“Una vez, durante un torneo en Moscú, un grupo de maestros analizaba el final de una partida. No podían encontrar la jugada correcta y mantenían muchas discusiones. De repente, Capablanca entró en la habitación.
Le gustaba caminar mientras era el turno de jugar de su oponente. Comprendiendo la razón de la disputa, el cubano se inclinó sobre el tablero, dijo ‘sí, sí’ e inmediatamente redistribuyó todas las piezas para mostrar la posición correcta que permitía ganar la partida.
No exagero. Don José literalmente empujó las piezas, sin hacer siquiera las jugadas en orden. Sencillamente las puso en los lugares que consideraba necesarios. De repente, todo quedó claro. Allí estaba el esquema correcto de la posición, ahora la victoria era fácil” (Alexander Kotov)
“A diferencia de Fischer, con su propensión a la claridad, y de Kárpov, educado en las partidas de Capablanca, desde mis años más jóvenes estuve enormemente influido por el juego de Alekhine, y fascinado por el suceso sin precedentes de su victoria en el match contra Capablanca de 1927. He admirado el refinamiento de sus ideas, y he intentado en la medida de lo posible emular su furioso estilo de ataque, con sus repentinos y atronadores sacrificios” (Garry Kaspárov)
“Era imposible ganar a Capablanca, pero contra Alekhine era imposible jugar” (Paul Keres)
La historia del ajedrez está huérfana de dos grandes acontecimientos, hitos que tenían que marcar el destino del reino de Caissa, pero que nunca se llegaron a celebrar. Uno fue el campeonato mundial entre Fischer y Kárpov, que nunca tuvo lugar porque Fischer, tras proclamarse campeón, desapareció del mapa y se negó a regresar aunque ello le costase la pérdida del título. El otro acontecimiento fue, claro, la revancha nunca celebrada entre Alekhine y Capablanca. Es como un gran agujero negro en mitad de una por otra parte muy rica historia, la de las sesenta y cuatro casillas.
Pero aunque la rivalidad entre Capablanca y Alekhine quedase tristemente incompleta, ambos marcaron un antes y un después en la historia del ajedrez; más allá de su agria rivalidad personal establecieron dos escuelas de juego totalmente opuestas, que han seguido muy vivas a través de los años. Los jugadores amantes del juego de ataque, del ajedrez bello, retorcido y fantasioso —jugadores como Mikhail Tal o Garry Kaspárov— se inspiraron fundamentalmente en las partidas de Alekhine.
Los jugadores amantes del orden, la claridad y la lógica posicional, como Bobby Fischer o Anatoly Kárpov, aprendieron su estilo de Capablanca. La distinción entre jugadores ofensivos y posicionales existía ya desde el siglo XIX, es cierto, pero fueron Capablanca y Alekhine quienes redefinieron esos roles para siempre y los dejaron bien grabados sobre piedra.
Capablanca, además, tuvo un papel muy importante en la difusión social del ajedrez, gracias a su fama y su perfecto papel como embajador del juego en todo el mundo. Fue un hombre admirado y querido por el público, una auténtica estrella que llevó los tableros a las portadas de los periódicos.
Su prodigioso talento natural le dio al ajedrez una aureola que no podría darse en otro deporte, sino más bien en la música, en el arte o en la ciencia; el aura del niño prodigio intelectualmente superior. Hubo genios ajedrecísticos antes que él, y Alekhine de hecho también lo fue, pero Capablanca rodeó la figura del genio de un halo casi místico. Durante décadas, a los nuevos valores del ajedrez y sobre todo a los niños prodigio se les comparaba constantemente con Capablanca, como hoy se les compara con Bobby Fischer.
Alekhine, en cambio, no dejó tras de sí una imagen positiva en lo personal (aunque, con el tiempo, las leyendas negativas pueden ser tanto o más fascinantes) y durante sus últimos años se lo llegó a detestar con bastante vehemencia.
Pero más allá de las facetas oscuras de su personalidad, es innegable que Alekhine aportó dos cosas fundamentales al ajedrez. Una, el gusto por la belleza artística del juego, por el componente estético de las partidas repletas de movimientos asombrosos e inesperados… algo que Capablanca no hacía y que de no ser por Alekhine hubiese pasado desapercibido durante aquellos años en los que el romanticismo del siglo XIX había quedado olvidado.
Alekhine, al menos, fue valiente jugando un estilo agresivo de improvisación en unos tiempos donde dominaba la claridad de Capablanca. Y dos, la demostración de cuán importante es el estudio y la preparación en el ajedrez de élite.
Aunque siempre pesará sobre Alekhine la vergüenza de haberle negado la revancha a Capablanca, el hecho mismo de haberle podido vencer tuvo una importancia capital en el desarrollo del ajedrez posterior. Alekhine demostró al mundo que no había ningún ajedrecista lo bastante superdotado como para que no se le pudiera vencer con la debida preparación.
Creó la disciplina del jugador moderno: hizo ver a los ajedrecistas que el talento natural no basta. El ajedrez era un arte, decía Alekhine, pero al igual que un músico el ajedrecista sólo da lo mejor de sí cuando se ayuda del estudio y la práctica. Capablanca fue el último de los campeones bohemios, porque después de que Alekhine lo derrotara, el campeonato mundial de ajedrez ha pertenecido sólo a quienes combinan su talento innato con un trabajo agotador.
Además, y esto tampoco se puede obviar, las partidas de Alekhine están entre las más bellas y entretenidas que ha producido el juego/arte/ciencia de las sesenta y cuatro casillas en toda su historia, mientras que muchas de las partidas de Capablanca son admirablemente sólidas… pero no tienen un “golpe de efecto” que haga saltar en su silla al aficionado medio. Personalmente, para quien suscribe son mucho más interesantes las partidas de Alekhine que las de Capablanca, cuyo estilo me resulta más bastante monótono, aunque lógicamente su clarividencia posicional es a menudo fascinante.
Alekhine también fue responsable de otro considerable legado, aunque no voluntariamente: su discutible comportamiento una vez convertido en campeón y la manera calculadamente antideportiva en que retuvo el título obligaron a la FIDE a cambiar las reglas.
Tras la muerte de Alekhine se estableció un nuevo modelo que obligaría a cada nuevo campeón a jugarse el título periódicamente cada tres años como plazo máximo, y si decidía no enfrentarse a un aspirante elegido mediante torneos clasificatorios, sencillamente se le despojaría de la corona. Se terminó elegir con quién se disputaba la corona.
Fueron dos genios de temperamento opuesto, estilos opuestos y destinos igualmente opuestos. La historia del ajedrez, sin embargo, les recuerda como igualmente grandes, y todo cuanto necesitan para que su rivalidad se filtre en el inconsciente colectivo —como la de Mozart y Salieri— es que alguien ruede una gran película sobre ellos, sobre cómo vivieron y jugaron el uno en torno al otro como dos estrellas que orbitan juntas en un sistema binario, robándose mutuamente la energía, intentando eclipsar el brillo del otro al proyectar un brillo todavía mayor.
Representaban como nadie la dualidad de la competición y de la vida, el día y la noche, la calma y la tempestad, el ying y el yang: si el público no tuviese tan poca memoria, Capablanca y Alekhine serían hoy arquetipos universales.
En el mundo del ajedrez, de hecho, ya lo son: como unos modernos Caín y Abel. Una historia única que, muy a mi pesar, he resumido de manera muy imperfecta en el formato de este artículo dividido en dos partes, pero a la que hubiese dedicado un libro entero sin dudarlo.
Algo así sólo podía superarse si un ajedrecista fuese capaz de reunir en su sola persona el ying y el yang, a Capablanca y Alekhine revueltos en una sola mente. Ese individuo, por cierto, fue Bobby Fischer, pero, como suele decirse… esa es otra historia y será contada en otra ocasión.
Fuente: Jot Down