neruda. “¿Y no detuvieron a Sergio Draper?”, inquirió en alusión al médico que atendió a Neruda y Frei.
Los detenidos, que fueron trasladados a un regimiento, constituían el equipo que en dictadura ingresó desde Brasil armas químicas a Chile, con fines de “guerra interna” y externa, como ellos mismos confesaron a la policía. Estas armas de destrucción masiva, que llegaban primero al propio palacio presidencial de La Moneda, eran básicamente toxinas botulínicas, un veneno mortal. La operación, según declaraciones a la policía de los demás involucrados, comenzó a inicios de 1980, previo al envenenamiento de los presos políticos y la muerte de Frei, en cuyos restos fueron encontrados gas mostaza y talio.
El propio director del Instituto de Salud Pública (ISP) en esos años, el coronel Joaquín Larraín, reconoció a la policía civil en un texto con su firma que la adquisición de armas químicas comenzó luego de una reunión con el médico Eduardo Arriagada Rehren, de inteligencia militar. En el encuentro, Arriagada preguntó a Larraín, un ex profesor de la Escuela de las Américas, si el ISP tenía toxinas botulínicas, aduciendo que el ejército las necesitaba, debido a las tensiones con países limítrofes, en especial Argentina.
Arriagada, quien estuvo acompañado en el encuentro además por el veterinario Rosende, admitió los hechos también a los investigadores, quienes realizaron las pesquisas por petición del juez Alejandro Madrid. El magistrado, quien lleva años investigando la muerte de Frei y el envenenamiento de presos en la Cárcel Pública de Santiago, debería dictar sentencia en el magnicidio en los próximos meses.
Si bien la detención de los cuatro militares es considerada un logro para esclarecer lo ocurrido durante la dictadura pinochetista, la Corte de Apelaciones de Santiago rebajó ayer las penas a tres de cinco agentes de la dictadura condenados por la desaparición de los hermanos Mario y Nilda Peña Solari, ocurrida a fines de 1974. La resolución de las juezas Dobra Lusic, Adelita Ravanales y María Teresa Figueroa modificó la sentencia de primera instancia, dictada el 30 de marzo de 2012 por el juez especial Joaquín Billard a los autores de los secuestros, ocurridos el 9 y 10 de diciembre de 1974 en la capital chilena.
Los nombres de los hermanos Peña Solari fueron incluidos en 1975 en la llamada Operación Colombo, que consistió en un montaje para encubrir la desaparición de 119 presos políticos, en su mayoría militantes del MIR. Durante la dictadura de Pinochet, según documentos oficiales, unos 2300 chilenos murieron a manos de agentes del Estado y de ellos, 1192 permanecen aún como desaparecidos.
En diversas indagaciones judiciales se ha establecido que la dictadura militar utilizó también gas sarín y talio en contra de opositores.
(*) Ex preso político, sobreviviente del envenenamiento con toxinas botulínicas en la c{arcel pública, en 1981
Muertos con toxina botulínica: Procesan a 4 ex agentes de Pinochet
Envenamiento atribuído a aparatos de seguridad de la dictadura causó el deceso de dos presidiarios y dejó grave a otros 5 en la ex Cárcel Pública. Juez del caso Frei declaró reos a dos médicos y procesó como cómplices a dos coroneles ( R ) del Ejército.
Un procesamiento que avanza en la aún oculta e insospechada red de acciones con armas químicas perpetradas por aparatos de seguridad de la dictadura de Augusto Pinochet dictó el juez del caso Eduardo Frei Montalva, Alejandro Madrid, por la muerte de 2 reos de la ex Cárcel Pública de Santiago, con toxina botulínica en 1981.
El magistrado, en un detallado fallo publicado este viernes, procesó y declaró reos como autores del delito de homicidio calificado y homicidio frustrado al médico Eduardo Arriagada Rehren y al médico veterinario Sergio Rosende Ollarzú, y como cómplices procesó a los coroneles ( R ) del Ejército Joaquín Larraín Gana y Jaime Fuenzalida Bravo.
A todos estos se atribuye el procedimiento en que las víctimas consumieron alimentos contaminados con la toxina, resultando fallecidos los internos Víctor Hugo Corvalán Castillo y Héctor Walter Pacheco Díaz; en tanto, lograron sobrevivir los internos Guillermo Rodríguez Morales, Ricardo Antonio Aguilera Morales, Elizardo Enrique Aguilera Morales, Adalberto Muñoz Jara y Rafael Enrique Garrido Ceballos.
La emergencia en la cárcel y las muertes
El relato judicial del crudo operativo criminal ejecutado por los agentes del gobierno militar, en una acción que apunta eventualmente a un ensayo de este tipo de armas, se señala que los reos, todos de la Galería N°2, cayeron consecutivamente con malestar gástricos el 8 de diciembre de ese 1981, pese a lo cual se les negó atención hasta el día siguiente.
Trasladados todos luego al Hospital del Centro de Readaptación Social de Santiago se recoge, de acuerdo a informes oficiales, que el reo Víctor Corvalán «falleció en el trayecto a la Penitenciaría de Santiago», mientras otros ingresaron con los siguientes síntomas: «sensación nauseosa y vómitos, ambos tienen intensa midriasis, dificultad en la emisión de las palabras, relatan disfagia intensa y sequedad de cavidad orofaringea».
El doctor Jorge Mery Silva plantea de inmediato el diagnóstico de Intoxicación Botulínica, y resuelve el traslado a la UTI de la Asistencia Pública a los reos más graves., entre ellos Héctor Pacheco, cuyo deceso se constata el 20 de diciembre.
Fuente: La Nación
Envenenado
Guillermo Rodríguez Morales
En 1981, y mientras se encontraba recluido en la Cárcel Pública de Santiago, el ex jefe de las Milicias de Resistencia Popular del MIR, Guillermo Rodríguez Morales, fue envenenado con toxina botulínica. El atentado estuvo vinculado con la muerte del ex presidente Eduardo Frei Montalva y es una de las piezas del puzzle que investiga el juez Alejandro Madrid. En su nuevo libro, “Destacamento miliciano”, el “Ronco”, como es conocido desde que ese atentado le causó un daño irreversible en sus cuerdas vocales, cuenta ese y otros episodios de los años más duros de la lucha contra la dictadura de Pinochet. Aquí presentamos un fragmento del capítulo 12, “Envenenamiento”.
Después del consejo de guerra llegó cierta normalidad. Inanimado fue puesto en libertad porque no pudieron probar ninguna conexión. Adalberto iniciaba la batalla legal que casi un año después le permitiría lograr su libertad, apoyándose en lo acordado: él estaba presionado y había facilitado su casa y su vehículo bajo amenazas. Para mí era el comienzo de largos años en prisión.
Habiendo estado ya encarcelado, sabía que la clave para mantenerse bien es organizar el tiempo en prisión, dejando espacios para trabajar, estudiar, hacer deportes y por supuesto, para la actividad política. Seguía siendo llamado por diversos tribunales para declarar en los procesos que se habían incoado en mi contra.
Un caso especial fue la magistrado Canales, que aceptó tomarme declaración respecto al castigo injusto al que me había sometido Gendarmería en los días previos al consejo de guerra, y que recibió de mi parte la información de la red de gendarmes y reos que estaba trabajando para la CNI.
Esto último se produjo casi de manera fortuita. Ahumada y Yáñez estaban a punto de salir del país expulsados cuando este último encontró un escondrijo lleno de papeles, copias de informes que alguien enviaba dando cuenta de la actividad de los presos políticos, de las visitas y de los abogados que nos atendían. Luego que mis compañeros fueran puestos en libertad, me dediqué a observar quién acudía al escondrijo. Finalmente logré identificarlo: se trataba de Mar-
shall, un ex oficial de las FFAA, participante de un conato sedicioso contra Allende, convertido a la sazón en delincuente habitual. Él era el informante que había perdido sus papeles.
Se estableció la denuncia pública y la jueza Canales abrió un expediente que recogió una nueva denuncia de mi parte. No recuerdo exactamente cuándo fue, pero a mi visita concurrió una mujer joven, hermosa, que me cuenta que es hermana de un detenido desaparecido. Trae de regalo una torta. No le creo mucho su historia y, como la situación es evidentemente sospechosa, la torta va a parar a Codepu, institución que la manda a analizar con resultados ilógicos: se trata de una torta común cuya cobertura contiene insecticida. Quizá fue una forma de aviso de alguien, de lo que ocurriría días después.
Aproximadamente a inicios de noviembre llegaron a la galería dos hermanos detenidos por supuesta vinculación con el MIR: Ricardo y Elizardo Aguilera Morales, quienes se sumaron a la «carreta» que manteníamos con Adalberto.
Hacia el día 11 de noviembre me correspondió cocinar. Era un turno con mucho para comer: durante la mañana habíamos tenido visita y, además de las frutas, golosinas, ensaladas y frutas en conserva, recibimos los alimentos llevados por nuestras familias, en particular lo que llevaba mi madre. Ella había comprado un gran trozo de carne, del cual separó una porción para enviármela por el sistema de «biombo». Esto consistía en entregar por una ventana especial los alimentos a un gendarme, quien los revisaba y luego los entregaba al gendarme a cargo de cada calle y galerías, para que finalmente llegaran al destinatario.
Recibí la carne y cociné una cazuela, que acompañamos con las frutas cocidas que había preparado la madre de los hermanos Aguilera.
Durante la tarde, luego de terminar el turno de cocina y regalar la comida que no usaríamos a un reo común, fui a jugar fútbol a la cancha y a conversar con Patricio Reyes, mi enlace con los restantes presos políticos.
En el entretiempo me senté a un costado de la cancha para conversar con Patricio. Éste comenzó a poner caras raras y me pedía a cada momento que le repitiera lo que decía porque yo estaba hablando muy enredado. Seguimos conversando, encendí un cigarrillo y súbitamente comencé a darme cuenta que estaba viendo las cosas de manera distorsionada. Le pedí a Patricio que hiciéramos una pausa, me tendí unos momentos y, cuando me enderecé y traté de hablarle, me di cuenta que mi lengua estaba rara, que no podía articular bien. Patricio me acompañó de regreso a las celdas y encontramos a Adalberto vomitando y con agudos dolores. Reyes fue a ver a Elizardo y Ricardo, encontrándolos en similar estado. ¡Habían envenenado la comida! ¡Se hacía urgente lograr atención médica!
Patricio regresó al interior del penal dando la voz de alarma, mientras nosotros nos hacíamos lavados estomacales con lo que teníamos a mano: detergente y mucha agua. Los reos comunes comenzaron a golpear las puertas en señal de llamada a la guardia interna.
No llegó nadie durante la tarde ni la noche, a pesar de que todos los días la guardia interna pasaba la cuenta de la tarde y nos encerraba celda por celda. Los presos comunes gritaban, encendían fogatas y golpeaban las latas de las puertas, pero nadie aparecía.
Comenzó una noche siniestra: a poco de que oscureciera comenzaron a atacarme dolores y puntadas estomacales que me dejaban sin aliento, y tomé bidones de agua con detergente para provocar más vómitos y de cierta manera «lavar» los intestinos, operación que repetía con mis compañeros. Los dolores eran atroces. A pesar de todo, sentía que estaba un poco más entero que mis compañeros y podía caminar, pensar a ratos. Pero a medida que avanzaban las horas los desmayos y pérdidas de conocimiento se sucedían. El recuerdo de los hechos se hacía borroso, las secuencias también.
Siento que convulsiono, que mi estómago manda mi cuerpo y mi mente. Duermo uno o dos minutos y despierto sacudido por espasmos, por vómitos. El estómago se contrae con tal violencia que me deja sin respiración y caigo tendido, rendido tras cada convulsión, pero no puedo mantenerme despierto. Las dolorosas contracciones se repiten una y mil veces. Siento que los presos comunes siguen gritando, golpeando las latas, y que deambulan por una calle que tiene todas sus celdas abiertas. El último espasmo es descomunal y me hace caer del camarote, sacudido por arcadas y movimientos del cuerpo que no logro contener. Luego no sé si pierdo el sentido o me duermo.
Despierto. La luz del sol me hiere los ojos. Es mediodía y algunos reos me van arrastrando hacia la enfermería. A medio camino, frente a la entrada de las visitas, un hombre detiene la caravana: el doctor Almey-da, de Codepu, que nos revisa a la pasada y grita discutiendo con alguien, indignado. Me doy cuenta que el alcaide del penal está con él, pero no puedo saber más porque pierdo la conciencia nuevamente.
Ahora estoy en la enfermería del penal. Un auxiliar paramédico me desnuda y me pone una especie de bata o camisa del penal. Luego toma los signos vitales, me conecta un suero y se va. Al mirar las camas ocupadas recién caigo en cuenta que somos seis los envenenados, que hay dos reos comunes entre nosotros. Logro hablar con Ricardo Aguilera, quien, con voz jadeante y entrecortada, confirma: es claro, estamos envenenados y han pasado casi 20 horas y no hemos recibido ningún tratamiento específico. Estamos intentando hilar la conversación, entre dos personas que a duras penas se expresan, cuando, frente a nuestros ojos, uno de los reos comunes comienza a hacer contorsiones increíbles, abriendo los ojos de manera desmesurada, y finalmente desde su tórax se eleva un bulto, una pelota, y queda inmóvil, en silencio final.
Ricardo reitera que todo está muy claro: nos envenenaron, nos niegan la atención médica y vamos a morir.
Quizá por el mismo envenenamiento, por el cansancio, por la noche agotadora que hemos pasado entre vómitos, piruetas y contorsiones, reaccionamos a la muerte de nuestro compañero de prisión con calma y tranquilidad. No sé si lo dije o lo pensé en el momento, pero desde ese instante había que guardar el máximo de energía y calma para aguantar el auxilio esperado.
Cae la tarde y recién ingresan a la enfermería gendarmes y practicantes. Ahora ellos corren y gritan que llegó una ambulancia, que deben llevarse a Adalberto y al reo común. Trato de concentrarme y guardar las fuerzas, porque para mí es obvio que es un intento de asesinarme directamente. Está claro que envenenaron la carne que había traído mi madre, está claro que no quisieron prestarnos atención a tiempo, está claro que si el doctor Almeyda se ha hecho presente en el penal es porque ya la noticia se ha extendido por todo Chile y que de alguna manera, familiares y defensores de los derechos humanos están luchando para que se nos preste atención médica.
Nueva irrupción del grupo corriendo y gritando. Ahora se llevan a los hermanos Aguilera y quedo solo en la enfermería, mirando el cadáver del muchacho que había recibido la olla de comida.
Cae la tarde cuando vienen por mí. Rechazo la camilla y salgo caminando hasta el patio de carga. Detrás de mí, gendarmes portan el cadáver del fallecido y al llegar a la ambulancia me engrillan atándome al muerto. Voy tranquilo. No reclamo por lo que han hecho. Me imagino que luego declararán que se murió en el camino, salvando la responsabilidad del alcaide que claramente está coludido en la operación. ¿Cómo se explica sino que hayan envenenado la carne? ¿Cómo se explica que no nos pasaran la cuenta y no nos encerraran en la noche anterior?
Pensaba que me llevarían a un centro médico. Craso error. La ambulancia entra a la Penitenciaría de Santiago, quizás en un nuevo intento por retrasar la atención médica.
Me conducen al segundo piso de una construcción que recién identifico como el hospital penal y un doctor sale a mi encuentro. De corbata, muy bien vestido y formal, huele a colonia. Tiene entre 50 y 60 años, usa gafas, se ve seriamente preocupado. Me toma los signos vitales y sin vacilar me pregunta si yo soy el jefe mirista recientemente condenado por el consejo de guerra. Respondo que sí y para mi sorpresa se presenta formalmente diciendo que es el doctor Meric, que ha sido acusado injustamente de ser colaborador de la DINA, que ésta es su ocasión de demostrar que no es así y que él cree que hemos sido envenenados con botulina. ¿Qué es la botulina? ¿Vamos a morir?, pregunto sin tomar en cuenta su relato.
Explica en detalle que la botulina es una bacteria que se produce en ambientes sin oxígeno; que en el pasado era común ver estos casos, cuando no existían los procesos industriales para la conservación de alimentos, pero que hace diez años no hay casos similares en Chile. Luego explica que requerimos un antídoto y tratamiento en centros asistenciales que tengan UTI o UCI, porque la toxina ataca al sistema nervioso y vamos a quedar paralizados, sin capacidad de respirar y posiblemente con ataques al corazón.
Con dificultades, porque ahora me hierve la sangre de indignación, articulo las preguntas: ¿Y ustedes tienen ese antídoto? ¿Ustedes tienen una UCI o una UTI?
Responde que no, que están haciendo lo posible para que seamos trasladados a diversas postas porque necesitamos respiradores y no se sabe de la existencia de stock del antídoto. Está claro que siguen ganando tiempo, que se escudan en las formalidades de la institución.
Camino hacia la sala donde están el resto de mis compañeros. Adalberto está inmóvil y no responde a estímulos, aunque respira bien. Ricardo y Elizardo están calmados, tendidos en sus camas, despiertos. No veo al preso común. ¿Por esto es que no me condenaron a muerte? ¿No querían asumir de manera pública y explícita el fusilamiento de un resistente y recurrieron a este método asesinando de paso a cinco personas más?
El año 2004, veintitrés años después de estos acontecimientos, en la oficina del juez Alejandro Madrid quien investiga la muerte del ex presidente Eduardo Frei Montalva encuentro respuestas.
Existió una Brigada del Ejército especializada en la guerra bacteriológica. El juez ha logrado individualizar a quien compró las cepas de la toxina botulínica en Estados Unidos, ha logrado identificar quien transportó este producto en avión comercial, violando todas las reglas internacionales de tráfico aéreo, y ha logrado identificar quien recibió el producto.
Quedan, a esta fecha, identificar claramente los objetivos, aun cuando la hipótesis más probable es que trataron de «matar dos pájaros de un tiro»: probar la efectividad de la bacteria botulínica a los compradores de la sustancia que a su vez estaban vendiéndola a los ejércitos de Irán o Irak que preparaban en ese tiempo sus arsenales, y a los que ya habían acordado vender aviones y bombas de racimo, negocio turbio que terminó con varios oficiales chilenos muertos , y por otro lado, golpear a la Resistencia Popular, matándome de esa forma, ahorrando el precio político del costo de haberlo hecho en el consejo de guerra.
Fuente: La Nación