Una de las simplificaciones acerca del golpe de estado en Chile (11/9/73) – del que conmemoramos los 40 años – es que Salvador Allende y su gobierno fueron derrocados por los Estados Unidos. Si bien el rol de Washington en orquestar el golpe fue crucial, el socialismo democrático en Chile – también una piedra en el zapato estadounidense sobre todo desde el punto de vista de la Guerra Fría – fue suprimido principalmente por sus clases altas, la derecha oligárquica, los círculos empresariales (junto con las transnacionales) y los militares golpistas traidores, para quienes las reformas de la Unidad Popular (UP) y el fortalecimiento de las clases bajas que mediante sus luchas la llevaron al poder tres años antes, amenazaban los intereses vitales e incluso la misma existencia de la sociedad burguesa.
Dentro de la burguesía un papel destacado, aunque bastante instrumental, jugó un sector en particular: las mujeres.
Ryszard Kapuscinski, el gran reportero polaco que llegó a Chile en 1967 como un corresponsal de la Agencia Polaca de Prensa (PAP) y dónde permaneció hasta que tuvo que abandonarlo debido a una filtración accidental de un rumor sobre un posible golpe al presidente democristiano Eduardo Frei (que más tarde dijo que estaba dispuesto a sufrir uno, si esto le cerraría el camino a la izquierda), un error que no pasó a mayores, gracias, quizás, a la protección del mismo Allende, en aquel entonces presidente del Senado (véase: Artur Domoslawski, Kapuscinski non-fiction, Barcelona 2010, p. 254), así contó un casual y traumático encuentro con el mundo femenino cuando buscaba una casa:
“Los pisos que me ofrecían pertenecían a mujeres: damas de edad avanzada, viudas, divorciadas, solteras, entradas en años; tocadas con cofias, adornadas con estolas y calzadas con pantuflas. Después de saludarme me enseñaban unas habitaciones increíblemente abarrotadas de trastos, luego nombraban una cifra desorbitante, que, se suponía era una cifra que debía pagarles al mes, y finalmente, me entregaban el contrato, que aparte de las condiciones de pago, contenía un inventario de los objetos que se encontraban en el piso. No era una hoja de papel, sino todo un legajo, un volumen de considerables proporciones que, en un sentido estrictamente paranoico, podría constituir un documento apasionante para los psicólogos que investigasen el grado de locura al que pueden llevar al ser humano la codicia y el ansia de poseer los objetos inútiles y del todo innecesarios. Página tras página se extendía la lista de cientos, no, miles de absurdas chucherías: gatitos, figurines, platillos, tapetitos, cuadritos, jarroncitos, marcos, pajaritos de cristal, de felpa, de latón, de fieltro, de plástico, de mármol, de viscosilla, de corteza, de cera, de satén, de laca, de papel, de nueces, de mimbre, de conchas, de dientes de ballena, de nonadas, bobadas, combas, trombas, hecatombes?, (p. 250).
Kapuscinski lo entendió como una expresión de la naturaleza barroca de lo latinoamericano, pero patológica y kitsch; sin embargo hay otra posible y bastante obvia lectura (política y clasista) que permite verlo como una excelente manifestación del mundo y del imaginario burgués de las mujeres que luego se sintieron amenazadas por los cambios progresistas volviéndose un bastión del golpismo.
Entendida así, la descripción de Kapu vale más que cien análisis políticos: es un material no solo a los psicólogos, sino también a todos que quieren entender el principal motor detrás de las maniobras para desestabilizar al gabinete de Allende: la mente reaccionaria.
A los ataques terroristas, la huelga patronal de los camioneros, al paro minero, a la asfixia crediticia e inversionista, al boicot estadounidense (“¡Ni una tuerca, ni un tornillo para Chile!», Nixon dixit) y al acaparamiento de mercancías por la misma burguesía para fomentar el desabasto y la desafección al gobierno popular (una estrategia diseñada en Washington, hoy realizada en Venezuela), se sumaron las manifestaciones de las mujeres organizadas por Jaime Guzmán (“el cerebro de Pinochet») y su gente de la Universidad Católica que movían las masas pero desde la derecha (“una burguesía en la escuela de Lenin», véase: La Jornada, 1/9/13).
Su contribución a la cultura política fue el cacerolazo, una marcha con ollas y cacerolas vacías, símbolo de carestías (inaugurada en 1971, durante la visita de Fidel Castro), una imagen tanto memorable como patética: mujeres cuicas de clases medias y altas que salían de sus casas abarrotadas de chucherías, flanqueadas por los fascistas de Patria y Libertad, algunas con sus empleadas que les cargaban las ollas en cuales ellas mismas jamás han cocinado y que nunca han tenido problemas en llenar. Un producto perfecto de la lucha ideológica.
Margaret Power analizando este fenómeno subraya que en este sector caló particularmente hondo el “anticomunismo» y el discurso de la “amenaza marxista»; aunque el movimiento fue dirigido desde las clases altas, logró agrupar también mujeres trabajadoras (Acción Mujeres de Chile y Poder Femenino). Pero su principal y la más devastadora conclusión es que el éxito de la derecha en mover a las mujeres se debía al abandono de la agenda de género por parte del gobierno de Allende y a la ceguera de la UP que no veía en ellas actoras políticas independientes (Right-wing woman in Chile: feminine power and the struggle against Allende 1964-1973, Penn State University Press, 2002).
Aunque las mujeres burguesas ayudaron a preparar el camino al 11/9, se requirió de hombres armados para completar la trama golpista y luego de otros para imponer el nuevo modelo económico (al final eran Chicago Boys y no Chicago Girls).
Más tarde las mujeres regresarían a la escena política como uno de los pilares de la dictadura (1973-1990), o al menos eso pretendía aparentar todo el operativo a cargo de la generala, Lucía Hiriart de Pinochet.
(*) Periodista polaco
Fuente: Clarín