por Bruno Fornillo
En el triángulo compuesto por el Salar de Hombre Muerto (Argentina), Atacama (Chile) y Uyuni (Bolivia) se encuentra el 80% de las reservas de litio en salares del mundo. Se trata del elemento químico medular para las baterías que utilizan los dispositivos electrónicos (tablets, netbooks, celulares), múltiples transportes, y en el que se almacena y estabiliza la energía renovable que reemplaza a la producida por combustión fósil.
Si el litio fue calificado como el «oro blanco» del siglo XXI es porque las células de energía están en el centro de la transición energética que, de no mediar un colapso ambiental, podrá sentar las bases de una sociedad posfósil radicalmente nueva. Emerge, entonces, una pregunta evidente: ¿qué estrategias de desarrollo despliegan los Estados nacionales que poseen las reservas de litio en nuestra región?
En los tempranos años 50, el litio ya era identificado como un componente necesario para la energía nuclear –de hecho, lo es para la futura fisión nuclear–, de ahí que la dictadura de Augusto Pinochet lo haya declarado recurso estratégico.
Desde entonces, bajo un acuerdo con el Estado, solo dos corporaciones –Rockwood y SQM– exportan litio y convierten a Chile en el principal productor mundial. En los últimos años, la vinculación de estas firmas con capitales financieros, pero principalmente su participación en una trama de corrupción que financiaba ilegalmente a los partidos políticos, llevaron a cuestionar el papel de las empresas y pusieron el litio en el centro de los «problemas nacionales».
Estas circunstancias detonaron que el gobierno de Michelle Bachelet formara una Comisión Nacional del Litio, que en 2015 recomendó mantener el carácter estratégico del recurso –que limita la posibilidad de concesiones para la explotación– pero estimuló la conformación de firmas público-privadas.
Las mismas empresas extractivas financian emprendimientos de investigación, pero muy ligados a la comercialización de baterías antes que a un proyecto serio de agregación de valor, para así lavar su imagen y participar en potenciales negocios. Como es tradicional en Chile, la estrategia estatal es muy favorable a estimular y dejar en manos del mercado el conjunto de las iniciativas. El último de los anuncios es la radicación de una megaempresa china que produciría células de energía en el país.
Argentina es el tercer exportador mundial de litio. La firma FMC lo explota desde fines de los años 90 y Orocobre, en Jujuy, desde 2014, pero lo cierto es que casi todos los salares tienen tenencias en manos de empresas privadas y transnacionales. El elogio deliberado de la actual gestión macrista a la «inversión extranjera» y la «libertad de mercado», sumado a la quita de retenciones a la ya favorecida actividad minera, convierte a Argentina en un lugar ideal para las corporaciones globales ávidas de asegurarse la provisión de litio que consolide sus planes de negocios a futuro.
En concreto, hay más de 30 proyectos en marcha de los más variados países que se acercaron en masa a apostar por la extracción. En el área de la agregación de valor, existe un entorno económico y científico lo suficientemente robusto como para apostar por la producción de baterías. De hecho, el anterior gobierno kirchnerista hizo un intento por fabricarlas, pero no llegó a buen puerto debido a que no lo sostuvo en el tiempo. Hoy por hoy, los nuevos vientos de la coalición Cambiemos no despiertan la más mínima expectativa: no existe interés estratégico del Estado por el área tecnológico-industrial-litifera y la apertura del mercado lo termina de sepultar.
El Estado Plurinacional de Bolivia, gracias al impulso de la federación sindical potosina –en el departamento de Potosí se encuentra el salar de Uyuni–, creó en 2007 un proyecto para mantener bajo su mando el tránsito que va «del salar a la batería». Desde entonces, el Poder Ejecutivo paceño ha respaldado el proyecto y le destinó cuantiosos fondos.
En el área extractiva, a causa de la peculiar composición química del salar más grande del mundo, surgió el obstáculo de que la técnica de extracción elegida en un comienzo –el «encalado» que se utiliza en Chile– producía cuantiosos desechos, desaprovechaba comercialmente el magnesio y retrasaba el comienzo de la producción.
A fines de 2014 se puso en marcha una nueva técnica –la línea de los «sulfatos»–, que utiliza cal al final del proceso, y sobre su base se está completando la amplísima obra de infraestructura productiva de Uyuni. Actualmente, la estrategia del gobierno plurinacional consiste en exportar primero el potasio del salar –para lo cual está construyendo una planta industrial a cargo de una empresa china–, para así comenzar finalmente la producción, contar con recursos frescos y encarar la extracción de carbonato de litio. Bolivia es, a su vez, el país que ha apostado más fuertemente dentro de la región a escalar en la cadena de valor.
Hoy por hoy, una empresa francesa construye para Bolivia una planta de materiales catódicos (los elementos químicos procesados que conforman la batería) y existe una planta de ensamblado de baterías –no de producción– en la comunidad de Palca. El gobierno plurinacional ha identificado de manera certera que los acumuladores pueden colocarse en el mercado local de generación de energía solar, y no es una casualidad que el «evismo» haya creado un Ministerio de Energía a principios de 2017 y designado como viceministro de Altas Tecnologías a quien fuese hasta ahora el artífice del proyecto del litio, Alberto Echazú.
Pese a lo elogiable de esta estrategia 100% estatal, el país se topa con una serie de inconvenientes de peso a la hora de consolidar su industria litífera: no cuenta con un mercado lo suficientemente sólido para las baterías ni con el know how de la comercialización y producción; pese a que intenta crecer en capacidad técnica, su conocimiento sobre la cadena de valor es aún escaso.
Es un error pensar que el litio es el «petróleo del siglo XXI», dado que alimenta el imaginario de que el puro carbonato abre un futuro de riqueza. De hecho, ni siquiera es una minería muy rentable en comparación con otras, incluso si se consolida el mercado del carbonato del litio y la demanda aumenta exponencialmente.
Las corporaciones del ámbito energético saben que el verdadero valor se halla en el conocimiento científico y económico que permite contar con las baterías, para lo cual el litio es un insumo básico, pero no el único, y no está solo presente en Sudamérica. En este sentido, sería ideal desplegar una «geopolítica del litio» que en el ámbito nacional apuntale los entramados industriales, que –en términos del triángulo del litio– genere políticas que articulen a los países productores del carbonato de litio –iniciativa que está muy lejos de concretarse, tan solo contando los históricos diferendos entre Bolivia y Chile–- y que proyecte a Sudamérica como horizonte estratégico de acción, ya sea como mercado, fuente de innovación o respaldo estatal, y más aun teniendo en cuenta el papel medular que podría jugar Brasil.
La tecnología del litio naciente brinda una nueva oportunidad para evitar el triste y conocido papel regional de abastecer de materias primas a los países centrales y comprar productos terminados, esto es, caer en una neodependencia. No hay que olvidar que vivimos en un mundo signado por el cambio ambiental global y por el agotamiento de los combustibles fósiles, lo cual obliga a que, tarde o temprano, se sienten las bases de una generación energética autónoma y descentralizada.
Una mención final merece el papel jugado por las comunidades originarias locales. Estas antiguas comunidades tienen un rol nulo en Argentina, muy secundario en Chile e importante en Bolivia, pero aun en este último caso resta ver el que tendrán cuando comience la explotación. El ecosistema altiplánico, además, puede colapsar debido al consumo de agua dulce que requiere la extracción.
En los tres países se trata de un problema de amplias dimensiones, y sería una paradoja aportar a la transición energética global generando un páramo ambiental local.
Fuente: Nueva Sociedad