Durante varios años el ajedrez tuvo que sobrevivir sin su principal estrella. La fama de Capablanca no disminuyó —como decía después su esposa, “las mujeres le acosaban allá donde íbamos”— pero el ajedrez, qué duda cabe, estaba huérfano sin él aunque Alekhine estuviese ofreciendo su habitual espectáculo en aquellas geniales partidas de ataque, quizá con menos frecuencia, pero aún con brillantez.
Pero sólo hay una cosa que puede enviar a un hombre a la miseria tanto como sacarlo de ella y darle alas para salir adelante: una mujer.
José Capablanca había llegado a perder toda la motivación y no quiso jugar durante varios años, sí, pero su segunda esposa, Olga Chubavorva, le dio ánimos renovados y fue en buena parte responsable de que tras un largo periodo de inactividad el genio cubano decidiese volver a la competición.
En 1934 el cubano empezó a dejarse ver en algunos torneos importantes. Tras unos inicios dubitativos —bastante comprensibles dado el largo paréntesis que lo tenía falto de práctica— empezó a mostrar indicios de clara mejoría.
Mientras luchaba por recuperar la forma, hubo un hecho que redobló su determinación de volver a aspirar al título. En 1935 Alekhine volvió a poner su corona en juego frente a un gran maestro que consideraba asequible, el holandés Max Euwe, el mismo que había perdido contra Capablanca antes de la precoz retirada de éste.
El holandés era un gran jugador, pero como todo el resto de grandes maestros era manifiestamente inferior a Alekhine. Así pues, se esperaba que el ruso conservara el título con facilidad pero, para asombro de todos, perdió por un resultado muy apretado +8-9=13.
Alekhine se mostró irregular, jugando bien unas partidas pero cometiendo errores incomprensibles en otras, algo hasta entonces impropio de él. Aquello le costó el título. El nuevo campeón, Euwe, dio más tarde pistas de lo que podía haber ocurrido: afirmó que Alekhine se había presentado a jugar varias partidas en condiciones de visible embriaguez.
Como hoy ya sabemos, el campeón ruso se había convertido en un alcohólico durante los años en que evitaba a Capablanca. En todo caso, el abuso de la bebida le hizo perder la corona.
Aquello podría reabrir las puertas del título para Capablanca. Pero Euwe, que era bastante más deportivo que Alekhine, le ofreció una rápida revancha al ruso y Alekhine, temporalmente sobrio, despejó todas las dudas sobre su juego. Esta vez sí, aplastó a Euwe por +10-4=11 y recuperó el trono. Su talento no había desaparecido. Pero sus ganas de obstaculizar una revancha con Capablanca, tampoco.
Capablanca, sin embargo, volvía a soñar ingenuamente con la oportunidad de una revancha: Alekhine ya había jugado dos finales con Boljojugov y otras dos con Max Euwe. Nada menos que cuatro campeonatos mundiales: el quinto, por fuerza, tendría que ser contra él. Aquello le impulsó lo suficiente como para recuperar buena parte de su antiguo poder: en 1936 Capablanca ya tenía cuarenta y ocho años, pero sorprendió a todos con una de sus más grandes temporadas ajedrecísticas.
Jugó a un altísimo nivel que volvía a colocarle en lo más alto, como si la edad y los años de retiro no le pesaran lo más mínimo. Primero ganó un torneo en Moscú sin perder una sola partida, superando a algunos potentísimos nuevos valores como el futuro campeón mundial Mikhail Botvinnik, el hombre que algunos años más tarde terminaría iniciando el férreo periodo de total dominio soviético.
Tras esa brillante victoria en Moscú, Capablanca acudió a otro importantísimo torneo en Nottingham, donde iba a estar presente la plana mayor del ajedrez de la época: Botvinnik, Euwe, Reshevsky, Vidmar, Tartákover… y ¡sorpresa! Alexander Alekhine.
El ruso, probablemente por cuestiones monetarias, no pudo evitar cruzarse finalmente con Capablanca en aquel torneo, después de casi una década de rehuir la ocasión de sentarse ante el mismo tablero en competición oficial.
La noticia de que Capablanca y Alekhine se iban a volver a enfrentar corrió como la pólvora. La gente se dispuso a seguir el torneo con el morboso interés de quien durante años y años ha esperado el siguiente episodio de su serial favorito, para conocer el desenlace.
Aunque sólo iban a encontrarse en una partida aislada y lo único que había en juego era un punto, el cruce entre los dos genios del ajedrez era todo un acontecimiento que iba más allá de la importancia de ese punto en un torneo.
Prensa y público, lógicamente, se tomaron aquella partida como el sustitutivo de la revancha todavía no celebrada, un poderoso placebo para decidir —de manera no oficial— quién era “el verdadero campeón”. Ni que decir tiene tampoco, prácticamente todo el planeta deseaba ansiosamente ver ganar al cubano.
Fuente: Jot Down