por René Hurtado Leal (*).
Este texto es una breve exposición que emerge, por un lado, por lo que el movimiento feminista ha impulsado en la lucha contra el machismo y, por otro, éste entronca con aspectos centrales de género y clase que abordé en mi tesis de doctorado en forma teórica y de revisión histórica (Articulation in Chile and Walmapu: Class, Gender and State Formation (1400 – 1900)).
El espíritu de la investigación fue subrayar lo decisivo que es entender las relaciones sociales, en particular las de género y clase, vinculadas estrechamente en el devenir histórico, tensionadas las unas a las otras en una interacción intensa e incesante, formando y deformando la sociedad que ellas, junto a otras relaciones, constituyen.
Revivo esto motivado por la actual coyuntura marcada por la gran movilización del movimiento feminista contra el patriarcado, el machismo y sus negativas consecuencias – en especial para las mujeres – y para toda la sociedad. Lo hago en este trance del conflicto, porque en el discurso predominante de este movimiento – entre otros – de corte más bien post moderno, se entendería al discurso mismo como el sujeto hegemónico. En virtud de ello, no aparecería con nitidez la vinculación entre género y clase, y creo, por lo que plantearé, que sería indispensable que éste se integre con plenitud, para visibilizar como la contradicción entre capital y trabajo interviene decisivamente en él y como se despliega una hegemonía patriarcal de clases transversalmente en la sociedad.
Parece necesario entonces, establecer que, así como en el pasado otras sociedades como la feudal reprodujeron el patriarcado, la capitalista ha hecho lo mismo por mas de tres siglos. Es en razón de ello que se debiera develar que ha hecho que el concepto, más bien abstracto y general de ‘masculinidad hegemónica’, adquirió centralidad en la forma de discurso; que culturalmente se asuma la masculinidad y femineidad en forma singular y no plural; y que por ello no se releve el rol de la masculinidad de la clase dominante, de los hegemónicos masculinos dueños del capital y reproductores del patriarcado, que han, institucional e históricamente, diseminado y naturalizado a ambos como una cuestión ‘cultural’, en forma transversal en hombres y también en mujeres, haciéndolo aparecer como parte del sentido común, en expresiones como ‘así somos los seres humanos, imperfectos por naturaleza’, ‘qué le vamos hacer’, o que ‘eso no va a cambiar’.
De hecho, incluso la tradición teórica marxista, las izquierdas en el mundo, tardaron mucho tiempo en entender lo involucradas que están las relaciones de clase y género en la realidad cotidiana y general, lo que ciertamente hasta ahora, ha debilitado sus posibilidades de superación del capitalismo. Ciertamente, han sido las mujeres en el mundo, y ahora en este movimiento en Chile, quienes han sido y deben ser, quienes lideren la acción por el cambio social contra el patriarcado.
Sin embargo, entender el patriarcado sólo como un resultado de la denominada ‘hegemonía del discurso’, y no de una hegemonía sistémica de clases, sea ésta esclavista, feudal o capitalista, nubla la posibilidad de identificar las causas y el horizonte de superación del machismo. En definitiva, del capitalismo patriarcal. Seria necesario entonces que todas las voces del feminismo, ya sean radicales, postmodernas, marxistas, liberales y otras que existan en un espectro mayor, puedan dialogar y arribar a una síntesis que permita ampliar y conducir pluralmente la lucha por el fin del patriarcado, que en este período histórico, se encuentra anclado en las relaciones capitalistas que son predominantes en la formación social.
En cuanto a mi tesis y su intersección con lo que hoy ocurre en Chile, debo decir que cuando conocí la sociedad australiana en los noventas y los grandes avances de los movimientos feminista y sindical, decidí realizar mi investigación de doctorado enfocando las formaciones de clase y género y su permanente interacción. Tomé como escenario para esto, el desafiante y tormentoso camino a través del cual, dos sociedades tan distintas como la mapuche y la proveniente de la monarquía española primero, y luego la chilena, inauguran, con un violento cataclismo, un proceso de articulación en que algunas cosas cambiarían para siempre, otras se conservarían casi intactas, y las restantes retendrían sólo rasgos de su pasado.
Estas son las razones del porqué de la tesis que desarrollé, la que en su abstract señaló lo siguiente:
Esta investigación trata sobre la articulación de una multiplicidad de modos de producción a lo largo de cinco siglos y los procesos entrelazados de clase, género y formación del Estado en Chile y Walmapu. Estos incluyen el modo de producción señorial que resultó de la articulación de los modos feudal e indígena y se consolidó en los siglos XVII y XVIII en la formación social colonial y se manifestó en la encomienda y la hacienda.
Esta articulación significó para los mapuches una transformación significativa – pero no total – de su modo comunal en una nueva formación social de cacicazgos patriarcales que contenía clases embrionarias de no productores y productores. Esto debilitó la solidaridad social y la unidad política mapuche y consolidó el patriarcado de tal manera, que la poligamia se convirtió, como nunca antes, en poder exclusivo de hombres poderosos que concentraron el poder político, acumularon riqueza y obtuvieron el control de la tierra, cuando el capitalismo estaba entrando en su fase monopólica e imperialista en los centros industriales, en la segunda mitad del siglo XIX.
El capitalismo patriarcal surgió como el modo de producción dominante en la formación social chilena, a pesar de que las relaciones señoriales continuaron en la agricultura hasta la década de 1960 y a pesar de la resistencia de la nación mapuche que aún lucha por recuperar su tierra expropiada y la supresión de sus tradiciones.
El estudio también tiene como objetivo demostrar la importancia del materialismo histórico como un instrumento eficiente de análisis social, útil en la transformación revolucionaria del capitalismo. Por lo tanto, la tesis espera contribuir a la reconstrucción del materialismo histórico, al mostrar que la historia y los procesos sociales no pueden entenderse sin el estudio de la formación de clase y de género, y que estos no pueden ser entendidos como teleológicos ni pre ordenados.
Ese resumen concentra lo que en 515 páginas la tesis trató y que se esperaba pudiera contribuir, tanto en el plano académico como político, al cambio social para los mapuches y para Chile.
Bien, dejando atrás ese plano más bien formal, ahora quisiera destacar y comentar en forma breve y más coloquial que académica, esta historia de la articulación que se vivió, y que aun se vive en lo que hoy es Chile, y revisar junto a ella también, la acción y los alcances del imponente movimiento feminista contra el patriarcado que ha emergido con una fuerza volcánica y telúrica, tanto intenso como inesperado, como suele ocurrir con la actividad de la naturaleza en este país.
La comunalidad Mapuche amenazada por el machismo feudal invasor
Cuando los soldados y mercenarios intentaron, como los Incas antes, asolar y ocupar las tierras del Walmapu, comienza una invasión de carácter colonial en lo que hoy es Chile. Corría el año 1541.
La gran mayoría de ellos eran hombres, conquistadores cargando una mochila con una tradición racista y machista, producto, significativamente, de lo que dejaron las guerras santas contra los ‘moros’ en el sur de lo que hoy es España.
Ellos traían consigo una ‘cápsula’ – en forma de pergamino – que engendraría, en gran medida, lo que ocurriría de ahí para adelante en estas tierras. Ese dispositivo, conocido después como ‘Encomienda’, anunciaba, en términos más o menos fieles a su original, que se radicaban aquí representantes de la Corona de Castilla, que tomarían posesión en nombre de la monarquía de todas las tierras con indios y todo en su interior, hombres en ‘estado de naturaleza’, que debían arrodillarse no sólo ante la Corona, sino también ante su sustento ideológico, la única religión hasta el momento con alcance universal, la Iglesia Católica.
Venerar la espada y la cruz era lo que se imponía.
Si lo leemos en términos de la economía política, la Encomienda significaba que se implantaban relaciones sociales totalmente diferentes a las existentes en el Walmapu.
Primero, se instauraba una relación servil del trabajo, junto a ella, una relación de género patriarcal engendrada en el ‘vientre de la sagrada madre’ iglesia, institución que por esos años era en alguna medida resistida en Europa, incluso por conspicuos representantes de ella misma, por su carácter autoritario, extremadamente dogmático e injusto.
A lo que eran los diversos, ricos y hermosos paisajes de las tierras mapuches, arribó el matrimonio patriarcal, monógamo, heterosexual y católico, que consagraba la siguiente relación esencialista y binaria de sexo y género: ‘hombre – mujer’ y su correspondencia ‘masculino – femenino’.
Lo primero desplegó estereotipos que representaban en esa relación binaria, la subordinación de la mujer al hombre en el imaginario de género masculino, esto es, el hombre jefe de familia, ganador del pan, extremadamente autoritario y aparentemente racional, sexualmente potente, valiente luchador, gran bebedor y violento, entre otros ‘atributos’.
Lo femenino se remitía a lo emocional y delicado, lo que era entendido como debilidad. La mujer era así absolutamente subordinada y dependiente del hombre, relegada a la esfera doméstica, incluso dentro de la nobleza.
A la vez, la sierva de la plebe, como el siervo, no trabajaban solo en el pedazo de tierra que tenían a cambio de su trabajo en la producción agrícola que entregaban al reino como tributo, sino sirviendo a la nobleza en todos los planos, incluido el sexual, muchas veces sin consentimiento.
Este carácter patriarcal de las relaciones de género en el feudalismo, contenido relevante dentro del recipiente feudal conocido como encomienda, venía atado fuertemente al lazo de las relaciones económicas y políticas castellanas. La encomienda fue entonces la célula madre de las relaciones de género, económicas, políticas, religiosas, ideológicas y raciales que el feudalismo español quería implantar en tierras ‘indias’.
Los encomenderos tenían la misión de anexar tierras a un imperio en la quiebra, sumar miles de súbditos al reinado de Castilla, hombres que debían abandonar su estado de naturaleza para avanzar hacia uno superior, el de ser cristianos – católicos.
Ellos debían trabajar en las encomiendas servilmente, y en los lavaderos de oro, en un modo esclavista. Con el tiempo, se daría en forma señorial entre el patrón y el inquilino, en lo que serían las futuras haciendas y fundos, en una símil relación de servidumbre del señor feudal y el siervo en Europa. Más tarde, debido a las relaciones contradictorias y brutales en la hacienda, el peón sería el sujeto rebelde que desafiaría esa relación servil. En todo este camino de conquista y explotación, la iglesia y la colonia eran una unidad indisoluble en esta despiadada modalidad de dominación de clases, género, política y racial.
Es importante señalar que los mapuches rechazaron desde un principio estas relaciones. Ellos vivían en un sistema social de caza y recolección, nómade, en un territorio cruzado por la cordillera, entre dos océanos, lo que hoy ha sido reducido a un espacio entre la octava y novena región de no más de 500 mil hectáreas en este lado de los Andes.
El Lof, la unidad básica familiar, albergaba a familias extendidas, incluyendo a sus animales.
Eran familias polígamas, patrilineal y patrilocal, su modo de producción se podría llamar comunal, en el cual los productores directos intercambiaban sus productos sin que existiera excedente económico o alguna forma de plusvalía.
Ellas se diferenciaron de los imperios mechica e inca en ese factor fundamental, el excedente económico, entre otras cosas. Éste factor sería crucial para entender la relación entre soberanía y Estado en estos pueblos y sus profundas diferencias con el Mapuche.
Mientras Mechicas o Aztecas, e Incas constituyeron Estados poderosos, esto a la vez los llevó a su relativamente rápida derrota, debido a la generación de una aguda estratificación social, incluso al esclavismo, por la apropiación desproporcionada y desigual del excedente económico por parte de los monarcas y la nobleza. Para ellos, el Estado imperial era condición sine qua non para la consolidación de la soberanía.
Sin embargo, siguiendo ese camino, generaron muchos enemigos entre las tribus del imperio. Hernán Cortés lo percibió, quemó sus naves y comando a las tribus rivales contra Moctezuma. ‘Dividir para reinar´, fue la consigna.
Por el contrario, para los mapuches no fue necesario un Estado, ni siquiera supieron a ciencia cierta de él (la invasión chilena de Walmapu en 1883, les impidió saber como habría sido un Estado mapuche hacia el cual avanzaban, debido a la tiranía de la guerra y del modo de producción ganadero al que se sumaron después de siglos).
Para los mapuches, la defensa de su tierra , su unidad como pueblo, y su pertenencia al Walmapu, no tuvo que ver con un Estado que lo garantizara. Lo garantizaba su forma comunal de vida sin estratificación social, sin excedente apropiado por unos pocos.
En consecuencia, sin desigualdad de clases, viviendo en una interacción armónica con la naturaleza, con su espiritualidad y cosmovisión, en que sus sitios de veneración muchas veces coincidían con los parajes de producción que necesitaban para vivir. Eran, todos ellos, factores determinantes en su fortaleza ante el invasor, como lo había sido con dos invasiones Incas previas.
Este encuentro entre ‘dos mundos’, el europeo y el mapuche, constituyó por lo tanto, una monumental colisión de modos de producción, de vida material y espiritual, que no se reduce a la relación más bien artificial y exclusiva de base y superestructura, de un determinismo de la economía sobre la política e ideología.
Avanzar en esa comprensión desde el marxismo, es resultado, en forma significativa, de la contribución que marxistas como Philips Rey hicieron a esta tradición , en particular, en este caso, la de él, al plantear la teoría de ‘La Articulación de los Modos de Producción’. Ella señalaba, sucintamente, que lo que articula – en gran medida – entre los modos de producción, son todas las relaciones que existen en la sociedad, porque lo que constituye a ésta, son las relaciones que ella engendra, las de género, de clase, políticas, ideológicas, interculturales, etc. Ellas se forman y deforman en el devenir histórico, y nos hacen como somos, metafóricamente hablando, ‘polvo de la historia’, parafraseando al astrónomo José Maza, respecto al universo y a que seríamos ‘polvo de estrellas’.
Por lo tanto, lo que articuló desde el siglo XVI, fueron, por un lado, todas las relaciones sociales que existían en lo que hoy es Chile, con las que trajeron los invasores, por el otro. Entre ellas, y objeto de estas líneas, las de género y de clases.
Lo que ocurrió entonces entre mapuches y españoles, primero, y luego con los chilenos a partir de 1810, después de que la corona española reconociera la soberanía de los mapuches del Bio – Bio al sur a fines del siglo XVIII, remodeló la articulación, pero esta vez, entre mapuches y chilenos.
Estos últimos, sedientos de poder republicano influidos por las tormentas de cambio que azotaban las costas chilenas desde Inglaterra y Francia. La ‘democracia y el liberalismo’ hinchaban las velas del capitalismo en el sur de América.
En tal vorágine, la dinámica incesante de las relaciones sociales que cambiaron el paisaje, la gente, a los mapuches, a los colonos, pero sobre todo, a las relaciones en la Araucanía, no tendrían vuelta atrás. No en términos de sus expectativas, sueños y proyectos como pueblo soberano sino, en como les cambió a ellos aspectos distintivos de sus tradiciones y de sus relaciones sociales. En definitiva, de sus vidas como individuos y como pueblo. ¡¡Y era que no!!
Guerras intermitentes e incesantes por más de 350 años, una economía que asentó y consolidó el poder de los Los loncos en cacicazgos patriarcales, que aprendieron de la producción ganadera española, del dominio territorial jerárquico y patriarcal, y el comercio en la frontera con la colonia y a través de la cordillera. En esto, la relación de género, la poligamia y el carácter patrilineal y patrilocal jugo un papel crucial.
Más ganado y más tierras era producto de más esposas. Mientras más mujeres ‘anexaban’, mas territorio, más ganado y más riqueza concentraban. La economía política mapuche comenzó , en el siglo XVIII sobre todo, a parecerse cada vez más a los señoríos del Reino de Aragón, Reino en el que predominaron los feudos de una nobleza fragmentada, como señalara Perry Anderson, de ‘señores feudales’.
No fue tan difícil que eso ocurriera si consideramos que los aventureros que vinieron, a poco andar, ya no eran encomenderos en la pequeña colonia, responsables al cuidado de la propiedad territorial de la monarquía. Ya eran dueños de grandes haciendas interminables que cruzaban lo que hoy es Chile, muchas de ellas, de cordillera a mar (como la de ‘Lo Prado’, por ejemplo).
En concordancia con lo anterior, dada la tiranía que imponía la distancia y el tiempo, los Reyes no podían controlar su poder insular. Y sus agentes, a buen entendedor, nunca fueron muy confiables, por decir lo menos.
La influencia de la guerra, el comercio, y las tendencias de las formas de propiedad de la tierra, impactaron irremediablemente al pueblo mapuche, que de comunal, y producto de la necesidad de defensa y de una organización militar más permanente, llevó a los mapuches a asentarse permanentemente en territorios, que como consecuencia de lo anterior, llevó a la formación de agrupaciones o consejos que los vincularon, en particular, a las identidades territoriales y sus lofches.
Esas nuevas instancias más centralizadas, fueron, sucesiva y principalmente, los Regües, Ayllarregües y particularmente, los Fütanmapu, la que habría sido la última forma de asociación centralizada hacia, quizás, un Estado mapuche.
Ese derrotero de la formación social mapuche, no logró consolidarse debido a la invasión extremadamente violenta del ejercito chileno que ya había hecho camino en esta sangrienta modalidad hacia el norte de Chile, en la que debiera ser llamada ‘la guerra del salitre’, no la ‘guerra del pacífico’, auspiciada y financiada por el principal país capitalista de esos tiempos, Inglaterra.
Sin embargo, se debe señalar, que las relaciones de género fueron más difíciles de conquistar por el imperio español. A esas alturas, siglo XVIII, la poligamia jugaba un papel económico y político a favor de los Loncos, lo que les otorgaba más propiedad y mayor poder. He aquí una clara demostración de la relación indisoluble entre género, clase y poder político.
De hecho, esa fue una de las principales razones de la resistencia de los mapuches a los misioneros católicos, quienes traían al matrimonio católico y monógamo en reemplazo de la relación polígama del matrimonio entre los mapuches. Relación de género que impactaría negativamente en el poder político y económico de los loncos.
Dado ese cuadro, la subordinación de la mujer se acentuó de la frontera hacia el sur, en territorio mapuche, entre el siglo dieciocho y el siglo diecinueve. Que decir del esencialismo que dominaba a la colonia, en que las mujeres ricas eran objeto decorativo de sus padres y esposos, y las humildes subyugadas por la clase y el patriarcado de forma brutal.
Muchas de las mujeres esposas e hijas de inquilinos, eran violadas y tenían hijas e hijos de sus patrones. Pero además servían a su ama.
Así transcurrían los días en el ciclo rural centrado en la hacienda. En el mismo fundo, se ubicaba la gran casa patronal, las chozas del inquilinaje, la capilla y el señor cura, junto al cepo dónde eran torturados los inquilinos y peones que se revelaban. La curia era testigo y cómplice de todas esas aberraciones de clase, de género y sexuales, atrocidades en ambos ámbitos, de clase y de género simultáneamente.
Pero los mapuches resistieron, por su ancestro cultural, por su férrea relación familiar, y porque en los hechos no llegaron a ser completamente señoríos y preservaron su apego a la tierra, a sus linajes y tradiciones. Sus enemigos eran los chilenos, que como un Lonco señalara, después de la asunción en 1810 de un nuevo poder en el territorio, el de la futura República de Chile, había que estar contra los chilenos y a favor de los españoles, porque los primeros no tenían mucha tierra, en comparación con los segundos, ellos tratarían de robar las de los mapuches.
Al final, la invasión, a punta del Winchester de repetición a cargo del inefable oficial Cornelio Saavedra, un genocida que la historia oficial recuerda como ‘el pacificador de la Araucanía’, tuvo por fin su resultado a favor de los invasores. 1883 marcó entonces un antes y después en la historia de Chile y de los mapuches, y de ahí, como antes por cierto, establece una división profunda entre los dos pueblos.
Clase y género, ahora a la usanza capitalista
Cuando el modo de producción capitalista se consolida en Chile en la segunda mitad del siglo XIX – a pesar de su mocedad – lo hace expandiendo sus posesiones hacia el norte, para controlar y apropiarse del salitre y, a través de la constitución de los campamentos mineros, sitios de transición hacia el trabajo como mercancía y que además, en alguna medida, en sus propias pulperías se materializaba la transacción del trabajo en la forma de ‘pago en fichas’.
Inmediatamente después de su acción en el norte, el ejercito chileno, servil al imperialismo inglés, invade las tierras mapuches del sur, incrementando la expansión territorial de este incipiente capitalismo, cuantitativa y cualitativamente. Todo esto revela como el Estado chileno se estaba preparando para implementar el modo capitalista de producción. No sólo con el uso del ejercito para su expansión para controlar la riquezas naturales.
Había traído también migrantes calvinistas de Alemania, con el mismo propósito, para invadir la Araucanía a principios de los años cincuenta del Siglo XIX. No pudieron hacerlo debido a la férrea resistencia mapuche. Los teutones tuvieron entonces que afincarse en Valdivia, dónde se dio una de las más promisorias incursiones de las relaciones capitalistas en Chile: industrias marítimas, astilleros, industrias textiles y cerveceras, que hicieron de la migración calvinista protestante alemana una prometedora proyección capitalista hacia la nación mapuche y todo el país.
Una vez lograda la victoria militar en 1883, los colonos alemanes ocuparon las mejores tierras ancestrales mapuches, mientras estos últimos quedaban relegados a reducciones, en un sistema prácticamente de campos de concentración. Conservadores y liberales capitalistas, disputaban sus estrategias para proyectar el mundo moderno del capitalismo a lo que fuera recientemente una colonia atrasada social y culturalmente, pechoña y tremendamente explotadora.
Clase y género transitaban de relaciones feudales o serviles hacia las nuevas relaciones en que el trabajo, por primera vez en la historia, se convertía paulatinamente en una mercancía, a pesar, de la resistencia de los latifundistas y la iglesia católica.
Que los migrantes alemanes fueran protestantes no era casualidad, la ética protestante, según Weber, era mas coherente con el espíritu del capitalismo que con la católica, ésta última, que alienta el ritual y la celebración, no el trabajo y el ahorro como lo hacían los calvinistas europeos, para obtener la salvación y el cielo.
Pero el liberalismo que aparecía como ‘progresista’ y emergente era tal sólo en apariencia. Por cierto, las nuevas relaciones de clase en el centro y norte, constituyeron un gran cambio respecto a la servidumbre que las precedió.
Sin embargo, eran más bien una máscara respecto a la libertad que pretendían representar. Sobre todo, si se aprecia el contenido del Contrato Social Liberal expuesto por John Locke en el siglo XVIII, que establece la dicotomía entre la esfera pública y privada o doméstica.
Es el liberalismo que supuestamente llega a modernizar las relaciones sociales y a reemplazar el Estado feudal y monárquico, el que consagra la reproducción de la dominación de clases, género y racial, ahora en el marco de la relación entre capital y trabajo.
Contrato social liberal: se establece la dicotomía patriarcal entre la esfera pública y la privada
John Locke planteó que un nuevo Estado emergía, racional, centrado en las capacidades del ‘hombre’ y de la nueva política que modernizaría la sociedad que quedaba atrás. El contrato social liberal estableció que éste sería resultado de un acuerdo entre el nuevo Estado liberal y el novel sujeto emergente, ‘el ciudadano’. La negociación entre ambos significaba que el Estado cuidaría de las vidas y propiedad de ellos.
A cambio, los ciudadanos consentirían a ser regidos por ese nuevo Estado. En consecuencia, se establecía de inmediato una dominación hegemónica que definía una esfera pública, patrimonio exclusivo de la clase dominante, esto es, de hombres propietarios de la tierra, políticos cultos y lideres de la nueva nomenclatura política, por un lado, y otra esfera, privada o domestica de no propietarios, iletrados sin poder, a la que se sumaban las mujeres de esa clase y las de la boyante burguesía.
Las mujeres quedaban enclaustradas en la esfera doméstica, por supuesto sin figuración política pública, de negocios ni derechos civiles.
Ni mujeres ni hombres sin poder tenían derecho a voto. A todo esto, se debe subrayar que, aquellos que eran representantes del Estado, eran, en su gran mayoría, los mismos ciudadanos que le daban sustento a ese nuevo poder.
La dicotomía entre lo publico y privado, en que las mujeres y hombres sin poder quedaban absolutamente subordinados al Estado burgués, fue entonces obra del liberalismo, la ideología de un incipiente capitalismo.
La antigua y despiadada historia del patriarcado y las explotación de clases continuaba existiendo, ahora reproducida en el tramado de las relaciones sociales capitalistas.
Pero esto no era todo respecto a las distorsiones de la realidad que escondían las verdaderas contradicciones que cursaban en la sociedad, como habría señalado Karl Marx. A las desigualdades de clase y género que condenaba a aquellos no ciudadanos(as), se sumaba la dominación atroz de los pueblos originarios en las posesiones coloniales de ultra mar.
Ellos eran aborígenes, a los que Locke llamó ‘hombres en estado de naturaleza’, quienes vivirían en una condición de salvajismo que los mantenía privados de libertad. En consecuencia, ‘ellos sólo podrían llegar a ser libres en los marcos de la ley liberal’.
En consecuencia, podemos observar, una vez más, como relaciones de clase y género se ven entrelazadas en la formación social que surgía de la nueva sociedad capitalista. Por todo lo dicho, el Second Treatise on Government de John Locke, que consagra este nuevo pensamiento político e ideología del capitalismo, nos es muy ilustrativo de lo que pasaría con hombres y mujeres y con las formaciones de género y clase que traería el dispositivo capitalista y patriarcal del liberalismo burgués, que aún mantiene en el poder a una hegemonía de los masculinos que acumulan capital y concentran la riqueza en unas pocas manos y que transmiten y reproducen esa dominación a través de las clases y la sociedad toda.
Sin embargo, se debe recordar, que en el capitalismo, la contradicción no está nunca quieta, y con ella, las formaciones de género.
En nuestro país, como en Europa antes, hay muchos ejemplos de como estas entreveradas relaciones sociales, en particular, clase y género, han sido determinantes en las transformaciones de la sociedad hacia una más justa e igualitaria. Las mujeres fueron las pioneras en la creación y fortalecimiento de las mancomunales y mutuales en Chile.
A pesar de que muchas de ellas trabajaban en forma desregulada en talleres textiles que las mantenían atadas a su vida doméstica, se convirtieron, a pesar de todos los obstáculos, en sujetos insustituibles de la formación del movimiento de obreras y obreros y de la clase trabajadora como un todo.
Esto ocurrió, como narrara Ramirez Necochea, a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Ellas por lo tanto son, otra clara demostración de la vinculación entre género y clase en pos del cambio social revolucionario.
Ciertamente, el machismo que se transmitía generacional y culturalmente en las clases desposeídas, reproducía el patriarcado a pesar de la contribución de las mujeres a la libertad no sólo de ellas, sino de los hombres. Así lo habían hecho durante el ciclo rural de la hacienda y hacia su epilogo, en el cual muchas mujeres salieron del latifundio, se fueron a los caminos, y en esos polvorientos senderos, serían ‘mucho más que dos’ – como poetizara Mario Benedetti – junto a los peones que se revelaban al servilismo y explotación en las haciendas.
Las así llamadas aposentadoras, juzgadas, castigadas, privadas de sus hijas(os), de libertad, e incluso asesinadas muchas de ellas por la curia católica y los terratenientes, fueron reducidas a la peor condición social y humana, como lo describen en detalle Gabriel Salazar y Sonia Montecino, entre otras y otros investigadores.
Pero el patriarcado continuó reproduciéndose a través del siglo XX, incluso a través de la educación, el trabajo y las clases. De hecho, las relaciones patriarcales y los estereotipos de femineidad y masculinidad, reflejos, en gran medida aún, de la definición esencialista que inaugura la era de la conflictiva relación entre Europa y América, acuñada por el catolicismo y el poder de latifundistas y luego de capitalistas liberales y conservadores, es todavía, parte de la vida diaria de pobres y ricos, de sectores medios o clase media, de letrados e iletrados.
En tal sentido, se debe cuestionar el hablar de ‘hegemonía masculina’ demasiado abstracta y genéricamente. Pareciera ser que un enfoque más certero y preciso, sería el de reflexionar sobre la ‘hegemonía de los masculinos con poder’, dominantes sobre otros hombres sin poder – la gran mayoría – sujetos que reproducen el patriarcado ideológica, institucional, cultural y transversalmente.
En las clases ‘bajas’, se conservaría la masculinidad estereotipada por la fuerza física, la violencia, por la ‘afición’ al alcohol, por una aparente gran potencia sexual, por ser el ganador del pan, en definitiva, el ‘dueño del control remoto’.
En la otra, la clase ‘alta’, la de los poderosos, la de conservadores patriarcales capitalistas, caracterizados por ser extremadamente racionalistas, heterosexuales, católicos, anti aborto y contrarios a la diversidad sexual. Ese segmento parecieran ser muy distinto a sus pares de clase, más liberales. Éstos pretenden diferenciarse auto denominándose como ‘clase media alta’ y de ‘centro Derecha’.
Ciertamente más cercanos a concepciones aparentemente más justas y modernas respecto a la sexualidad, al trabajo y acceso a la educación, y que incluirían a la mujer más claramente en la esfera pública. Pero de Derecha, sin lugar a dudas. La inequidad salarial, el machismo expresado en el acoso, el abuso sexual en los ámbitos de la educación y el trabajo, aparecen, en última instancia, minimizados, como revela el movimiento feminista en el presente.
Irremediablemente, estos liberales de última hora, han terminado por rendirse ante las decisiones racionales y decisivas que toman los verdaderamente ‘masculinos y hegemónicos’, los masculinos con poder, en particular con poder político, económico y militar. Ésta nueva generación de políticos, empresarios y militares, una vez que ven a su clase amenazada y su hegemonía disputada por las clases que la desafían, no trepidarán en unirse férreamente, en pasar, como señalara Ralph Milliband, de una lucha de clases cotidiana, a la guerra de clases. El terrorismo de Estado desplegado a partir del golpe militar de 1973, es un ejemplo y demostración clara de ello.
Si comparamos la actitud de la Derecha contra el segundo gobierno de Bachelet, con la reacción que tuvo el capital ante la ‘vía chilena al socialismo’, guardando las diferencias, ocurre algo similar. El temor a perder sus riquezas y poder ante reformas que apuntaban a transformaciones estructurales.
Lo que haría distinto al golpe de Estado con el reciente triunfo electoral de la Derecha, se debería a que, por los altos niveles de la hegemonía de clases, a los neoliberales les basta con regir por consentimiento y no por coerción.
Por lo tanto, podrán haber diferencias culturales entre liberales y conservadores, pero ciertamente, ante la amenaza de un movimiento como el de mujeres, lo más probable es que cierren filas en defensa de sus intereses de clase y disfracen políticas aparentemente inclusivas y con avances en derechos para las mujeres, pero bajo una lógica cuya matriz sea una vez más la familia católica conservadora, heterosexual, monógama y de salientes prejuicios de género que reproducirán los añejos estereotipos de masculinidad y femineidad.
Ese es el esencialismo retrogrado e injusto que todas las mujeres y hombres con vocación por el cambio social contra el capital y el machismo deben combatir.
En consecuencia, a pesar de los importantes avances en las luchas de género, la injusticia contra las mujeres continúa. Sin embargo, vale la pena subrayar la épica y el heroísmo de ellas. Batallas históricas libradas por las mujeres, tales como las marcadas por las tres o cuatro olas de feminismo en el mundo; las de los derechos civiles para las mujeres, durante la primera mitad del Siglo XX en Chile; la de las primeras resistencias a la dictadura, cuyas protagonistas fueron las mujeres, que salieron a la calle cuando nadie lo hacía, demandando la liberación de sus esposos, hijas e hijos, que hoy son detenidas(os) desaparecidos o ejecutados(as) políticos(as); de las luchas que se abren paso hoy en el mundo patriarcal de la educación y la academia; y las sindicalistas que combaten la inequidad, discriminación y abuso de género en el trabajo, sobre todo en niveles de altas calificaciones profesionales.
Se debe señalar, que la reproducción de la industria ‘masculina’ ya sería engendrada previamente en la formación educacional, en la cual las carreras con mejores remuneraciones y poder serían, las así llamadas ‘carreras masculinas’.
En la transición hacia el trabajo, esas y esos estudiantes, se integrarían a la gestión de las industrias ‘pesadas’, como la minería, la construcción, la metalúrgica, que han sido predominantes en el mundo empresarial y productivo. Lo que se transmitió también al movimiento sindical, donde los dirigentes de las industrias masculinas ‘pesadas’, eran los grandes lideres de los sindicatos.
Sin embargo hoy, en tiempos en que el período industrial de substitución de importaciones o ‘desarrollista’ fue dejado atrás por los propulsores del neoliberalismo, que inauguraron la época post – fordista en Chile, a partir de la instauración del terrorismo de Estado, se afincó una modelo radical de acumulación de riqueza y concentración de capital.
A través de la privatización de industrias y servicios, del sector financiero, se consolidó la desregulación laboral y la liberalización del mercado. Las Industrias llamadas ‘blandas’, que administran la economía de mercado, el mundo financiero y de servicios, son hoy también poderosas.
Sin embargo y paradójicamente, debido al ingreso al mundo laboral de las mujeres, muchas de ellas han emergido con liderazgo no solo empresarial, sino también sindical. En otras palabras, la radicalización de la acumulación capitalista y el mercado requieren de las mujeres, ya no bastarían sólo los hombres.
Sin duda que los avances logrados, lejos de ser un mérito del liberalismo masculino, han sido producto de la lucha de ellas, lo que ha posibilitado que penetren la esfera pública.
Como se señalara previamente, a pesar de que las mujeres han avanzado en sus derechos en Chile, aun persisten formas discriminatorias contra ellas. No obstante lo anterior, existen aquellas que experimentan peores condiciones aún que el resto. Ellas son las mujeres mapuches en la Araucanía.
Triplemente discriminadas por su condición indígena, de mujer y de extrema pobreza, con una vida plagada de precariedad, propia de un modo de producción conocido como ‘economía agraria de subsistencia familiar’, parecieran no tener posibilidad de liberarse.
En otras palabras, miseria, machismo y racismo permanente las consume a un grado extremo. Éste modo contrasta en forma elocuente y grosero con el modo de producción capitalista de radicalización de la acumulación de capital y concentración de la riqueza, del que se valen las empresas transnacionales y nacionales forestales, y las de los latifundistas descendientes de colonos alemanes en la Araucanía.
Esa contradicción de clase y género, de características profundamente racistas, se ubica en el corazón del conflicto en la Araucanía.
En ese contexto, la mujer y lo femenino son reducidos a su mas mínima expresión – junto a la mayoría de los hombres mapuches – si bien para estos últimos, no al nivel de subyugación y discriminación que sufren las mujeres de ese pueblo.
Por lo tanto, hoy por hoy, es complejo hablar de la dicotomía de lo masculino y femenino en singular. Más bien, debería pensarse en feminidades y masculinidades en plural, en toda su diversidad.
En consecuencia y a partir de ello, poder contar con un movimiento de género desde las perspectivas de distintas sensibilidades, desde feminismos radicales, marxistas y liberales, hetero y homo sexuales, que a partir de su unidad, continúen desafiando y logren derrotar al status quo patriarcal, de sello fascista y esencialista, uniendo a él a hombres consecuentes en su lucha contra el capital y el patriarcado.
Ese esencialismo capitalista y patriarcal, es el enemigo principal, el de los patriarcas dueños del capital, los más peligrosos oponentes, el adversario que las y los desafía en esta lucha, aquel que históricamente ha diseminado el machismo en Chile y reproducido éste en otras clases y otros hombres sin poder social, político ni económico, muchos de los cuales han hecho suyo al machismo y a la homofobia por siglos, convertidos en verdaderos monstruos del abuso y el crimen contra mujeres y homosexuales.
Hoy, lamentablemente, el drama es aun peor, pues esto se sitúa en un marco en que se develan las depravadas y horripilantes acciones de la curia Católica en Chile y el mundo, organizaciones ilícitas estructuradas como verdaderas mafias en el abuso de niños y niñas al interior de la iglesia. Es decir, lo peor ha ocurrido en la institución que se suponía proveería la ética que garantizaría la moral en la sociedad.
Pero, volviendo al movimiento feminista actual, pareciera ser que hasta hoy, lo predominante en él ha sido la ideología de la ‘hegemonía del discurso’ post moderno y no la unidad en la diversidad.
Esta concepción de hegemonía, de la que Ernesto Laclau y Chantal Mouffe han sido sus más reconocidos representantes, no identifica a los ‘hegemónicos masculinos’ como tal, no subraya la interacción de clase, género y política que nos domina, lo que termina por nublar la hegemonía de clases y patriarcal que es, en esta forma, reemplazada por la del discurso, en que éste, en si mismo, sería el sujeto, lo que en consecuencia, no le permite reconocer a otros sujetos fuera de su propio discurso, pues no existirían como tal.
O sea, este es un sujeto reducido al lenguaje, a – histórico, sin contexto, pletórico de pura contingencia, determinista a más no poder en su vocación por la fragmentación e indeterminación sin límites, que lleva a que no podamos hacer sentido de lo que somos.
Ciertamente, si no hay historia, no seríamos capaces de reconocer ni nuestras propias vidas. De esto seguiría que, difícilmente sería posible entender lo que nos toca vivir y como transformar las circunstancias que nos forman y deforman día a día.
Más aun, tal indeterminación y fragmentación que invoca la hegemonía del discurso post moderno, deja el camino libre para que los neoliberales deambulen a sus anchas por los amplios confines del mercado. Neoliberalismo y postmodernismo serían entonces, según Jorge Larraín, para nada contradictorios, sino mas bien afines.
Por todo lo anterior, sería necesario avanzar hacia una concepción y una práctica en que género y clase se aprecien como relaciones íntimamente ligadas, para de esta forma tener un cuadro completo de la realidad que nos aborda y poder avanzar hacia la superación del capitalismo patriarcal.
Así lo demuestra la historia de más de 500 años, que nos formó y deformó en la incesante mutación de relaciones sociales que nos hicieron como somos hoy, y que nos seguirán sacudiendo en el ‘porvenir’.
(*) Philosophy Doctor, in Sociology, by the University of Wollongong, New South Wales, Australia (1999).
Referencia:
PH. D. Thesis: Articulation in Chile and Mapuchemapu: Class, Gender and State Formation (1400 – 1900), University of Wollongong, New South Wales Australia.