lunes, diciembre 23, 2024
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La Actualidad del Concepto Marxista de «Clase Social»

por Julio Martínez-Cava (*).

La existencia de grandes desigualdades económicas y políticas en el siglo XXI es algo que sólo un ingenuo o un lunático pondría en duda. En muchas ocasiones se intenta comprender esa desigualdad diciendo que uno pertenece a la clase baja, a la clase media o a la clase alta.


Si las clases se entienden con esta metáfora de los escalones, en principio cualquiera podría mejorar su posición social si se esforzase en encontrar los medios. El esquema parece intuitivo y no es casualidad que así sea: ciertos niveles de movilidad social conocidos desde la posguerra en los países occidentales –junto con un hipertrofiado ideal de meritocracia– han tenido como efecto que las fronteras sociales aparezcan como porosas y fáciles de superar[1].

“Por lo que a mí se refiere, no me cabe el mérito de haber descubierto la existencia de las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre ellas. Mucho antes que yo, algunos historiadores burgueses habían expuesto ya el desarrollo histórico de esta lucha de clases y algunos economistas burgueses la anatomía económica de éstas” (Marx, Carta a Joseph Weydemeyer, 5 de marzo de 1852)

Pero esta imagen es sumamente engañosa porque entraña algunas presuposiciones interesadas (para empezar, no nos explica por qué las clases tienen las propiedades que tienen, ni tampoco qué relación guardan las unas con las otras)[2].

Lo cierto es que la manera que escojamos para nombrar y comprender esos grupos sociales está lejos de ser neutral. Margaret Tatcher era muy consciente de ello cuando afirmaba, con su inimitable estilo, que eso de la «clase» “es un concepto comunista. Porque agrupa a la sociedad en dos bandos y los enfrenta unos con otros”[3].

Tampoco es casualidad que los primeros estudios empíricos que agrupaban a las personas en clases sociales fueran realizados, a finales del siglo XIX, por grandes magnates industriales que señalaron lo que supuestamente era (y debía ser) una clase media “sana” o “moral” y lo que, por oposición, era (y no debía ser) una clase baja “peligrosa” o “inmoral”[4].

La moralización de las divisiones sociales ha sido algo habitual en la historia de la humanidad, y especialmente corriente en los primeros pasos del capitalismo. El mismo lenguaje con el que nos referimos a las clases sociales viene en gran medida influido por el estado de los conflictos sociales y el bagaje histórico desde el que hablemos.

Entonces, ¿de qué manera deberíamos comprender las clases sociales para ser lo más objetivos posibles y no caer en “moralismos”? ¿Y cómo hacerlo siendo conscientes de que nuestros conceptos y lenguajes intervienen sobre la realidad y por tanto ya no podrán ser imparciales? En este artículo defenderé que un concepto histórico, especialmente uno inspirado en la obra de K. Marx y su desarrollo por parte de diversos historiadores marxistas, es la mejor opción para aprehender qué son las clases sociales y en qué sentido toda política transformadora progresista debería tenerlas en cuenta.

Explotación, dominación, desposesión y ficción jurídica

Para la tradición política socialista (en el sentido amplio de “socialismo” que tenía, por ejemplo, la Primera Internacional), las relaciones de clase vienen definidas doblemente, por un lado, como relaciones de dominación –es decir, relaciones en las que una de las partes tiene la capacidad para interferir arbitrariamente sobre el curso de acción de la otra parte poniendo en peligro su independencia material[5]– y, por otro lado, como relaciones de explotación –esto es, que esa dominación depende además del esfuerzo de trabajo del dominado[6]–, mantenidas entre sujetos con capacidad de control de las fuerzas productivas y sujetos desposeídos de ésta.

No son un tipo específico de relaciones de poder dentro del capitalismo, son, más bien, constitutivas de este, es decir, son precisamente lo que hacen que el capitalismo sea capitalismo[7]. Además, son de un tipo de relaciones especialmente compulsivo, lo cual marca en gran medida la centralidad que tendrán estas relaciones en la vida social[8].

Una de las novedades históricas del capitalismo es que estas relaciones sociales no sólo constriñen el margen de acción de la parte desposeída, ¡sino también el del capitalista! Una clase dominante que ya no puede dedicar los beneficios al consumo como antes (pensemos, sin ir muy lejos, en los grandes banquetes medievales), sino que está impelida maximizar el beneficio si quiere sobrevivir a la competencia con sus pares.

El imperativo de maximizar el beneficio hace que esta clase se vea empujada a aumentar la productividad y a reducir los costes como sea: intensificando el ritmo de trabajo, alargando la jornada laboral, encontrando materias primas más baratas, reduciendo los salarios, etc. Son estas reglas de juego, que definen la dinámica capitalista, las que asientan un conflicto de intereses continuo entre explotadores y explotados.

Los estudios históricos sobre los orígenes del capitalismo[9] –ese proceso tumultuoso y brutal, de varios siglos de duración, que Adam Smith llamó “previous accumulation” y a la que Marx dedicaría uno de los mejores capítulos del El Capital (el famoso capítulo XXIV: “Die sogenannte ursprüngliche Akkumulation”)– nos enseñan que el capitalismo sólo pudo nacer mediante una expropiación y una desposesión masiva y violenta de enormes masas de trabajadores y trabajadoras (la última lucha de clases de la Europa tardomedieval).

El resultado de este largo conflicto fue la creación de un proletariado masivo, que desde su comienzo fue siempre enormemente heterogéneo: en él vinieron a confluir desde los campesinos ingleses desahuciados y los artesanos ingleses privados de sus secretos de oficio, hasta los irlandeses expulsados y sometidos por la invasión británica, los herejes perseguidos, los nativos americanos sojuzgados, los negros esclavizados del África occidental o las mujeres privadas de sus espacios de autonomía y poder femenino.

Una hidra polimorfa y peligrosa de sujetos desposeídos y prestos a formar alianzas multiétnicas para rebelarse[10].

A ese proceso salvaje y expropiador vino a añadírsele la creación de todo un entramado jurídico sumamente novedoso (cuyo núcleo central fue el código civil napoleónico), que permitió algo impensable antes como era el hecho de poder considerar como ciudadanos de pleno derecho a personas que –dada esa desposesión– no tenían garantizada su independencia material, porque no tenían más medio de supervivencia que alquilar por horas su capacidad de trabajo.

Este entramado jurídico, tan fundamental en la nueva sociedad como la desposesión[11], borró las diferencias institucionalizadas que delimitaban las fronteras entre las clases sociales del período pre-capitalista, y permitió que las nuevas clases dominantes pudieran apropiarse privadamente del excedente colectivo mediante mecanismos económicos (sin una coerción extraeconómica continuada) e impersonales[12].

En esa ficción jurídica en la que todos somos libres e iguales –eso que Marx llamaba “sociedad burguesa”– las líneas que demarcan las clases se vuelven difusas, y la explotación se torna más sutil. Quizás uno de los grandes éxitos de Marx haya sido poner manifiesto todo esto.

Para muchos teóricos marxistas, por ejemplo, las sociedades capitalistas tienen una facilidad inusitada para aparecer como algo natural e incambiable, porque su propia configuración (el hecho de que los intercambios comerciales –y con ellos el dinero– medien necesariamente el acceso a los medios de vida) hace que determinadas relaciones sociales aparezcan como relaciones entre cosas: vemos un dinero que vale «X», que permite comprar «Y» cosas; no vemos las relaciones asimétricas de poder que configuran toda la sociedad y permiten que un bien concreto funcione como dinero y mediador universal[13].

Aunque, sin lugar a dudas, esta forma de explotación encubierta es sólo una cara de la moneda, porque el capitalismo siempre se ha servido de la desposesión de recursos para seguir incrementando su apetito voraz de beneficios y para solventar sus crisis de sobreacumulación[14]. El viejo Engels tenía claro que la llamada “acumulación originaria” no era una cosa que sucediera una única vez dando paso a los mecanismos de extracción económicos (vía contrato laboral y salario), sino que el mecanismo de desposesión sería continuamente reproducido:

“La clase obrera […], con la transformación del modo feudal al capitalista de producir, fue despojada de toda propiedad sobre los medios de producción, y merced al mecanismo del modo capitalista de producir, es una y otra vez, engendrada de continuo en ese estado de hereditaria desposesión”[15]

Como hemos visto, para que aparezcan las relaciones sociales capitalistas hace falta que se den dinámicas por las cuales las desigualdades se acumulen en procesos temporales largos. Las clases sociales no surgen de la noche a la mañana, son el resultado de complicados y largos procesos sociales de acumulación y sedimentación de ventajas y desventajas socialmente heredables.

Por eso un análisis sociológico al uso (una encuesta, una estadística, un gráfico salarial, etc.) puede acercarnos a la realidad de las desigualdades, pero sólo puede proporcionarnos una imagen estática, una fotografía de la sociedad[16].

Únicamente un concepto que abarque los diferentes mecanismos causales por los que esas desigualdades se crean y reproducen en períodos largos puede permitirnos comprender qué son las clases.

Un concepto de este tipo, dinámico, con la capacidad de recoger en su seno la realidad cambiante, con capacidad de ver las clases sociales como relación pero también como proceso, es lo que denominamos un concepto histórico (conocido en el mundo anglosajón como perspectiva de class formation)[17].

Lucha de clases y agencia (de cómo no “despolitizar” el concepto)

Para capturar esa realidad cambiante podemos distinguir en el concepto de clase –a efectos puramente analíticos–  entre una dimensión «objetivo-fáctica» (o si se prefiere, una dimensión estructural), que delimita las circunstancias no elegidas por el individuo que limitan e influyen su acción[18], y una dimensión «subjetivo-práctica», esto es, el cómo esos sujetos «situados» en relaciones de clase experimentan estas, cómo detectan intereses comunes enfrentados a los intereses de otros individuos situados, y cómo se organizan en torno a tales intereses creando conflictos sociales.

De esta manera, las revueltas de esclavos en la Antigüedad, las jacqueries de campesinos que quemaban los títulos de propiedad de los señores feudales, o los motines de mujeres que acudían a los mercados para tasar los precios de los alimentos, en tanto que desafiaban el poder político de las clases dominantes, han sido considerados por los historiadores marxistas como episodios de las diferentes «luchas de clases» que se han dado a lo largo de toda la historia humana[19].

Desde este punto de vista, el del sujeto colectivo y su agencia, se comprende por qué las relaciones de explotación del capital no producen clases sociales con fronteras claramente demarcadas que puedan ser captadas por clasificaciones estadísticas (entre otras cosas, porque las relaciones de clase no se agotan en las relaciones productivas aunque se enraícen fundamentalmente en ellas[20]), sino que más bien generan campos de fuerza que polarizan la sociedad siguiendo “patrones clasistas”[21].

Ahora bien, que este tipo de relaciones se impongan, con su carácter compulsivo y su oposición de intereses objetivos, no significa que automáticamente sean vividas de manera “clasista” (se suele decir que tienen probabilidades de llevar –y que históricamente han llevado– a tales enfrentamientos), porque los individuos no son mentes-en-blanco sobre las que se imprima un molde económico.

Más bien son agentes creativos con todo un background de experiencias y tradiciones previas del que disponen como fondos de recursos con los que comprender la realidad[22].

De hecho, no podemos ni empezar a describir lo que serían esas relaciones de clase sin hacer referencia a los códigos culturales y a los valores implicados en tales relaciones[23]. El error de algunos marxismos ha sido precisamente eludir este problema, y tratar de otorgar una primacía política y explicativa a una supuesta clase social definida ad hoc en términos estructurales y puramente económicos (como meras posiciones en las relaciones productivas), tratando de anular la inexcusable dimensión subjetiva que toda relación de explotación implica.

La capacidad de agencia de los sujetos explotados es probablemente la dimensión más política del concepto de “clase”, en tanto que reconoce la capacidad de los individuos para evaluar moralmente y responder (individual o colectivamente) a su dominación.

Prescindir de ella puede llevarnos a despolitizar el concepto de clase.

¿Un mismo concepto para sociedades tan distintas?

Es necesario realizar ahora una pequeña aclaración. Porque en muchas ocasiones los debates sobre la cuestión de clase se convierten en monólogos en las que las diferentes partes no se consiguen poner de acuerdo porque están hablando de diferentes dimensiones del concepto. La aclaración siguiente tratará de evitar esa confusión.

Hasta ahora hemos proporcionado lo que podrían llamarse las  características básicas del concepto histórico-marxista de clase (como relaciones de dominación y explotación ancladas en el control de los recursos productivos, como procesos inaprensibles sin categorías dinámicas, y como portadora de una doble dimensión de estructura y agencia).

Esto significa que, como tal concepto, su validez se extendería en principio a cualquier período de la historia de la humanidad conocida, al menos desde que existen sociedades humanas con excedente o superávit y conflictos por el control de este.

Que el concepto esté bien aplicado o no es algo que sólo puede comprobarse en la propia investigación de tales sociedades, y la mejor prueba que los marxistas pueden ofrecer para defender su uso sería demostrar que sin el empleo de estas herramientas analíticas muchos hechos y materiales empíricos quedarían dispersos y sin sentido (en suma, sin explicación)[24].

En este sentido, la concepción materialista de la historia se puede ver como un hilo conductor para la investigación social más que como un modelo axiomático que deba ser defendido dogmáticamente.

Las notas del concepto que hemos ofrecido son más bien pocas. Difícilmente unas características tan generales podrían proporcionarnos la complejidad de determinaciones que ofrece cualquier sociedad humana.

Por eso mismo señalar que “clase” es una categoría histórica implica, entre otras cosas, que en cada período histórico las características básicas deben rellenarse con las determinaciones propias al objeto estudiado.

El concepto de clase social no puede ser siempre el mismo porque las sociedades a las que se aplica no son siempre las mismas.

Visto así, las características que hemos otorgado al concepto de clase social en el capitalismo (generalización del trabajo asalariado por una desposesión masiva y recurrente –con enormes dosis de trabajo reproductivo invisibilizado–; códigos jurídicos que ocultan esa dimensión desigual –y otras características que no hemos analizado aquí) son válidas para las sociedades capitalistas (porque surgen del estudio de estas), y no en todas ellas tienen la misma centralidad (entre otras cosas porque pueden convivir diferentes modos de producción en una misma sociedad aunque el capitalista sea el dominante).

El historiador británico E. P. Thompson ha advertido con razón que hemos de diferenciar claramente ambos usos del concepto y ser cautos en el uso del primero. En las sociedades industriales, nos dice, las “clases” forman parte de la evidencia histórica misma (lenguajes, instituciones, identidades de clase son recursos disponibles para los individuos) mientras que en períodos anteriores no podría sostenerse lo mismo[25].

Pues bien, cabe ahora preguntarse, ¿qué validez puede tener un concepto como el definido para comprender nuestro propio tiempo histórico? Fenómenos como la robotización, la desindustrialización, la financiarización, el auge de los nuevos movimientos sociales o la derrota del movimiento obrero, todo ello, ¿supone el final de la centralidad (analítica y normativa) de la cuestión de clase?

El papel del postmarxismo: ¿un adiós a la centralidad de la clase?[26]

A finales de los años 60, un grupo de intelectuales de vanguardia europea, influenciados por la nueva coyuntura política y especialmente por cierto maoísmo cultural, crearon una corriente de investigación que venía a ser una síntesis de diversos utillajes conceptuales procedentes de la lingüística, del marxismo y del psicoanálisis.

Desde unos supuestos constructivistas –por las que el significado se reduce a construcciones totalmente arbitrarias y contingentes–, y un análisis puramente filosófico –que no daba cabida a las determinaciones provenientes de la economía política, la historia o el derecho– autores como Laclau proclamaron el ocaso de la clase social como herramienta analítica y como instrumento de movilización política, y lo hicieron en nombre de la pluralidad que representaban los nuevos movimientos sociales frente al viejo movimiento obrero[27].

Lo cierto es que algunos marxistas facilitaron este paso. Si, como decíamos, las clases sólo son visibles como procesos históricos, entonces definirlas como meras posiciones en una estructura económica no dejaba de ser una decisión a priori y arbitraria que facilitaba el camino a los autores que niegan su existencia[28].

Ellen Meiksins Wood ha puesto luz sobre la complejidad de este movimiento: si la clase es definida exclusivamente como una categoría sociológica (estática), que señala un hueco ocupado en una estructura, es difícil ver en qué sentido pueda jugar un papel activo en el proceso histórico y político.

Por lo tanto, desde este paradigma, sólo se podrá hablar del papel de la clase en el mundo político cuando se encuentren en la realidad formaciones con plena consciencia e identidad de clase. Algo que, especialmente a partir de la ofensiva de clase lanzada por las fuerzas dinámicas del capitalismo a partir de los años 70, era difícil de encontrar.

El problema de en qué medida las situaciones objetivas de clase presentan “límites y presiones estructurantes” constantes sobre la dinámica social fue exorcizado.

Una de las mayores virtudes de los análisis de Wood es que iluminaron la conexión entre estas teorías estructurales de las clases y los enfoques (como el de Laclau) que sólo comprenden las clases como “identidades colectivas” (para los que sólo hay clases cuando hay sujetos que basan su movilización política en reconocimientos y símbolos explícitamente clasistas)[29].

Fue una triste paradoja que en los años en los que las fuerzas capitalistas acumularon más capital y poder se declarase muerta la lucha de clases.

En esta historia merecen una especial mención los grandes partidos socialdemócratas, que después de su integración subordinada en el sistema político de posguerra se habían lanzado a procesos de transformación profunda y desnaturalizadora que los volvieron casi irreconocibles, especialmente por su abandono de las políticas de clase y su adopción de las llamadas identity politics[30].

Justo cuando los gobiernos impulsados por la doctrina neoliberal están llevando a cabo una guerra abierta contra las clases populares sin especial disimulo, los conceptos despolitizados y estáticos de clase no deberían gozar de mucho crédito.

La crisis de 2008 ha hecho que el asunto recupere la claridad de antaño: en las sociedades capitalistas el poder no está distribuido equitativamente por muchas razones. Una de ellas, básica, es que en el plano de la producción los capitalistas no sólo se apropian privadamente de lo producido en común, también deciden a quién contratan, qué le pagan, cuántas horas trabaja y a qué ritmo, etc.

Otra, fundamental, es que los capitalistas concentran gran parte del poder político, en la medida en que históricamente han conformado a las clases políticas dominantes a través de prácticas como la financiación de los partidos políticos, del lobby, del soborno, etc.

Las élites en el poder concentran tan brutalmente el poder y la riqueza que son capaces de disputar con éxito a los poderes públicos la capacidad para definir el bien común.

Marx captó a la perfección y teorizó esa centralidad política de las relaciones de clase y del entramado jurídico-político que la sustentaba –especialmente en sus escritos históricos y periodísticos, y en su vida como militante del movimiento obrero internacionalista[31].

Pero si la riqueza de los capitalistas es su fuente de poder, también es su talón de Aquiles. Para poder conseguirla, necesitan extraerla de un proceso productivo que sólo tiene lugar si los trabajadores concurren diariamente a sus puestos de trabajo o de un proceso parasitario al que los sujetos desposeídos pueden oponer resistencia.

En bastantes ocasiones, la izquierda socialista pivotó sus estrategias sobre la siguiente reflexión: en la medida en que una de las principales fuentes de enriquecimiento del capitalista dependía de la “colaboración” del trabajador, este hecho colocaba a los trabajadores en un lugar estratégico clave: si se paraliza la producción, los beneficios se evaporan[32].

Pero esto no implica que el lugar de la producción sea a priori el principal escenario para confrontar al capitalismo (aunque pueda seguir siendo uno de los campos de batalla claves[33]).

Hay, sin embargo, un elemento que sobrevive de esta reflexión clásica sobre la centralidad del entorno productivo:  cualquier movimiento progresista que busque triunfar en una sociedad capitalista tiene que resolver de alguna manera el cómo drenar la fuente de beneficios del capital que es a su vez la principal fuente de su poder político[34].

La New Left británica fue consciente de esto, y trató combatir una noción reduccionista de clase al mismo tiempo que mantenía la tensión del dilema. Thompson, por ejemplo, escribió en 1959:

No tenemos un antagonismo básico en el lugar de trabajo, ni una serie de antagonismos remotos o mitigados en la superestructura social o ideológica, que son, de alguna manera, menos reales.

Tenemos una sociedad dividida en clases, en la cual los conflictos de interés y los problemas entre ideas capitalistas e ideas socialistas, valores e instituciones se dan a lo largo de toda la línea.

Se encuentran tanto en los servicios de salud, como en los espacios comunes, y aún –en raras ocasiones– en las pantallas televisivas o en el Parlamento, así como en los centros comerciales.[35]

A pesar de manejarse con conceptos estáticos e identitarios de clase, planteamientos como el de Laclau tienen un punto de interés fundamental. No se trata de ideas que provengan del vacío, tienen un punto de verdad en la medida en que señalaba el ocaso de cierta figura social como principal agente transformador.

Laclau partía de una imagen falsa pero recurrente, deudora del trabajador de la Segunda Revolución Industrial: a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, eran los trabajadores industriales –hombres en trabajos mayoritariamente manuales y organizados en torno a sindicatos y partidos de clase– los que solían llevar la iniciativa de las luchas anticapitalistas.

Pero la cooptación y anulación de esa vieja clase obrera industrial durante la Guerra Fría, y la emergencia de nuevos sujetos políticos decisivos en el panorama internacional (especialmente las luchas por la descolonización) hicieron temblar ese paradigma.

Posteriormente, la erosión del empleo industrial por la externalización, la automatización y el arbitraje salarial han supuesto el fin de esa figura como principal agente transformador[36]. ¿Supone esto también el fin de la centralidad de la clase?

Una implicación evidente de la definición de clase que manejamos aquí es que no se debe confundir la división social del trabajo (que coloca a los individuos en situaciones de clase diferenciadas) con la división técnica del trabajo (la que exigen los requisitos de la producción).

Y, por tanto, que los cambios en la estructura ocupacional como el que mencionábamos anteriormente no implican la desaparición de las relaciones de clase, sino lisa y llanamente su mutación.

Ni el capitalismo en sus primeros años fue contestado por una clase industrial ya formada –más bien fueron asociaciones muy heterogéneas lideradas sobre todo por artesanos autodidactas herederos de los movimientos populares de la Revolución Francesa[37] – ni las nuevas formas que adoptan las clases sociales han asistido a la desaparición del capitalismo, sino más bien a su expansión sin límites y a su voracidad depredadora. ¿Quién podrá hacer frente hoy a la Bestia?

Comprender las clases en el siglo XXI

Durante mucho tiempo las clases se han definido según la ocupación laboral (algunas de las razones de por qué fue así ya han sido señaladas, una explicación más completa requeriría un análisis más largo y tedioso del que podemos ofrecer aquí). El hecho de que las instituciones oficiales de estadística[38] utilicen todavía un concepto ocupacional de clase permite ver lo asentado que está dicho concepto.

Pero este concepto ocupacional es, como hemos visto, una herramienta desafilada para explicar las relaciones de clase. Como también lo es para lidiar con realidades tan cotidianas como son los trabajos que no cabe catalogar como empleos[39], o como pueden ser las personas jubiladas o desempleadas.

¿Acaso no se ven igualmente afectadas por las relaciones desiguales de poder y distribución?

Un estudio reciente del equipo de investigación dirigido por el sociólogo e historiador británico Mike Savage[40], considerando una multitud de variables y con una muestra estadística de un tamaño cuanto menos asombroso, analizó la configuración actual de las clases sociales en el Reino Unido[41].

Savage nos muestra cómo la sociedad británica ha quedado dividida en siete grandes grupos que, por economía expositiva, podemos agrupar en tres: en la cima encontramos una élite en el poder, los que se han beneficiado del comercio globalizado y de las redes financieras y profesionales del capitalismo financiarizado, que acumula las mayores concentraciones de riqueza (especialmente en bienes raíces).

En el escalafón más bajo, por el contrario, aparece un precariado desprovisto de seguridad en los ingresos y sin propiedades, afectados por la desindustrialización y las diferentes formas de proletarización y precarización (trabajos pobres, desempleo, condicionalidad de las ayudas sociales que estigmatizan, etc.)[42].

Finalmente, los estratos intermedios, que muestran complejos patrones de agrupación, y que en ningún caso pueden simplificarse apelando a una más o menos homogénea “clase media”.

La movilidad prácticamente no existe para la élite, que se reproduce con facilidad, y para el precariado, incapaz de salir de su miseria; mientras que puede encontrarse con facilidad entre los estratos intermedios, si bien fuertemente condicionada y, en cierto sentido, proporcional a los recursos acumulados.

Uno de los principales hallazgos del equipo de Savage es que ni la renta se explica ya principalmente por la ocupación que tengamos, ni los empleos pueden dar cuenta de las enormes desigualdades en la riqueza (ahorros, activos, deudas) que han polarizado las sociedades, y que son ahora los principales determinantes de clase[43].

Entre los bienes que conforman esa riqueza, la vivienda ha pasado a ocupar un lugar central (como principal coste de vida y como fuente de acumulación de capital); lo cual implica una espacialización de la desigualdad (porque los valores de las viviendas no dependen sólo de su tamaño y su estado, también del estado del vecindario en el que se ubican); y acentúa su dimensión generacional (porque la riqueza sólo se acumula en períodos largos de tiempo).

Los resultados de Savage están en plena concordancia con los estudios del economista francés Thomas Piketty o del norteamericano Michael Hudson, que explican las formas rentistas de enriquecimiento de esa súper-élite financiera.

Sin lugar a dudas la financiarización ha reestructurado las relaciones de clase, permitiendo el ascenso de ciertos grupos sociales a costa de otros, o incluso inflando la posición social por el acceso al crédito para después sumergir a los individuos en el sobrendeudamiento y la pobreza.

La financiarización ha desplazado muchos conflictos al terreno de la dominación financiera: el pago de la deuda soberana, los ataques especulativos de las grandes finanzas sobre países considerados “peligrosos”, el conflictos en torno a las hipotecas no pagadas o las operaciones rentistas en el mercado del alquiler –los hiper-inflados mercados inmobiliarios pueden ser algunos ejemplos de ello.

Es por esto que el estudio de la financiarización permite comprender las transformaciones en las fronteras de clase, e inversamente, el análisis de clase pone luz sobre los mecanismos que operan en los procesos de financiarización[44].

Conclusión

Las fuerzas democráticas han confiado durante mucho tiempo en una apelación a las clases explotadas definidas según su ocupación laboral, porque durante décadas este esquema parecía funcionar más o menos bien (no sin invisibilizar y postergar injustamente a otros sujetos oprimidos).

Desde el declive del trabajador industrial como actor protagonista, y al calor de las grandes luchas que abrió el final del pacto social de posguerra, se ha confiado en apelar a la pluralidad y heterogeneidad de la sociedad civil, acusando de “reduccionista” a todo aquel que hablase de clases sociales.

Hoy en día, no se producen alineamientos políticos tan claros según las ocupaciones, y la descarnada crudeza que hemos conocido tras la crisis de 2008 ha mostrado los límites de los enfoques desclasados.

El reto para las fuerzas democráticas del siglo XXI es hacer frente al rentismo financiero y su voracidad mercantilizadora.

Pero su éxito seguirá dependiendo de cómo sepan despertar las energías dormidas y movilizar las aspiraciones y deseos de las personas que viven diariamente la compulsividad de unas relaciones de clase que bloquean sus capacidades creativas.

Para esa lucha es necesario actualizar los análisis de clase, evitando los errores del pasado y visibilizando todos mecanismos de explotación y las fuentes de injusticia social por más sutiles que estas sean, un análisis que recoja la realidad histórica cambiante en todas sus dimensiones (que aborde la centralidad de la riqueza como principal determinante de clase y que proponga como sujeto transformador a los afectados por las múltiples dinámicas desposeedoras del capitalismo[45]), en suma, que pueda servir como una topografía social para orientarse políticamente.

En esa tarea, el pensamiento de Karl Marx sigue siendo uno de nuestros mejores aliados.

(*) Miembro del comité de redacción de Sin Permiso.

Fuente: Sin Permiso

Una primera versión este artículo fue publicado en la revista Nous Horitzons, nº 218, que conmemora el bicentenario del nacimiento de Karl Marx.

Notas:

[1] M. Savage, Social Class in the 21st Century, Londres, Penguin, 2015. No debe olvidarse que la idea de la “meritocracia” dentro de una sociedad capitalista –que uno ocupa la posición social que merece como resultado de su esfuerzo y acción– fue acuñada por un diputado laborista de izquierdas… ¡precisamente para criticarla como engaño! Véase Michael Young, The Rise of Meritocracy (1958).

[2] J. Goldthorpe “De vuelta a la clase y el estatus: por qué debe reivindicarse una perspectiva sociológica de la desigualdad social”, Revista española de investigaciones sociológicas, 137, 2012, pp. 43-58; E. O. Wright, Understanding Class, Londres, Verso, 2016.

[3] Margaret Tatcher, declaraciones al Newsweek, 1992.

[4] M. Savage, “End Class Wars”, Nature, 537, 2016, pp.475-479.

[5] A. Domènech, El eclipse de la fraternidad, Barcelona, Crítica, 2004.

[6] E. O. Wright, op.cit.

[7] E. Meiksins Wood, “The Uses and Abuses of «Civil Society»”, Socialist Register, 26, pp. 60–84.

[8] Las relaciones que mantenemos los seres humanos en sociedad pueden ser más o menos compulsivas según impelan con mayor o menor fuerza a jugar el rol que preestablecen. Según el sociólogo hindú Vivek Chibber, el hecho de que la supervivencia de los desposeídos de recursos productivos dependa de la aceptación de contratos de trabajo asalariado en mercados laborales hace que las relaciones de clase sean especialmente compulsivas. Y lo son porque afectan y movilizan las motivaciones más básicas de la especie humana: su propia supervivencia. Véase V. Chibber, “Rescuing Class From the Cultural Turn”, Catalyst, 1 (1) 2017.

[9] Véanse, especialmente, R. Hilton (ed.) La transición del feudalismo al capitalismo, Barcelona, Crítica, 1977; E. Meikisins Wood, The Origin of Capitalism: A Longer View, Londres, Verso, 2002; Federicci, S. Calibán y la Bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, Madrid, Traficantes de Sueños, 2010.

[10] Linebaugh, P. y Rediker, M. La Hidra de la Revolución. Marineros, esclavos y campesinos en la historia oculta del Atlántico, Barcelona, Crítica, 2005; Federicci, S. op.cit. Sólo posteriormente, nos dice Linebaugh, a partir del siglo XVIII, la invención del “racismo biológico” conseguiría dividir a ese proletariado multiétnico, generando la separación entre dos historias (a  veces confluyentes, a veces paraleleas, a veces opuestas) entre la opresión racial y la opresión de clase. De forma parecida, Federicci analiza la nueva división sexual del trabajo que trajo la imposición violenta del capitalismo como una estrategia de división de las clases populares, especialmente con la invisibilización y desvaloración del “trabajo de cuidados” a través de la figura del salario.

[11] Durante mucho tiempo en la tradición marxista se abusó de una metáfora propuesta por el propio Marx –y curiosamente nunca empleada como instrumento de análisis en sus escritos– que definía las relaciones productivas como la “base”, sobre la que se erigiría una “superestructura” compuesta por el sistema jurídico, político, ideológico, cultural, etc. Marx mismo no dio mucha importancia a esta metáfora, y, por  más sofisticada que se nos presente, es engañosa y tiene difícil arreglo. Como dijo E. P. Thompson, lo mejor es deshacerse para siempre de ella. Véase E. P. Thompson, “Folclore, Antropología e Historia Social”, Indian Historical Review, 3, 1976, traducido en Historia Social, 3, invierno 1989, pp. 63-86.

[12] X. Lafrance “From Industrialism to Capitalism: re-assessing the relevance of class analysis”, Problématique, 2013, pp. 16-33. Así lo describía F. Engels: «La única diferencia con la antigua y franca esclavitud es que el trabajador de hoy parece ser libre porque no se vende de una vez por todas sino poco a poco, por día, semana y año, y porque ningún amo de esclavos lo vende a otro sino que el propio trabajador se ve obligado a venderse a sí mismo, siendo esclavo no de una persona en particular sino de toda la clase propietaria», en The Condition of the Working Class in England, Panther Edition, 1969 [1844], texto del Instituto Marxismo-Leninismo, Moscú, p.96.

[13] Es el conocido argumento del “fetichismo de la mercancía” en el capítulo 1º del libro I de El capital de K. Marx. La referencia clásica para profundizar es G. Lukàcs, Historia y consciencia de clase, Barcelona, Grijalbo, 1975.

[14] Véase especialmente el argumento de D. Harvey: “La acumulación por desposesión”, El Nuevo Imperialismo, Madrid, Akal, 2003; “El neoliberalismo a juicio” en Breve historia del neoliberalismo, Madrid, Akal, 2007.

[15] F. Engels, Juristen-Sozialismus, 1887 (citado en A. Domènech, “Socialismo. ¿De dónde vino? ¿Qué quiso? ¿Qué logró?” en M. Bunge y C. Gabeta (comps.) ¿Tiene porvenir el socialismo?, Barcelona, Gedisa, 2015).

[16] M. Tuñón de Lara, Metodología de la historia social en España, Madrid, Siglo XXI, 1973, p.31.

[17] I. Katznelson, “Constructing Cases and Comparisons”, en Katznelson, I. y Zolberg, A. I., Working-Class Formation. Nineteenth-Century Patterns in Western Europe and the United States, Princeton: Princeton University Press, 1986.

[18] Algunos autores prefieren reservar el uso de “clase social” a esta dimensión. Ellen Meiksins Wood, por ejemplo, emplea la expresión “situaciones de clase” para referirse a la dimensión objetivo-fáctica.

[19] Ver, para los ejemplos, G.E.M. de Ste. Croix La Lucha de clases en el mundo griego antiguo, Barcelona, Crítica, 1988; A. Matthiez, La Revolución Francesa, Barcelona, Labor, 1935; E. P. Thompson, Tradición, revuelta y conciencia de clase, Crítica, Barcelona, 1984. La lucha de clases no siempre revista formas tan épicas. De hecho, no sería demasiado arriesgado defender que su forma más habitual tiene lugar en pequeños actos de resistencia a la imposición de las condiciones laborales. El absentismo laboral, la deferencia, el trabajo con desgana, el sabotaje disimulado, la pequeña complicidad y otros actos similares pueden incluirse así en esas relaciones (casi) siempre conflictivas  que son las clases sociales.

[20] E. Meiksins Wood, “The Politics of Theory and the Concept of Class: E.P. Thompson and his Critics”, Studies in Political Economy, 9, 1982.

[21] Para algunos historiadores las clases son, por tanto, una evidencia empírica, queriendo decir que el concepto de clase surge del análisis del proceso diacrónico, de las “regularidades repetidas ante situaciones análogas” a lo largo del tiempo, y por tanto se trataría de un concepto histórico en el sentido de que está diseñado para integrar en sí esas regularidades en el transcurrir de la historia (véase E. P. Thompson, “Observaciones sobre clase y «falsa conciencia»”, Historia Social, 10, 1991, pp. 27-32).

[22] Para este hilo argumental ver E. P. Thompson, Miseria de la teoría, Barcelona, Crítica, 1981.

[23] E. P. Thompson, “Folklore, Anthropology and Social History”, Indian historical review, v. 3 (2), 1978, pp. 247-266. Sin ir más lejos, los recursos culturales o las redes de contactos juegan un papel esencial en los procesos de acumulación de capital, porque proporcionan herramientas para desenvolverse en el mundo que se hacen valer, por ejemplo, a la hora de obtener un mejor rendimiento escolar, de conseguir un puesto de trabajo o de ganar aceptación de los pares La referencia clásica es P. Bourdieu, La distinción: criterios y bases sociales del gusto, Madrid, Taurus, 1988. Dos autores relevantes que ofrecen una actualización del análisis de Bourdieu son el propio Mike Savage, op.cit. o José Luis Moreno Pestaña, véase La cara oscura del capital erótico, Madrid, Akal, 2016

[24] Para este argumento, véase el segundo capítulo de G. E. M. de Ste. Croix, op.cit.

[25] Thompson, E. P., “La sociedad inglesa en el siglo XVIII. ¿Lucha de clases sin clase?”, en Tradición, revuelta y consciencia de clase, Barcelona, Crítica, 1984, epígrafe IV. Que Thompson no reducía el concepto de clase a la existencia de una clase obrera formada y consciente de sí misma (a pesar de las recurrentes críticas que se le hicieron y hacen en este sentido) es algo evidente en sus estudios sobre la Inglaterra del XVIII y en el hecho de que siempre admiró y citó en repetidas ocasiones el uso del concepto de clase que hacían sus colegas Rodney Hilton o Christopher Hill, ocupados en el estudio de períodos en los que el vocabulario en términos de clase no estaba disponible para los sujetos. Para una discusión de la pertinencia de su concepto, véase Meiksins Wood, E. “The Politics of Theory and the Concept of Class: E. P. Thompson and His Critics”, Studies in Political Economy, vol. 9, pp. 45-75, 2008.

[26] Por razones de espacio, el siguiente epígrafe resumirá algunas cuestiones complejas de forma excesivamente simplificadora. Espero que el lector sepa perdonarme por ello. Me he ocupado con más detalle de estos problemas en Martínez-Cava Aguilar, J. “Cuando el bozal de la bestia es de papel. Ernesto Laclau en el siglo XXI”, Sin Permiso, 16, 2018.

[27] Ver, ante todo, E. Laclau y C. Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista, México D.F., Siglo XXI, 1985.

[28] E. P. Thompson, The Making of…, op.cit.

[29] Ellen Meiksins Wood, Democracy against Capitalism. Renewing Historical Materialism, Londres, Verso, 1995.

[30] Y. Varoufakis, “The High Cost of Denying Class War”, Project Syndicate, 8 de diciembre de 2017.

[31] Ver El 18 de Brumario de Luis Bonaparte o La guerra civil en Francia. Para su papel como periodista puede leerse el artículo de David Guerrero en este mismo volumen, y la reciente colección editada por Mario Espinoza: K. Marx, Artículos periodísticos, Madrid, Alba, 2016. Para su lectura de la dimensión internacional de la lucha de clases véase el clásico A. Rosenberg, Democracia y socialismo. Historia política de los últimos ciento cincuenta años (1789-1937), México D.F., Siglo XXI, 1981.

[32] E. Meiksins Wood, ¿Una política sin clases? El postmarxismo y su legado, Buenos Aires, RYR, 2013.

[33] Un vistazo a algunos movimientos que llegaron a poner en peligro a los poderes capitalistas debería bastar.  Por ejemplo: el movimiento pacifista durante la Guerra Fría. O, por limitarnos a nuestro entorno, el movimiento vecinal en la Transición española. El papel de las mujeres en la historia del movimiento obrero, tradicionalmente olvidado, y que lideró huelgas de alquileres o motines populares, también merece un papel destacado aquí.

[34] V. Chibber, “Why the Working Class”, Jacobin, 13 de marzo de 2016.

[35] E. P. Thompson, “El punto de producción”, en Socialismo y democracia, México, UAM, 2016, p.316.

[36] Véase el fantástico artículo de M. Davis, “Old Gods, New Enigmas. Notes on Historical Agency”, Catalyst, 1 (2), 2017. Sobra decir que la pérdida de protagonismo de esta figura no implica ni su desaparición ni que sea prescindible de cara a una transformación social profunda.

[37] La referencia clásica es E. P. Thompson, La formación de la clase obrera en Inglaterra, Madrid, Capitán Swing, 2012.

[38] Un ejemplo en nuestro entorno serían el Instituto Nacional de Estadística (INE) o el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS).

[39] Para la diferencia entre “empleo” y “trabajo” véase D. Raventós, Las condiciones materiales de la libertad, Barcelona, El Viejo Topo, 2007.

[40] M. Savage, Social Class in the 21st Century, Londres, Penguin, 2015

[41] Dado que muchos de los patrones son similares en otros países europeos, el estudio podría emplearse como hipótesis para investigar estos.

[42] La referencia básica para comprender este grupo social sigue siendo Guy Standing, véase El Precariado: una nueva clase social, Pasado y Presente, Barcelona, 2013; Basic Income: And How We Can Make It Happen, Londres, Penguin, 2017 (próxima traducción en Pasado y Presente).

[43] Algo que un concepto ocupacional de clase no puede captar por definición.

[44] B. Lemoine y Q. Ravelli, “Financiarización y clases sociales”, texto introductorio al número “Financiarisation et classes sociales : introduction au dossier”, Revue de la régulation [En ligne], 22, 2nd semestre, otoño de 2017. Disponible traducido en http://www.sinpermiso.info/textos/financiarizacion-y-clases-sociales.

[45] Brian Palmer, “Marx y el materialismo histórico: pasado, presente, futuro”, Nuestra Historia, 5, 2018, pp. 41-48.

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