viernes, noviembre 22, 2024
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Kaput-alismo: ¿Morirá el Capitalismo?

El hecho de que el capitalismo occidental sufre una grave crisis es un lugar tan común hoy en día que prácticamente se ha convertido en un cliché. En 2008 el sistema financiero mundial se situó al borde del colapso y las medidas de rescate que emprendieron los gobiernos aterrorizados pesarán sobre sus economías durante muchos años.

Los economistas y analistas de mentalidad neoconservadora y económicamente liberal no nos ofrecen ninguna explicación que contribuya al esclarecimiento de esta postura. Sus modelos sencillamente no pueden explicar por qué un sistema basado en actividades mercantiles desreguladas siempre puede entrar en crisis –y por qué no puede redescubrir el camino de regreso a la prosperidad si el estado sufre un desmantelamiento progresivo y las leyes del mercado se relajan.

Sin embargo, los economistas y analistas que comulgan con el pensamiento keynesiano y reformista están mucho más cerca de la realidad: su juicio crítico viene a significar que la aplicación de unas políticas erróneas –la desregulación de los mercados, la liberalización del sistema financiero, la disminución del papel del estado y el escandaloso aumento de la desigualdad– ya había minado la estabilidad del sistema.

En pocas palabras: llevan 30 años impulsando políticas equivocadas y, desde el estallido de la crisis, se han aplicado una serie de políticas desastrosas, y el sistema solo se puede estabilizar cuando se ponen en marcha las políticas correctas.

Pero examinemos el mundo más de cerca: ahí tenemos a España, con sus casas fantasma, monumentos a un fallido nuevo comienzo, que se extienden kilómetros y kilómetros a lo largo de las playas; o echemos un vistazo a las clínicas de ‘solidaridad’ de Grecia abarrotadas de gente sin seguro médico; a la América rural, donde el número de desempleados se niega a bajar a pesar del crecimiento del crédito; a nuestros centros urbanos del norte de Europa donde todo parece estable, pero donde enseguida se puede sentir que las cosas no están progresando -en el mejor de los casos es un estancamiento con una competencia cada vez más dura por un nivel de vida digno a lo que hay que añadir un resentimiento galopante sin ninguna confianza en el futuro.

En pocas palabras: ya no funciona adecuadamente. De este modo, cabe preguntarse: ¿y si las herramientas keynesianas no dan para más?

El economista norteamericano Robert Brenner mencionaba esa evolución hace ya 20 años en su libro La economía de la turbulencia global –y preveía un futuro asolado por la crisis. Fue Brenner el que acuñó el concepto de “estancamiento secular”:  una expresión actualmente en boca de todos los economistas de las corrientes dominantes.

El atractivo del análisis de Brenner reside en su explicación del final del boom de posguerra y el inicio del lento declive por ciertas tendencias endógenas o por la lógica dinámica interna del capitalismo. Y, de este modo, llega a una conclusión: aunque solo sean una verdad cruel, estas tendencias críticas no van a desaparecer simplemente por desearlo mediante una serie de políticas diferentes porque el capitalismo desarrollado, por razones tecnológicas así como económicas, está alcanzando límites que ya no permiten altas tasas de crecimiento y aumentos de productividad.

Debido a que los márgenes de beneficios de las empresas medias están disminuyendo, las organizaciones empresariales, ayudadas por gobiernos amigos, han empezado a atacar los derechos de los trabajadores y el estado del bienestar y, de este modo, han reducido los ingresos de la gente normal pero sin conseguir resolver el problema –tal y como este consumidor deprimido vuelve a demandar. Todas las respuestas a la crisis la reavivan de nuevo.

En una situación así es absolutamente obvio que se generará una burbuja en los mercados financieros y las instituciones financieras se convertirán en los actores decisivos del capitalismo global. Sin embargo, los inflados mercados financieros una vez más ponen en juego esas inestabilidades intrínsecas que importantes economistas como Hyman Minsky han analizado.

Cuanto más despiadado es el juego de los mercados, más pende de un hilo todo el sistema.

Por qué el capitalismo necesita crecimiento

La reducción del crecimiento es, por varias razones, un problema sistémico. Para comprender esto debemos examinar un factor decisivo del capitalismo.

Su éxito y prosperidad se debieron al crédito a la inversión. En otras palabras, necesita deuda. Las empresas suscriben créditos, acumulan deuda con el objeto de invertir, pero esas inversiones solo se saldan si hay un crecimiento adecuado; si no, hay una oleada de bancarrotas.

Si echamos la vista atrás a los últimos 20 años con seriedad, tenemos que reconocer que hubo una enorme explosión del crédito, pero únicamente un crecimiento económico relativamente bajo.

Si la lección económica general que debía desprenderse de una explosión crediticia de tal calibre era que resultaría en una cantidad enorme de crecimiento –ésta debía señalar, de un modo crítico, que este crecimiento sería insostenible, se desviaría hacia canales equivocados, el capital no se destinaría a los lugares correctos– esto no ocurrió.

 Tenemos expansión crediticia y minicrecimiento –y no de la noche a la mañana.

Uno de los síntomas de la crisis menos advertido pero, posiblemente, uno de los más significativos es el grado de endeudamiento general de las economías capitalistas. A lo que nos referimos es a la deuda acumulada de todos los actores económicos de una economía, no sólo del estado: el gobierno, la deuda doméstica corporativa y privada en conjunto.

La mayoría de las economías tienen un apalancamiento del 300% del PIB. A menudo del 400%. Hace unas décadas, el nivel todavía era una cuarta parte de este. ¿Cómo se supone que se va a disminuir este nivel si el crecimiento es bajo, cómo se supone que se van a financiar los reembolsos resultantes?

¿El fin del capitalismo?

¿Puede imaginarse uno, por lo tanto, que el capitalismo es un kaput-alismo que lleva la señal de la caída de Caín? ¿Y cómo podemos imaginar este fin?

“La imagen que tengo del fin del capitalismo —un fin que creo que ya está en camino— es la de un sistema social en deterioro crónico” es como lo describió el sociólogo alemán Wolfgang Streeck hace dos años.

Un cuasi estancamiento permanente con niveles de crecimiento mínimos en el mejor de los casos, una desigualdad candente, la privatización de todo sin excepción, la corrupción endémica y el expolio, donde las expectativas de ganancias normales disminuyen aún más, un consecuente hundimiento moral (el capitalismo cada vez está más ligado al fraude, al robo y a los chanchullos), Occidente debilitándose más y más, tambaleándose a medida que fomenta la desintegración y la crisis en los lugares problemáticos de su periferia.

El premio Nobel de Economía Paul Krugman, al igual que Larry Summers, pinta un panorama de “depresión permanente”. El  secretario de Hacienda de Bill Clinton –verdaderamente no rojillo– emplea la expresión “estancamiento secular” como una verdad manifiesta –con el significado de que los largos siglos de crecimiento del capitalismo dinámico podrían llegar a su fin.

El célebre economista Robert J Gordon también ha investigado en un artículo que se ha comentado mucho si, al menos en EE. UU., “el crecimiento económico se ha acabado”. Las tasas de crecimiento adoptaron un ritmo dinámico en 1750, alcanzaron una velocidad vertiginosa a mediados del siglo XX y desde entonces han ido disminuyendo en épocas sucesivas.

Las grandes innovaciones que traen el desarrollo de la productividad así como el crecimiento pueden pasar a la historia:

“El crecimiento de la productividad… se ralentizó sensiblemente tras 1970”. La tercera revolución industrial, con la informatización y el consiguiente ahorro de mano de obra, también demostró sus repercusiones fundamentales entre 1960 y finales de la década de 1990, pero prácticamente ha llegado a un punto muerto desde la década de 2000. A pesar de las impresiones superficiales, en los últimos 15 años prácticamente no se han producido más innovaciones genuinamente productivas.

“Desde 2000 las invenciones se han centrado en el entretenimiento y los dispositivos de comunicación, que son más pequeños, más inteligentes y más eficientes, pero no cambian la productividad laboral de un modo fundamental o las condiciones de vida del modo en que lo hicieron la luz eléctrica, los automóviles o el agua corriente.”

En su último libro, The End of Normal, el economista James K. Galbraith tiene una opinión similar e incluso va un paso más allá. La época de prosperidad que tuvo lugar entre 1850 y 1970 ha afianzado entre los economistas la tácita certeza de que el crecimiento constante es la “normalidad” y que, sin embargo, el estancamiento y la crisis son “la excepción”.

Galbraith hoy tiene dudas: “Lo que funcionó en épocas pasadas puede no funcionar hoy día”.

Incluso si la tesis de Robert Gordon sobre el declive en las dinámicas de innovación no fuera totalmente acertada, podría darse el caso de que las innovaciones actuales ya no funcionaran para la naturaleza próspera del capitalismo en conjunto, sino que más bien tiene efectos ambivalentes. Ante todo, uno de sus efectos es que se destruyen empleos y no se reemplazan por otros nuevos. Las nuevas tecnologías digitales están encaminadas principalmente a reducir costes y ganar nuevos mercados a costa de empresas más antiguas.

En este caso, el periodo actual se distingue de anteriores fases de innovación: mientras, en épocas anteriores, ‘la destrucción creativa’ en el proceso de innovación se deshacía de trabajos antiguos y a menudo precarios (como en la agricultura), pero surgían cantidades enormes de empleos nuevos y a menudo mejores (como en la industria automovilística), ahora las innovaciones, traen mayor desempleo para una parte y, todavía peor, empleos más precarios a otra segmento de la población activa.

De esta manera, los ingresos totales del hombre de la calle están sometidos a una presión cada vez mayor y van, irremediablemente, en sentido descendente.

Todos los indicadores y análisis expuestos aquí señalan en la dirección que los expertos llaman “estado estacionario” o economías sin gran crecimiento.

Ahora bien, obviamente, no es en modo alguno seguro que el capitalismo vaya a morir. La historia está llena de teorías sobre crisis económicas que nunca llegaron a ocurrir. Pero, al mismo tiempo, no deberíamos estar tan seguros sobre su supervivencia. Teniendo en cuenta estos síntomas, que son todos indicios del hundimiento crónico del sistema, un hundimiento que no se puede prevenir simplemente mediante políticas económicas “más inteligentes”, haríamos bien en preguntar cómo se conformará la sociedad de mañana si los profetas del pesimismo llegan a estar en lo cierto.

O, en palabras de Galbraith: “Cómo lidiar con una situación en la que los problemas son sustancialmente mayores que los que hayamos experimentado en los últimos 80 años. Tendremos que prestar mucha más atención a las necesidades de los más vulnerables de nuestra sociedad”.

Sin embargo, quizá deberíamos reflexionar sobre estos asuntos de un modo más ambicioso. Quizá, después de todo, una transición lenta, sucesiva de un sistema capitalista a un orden económico diferente es posible y, sí, ya hemos iniciado esa transición. Esa sería la mejor perspectiva, por supuesto.

He hallado indicios de ello en mis numerosos viajes por las economías que permanecen fuertes, pero también en algunos de los llamados países en crisis. No hace tanto tiempo tuve una conversación con Ioannis Margaris, el CEO del productor de energía nacional de Grecia, un técnico y teórico económico que está invirtiendo mucha de su propia energía en la transformación de la producción eléctrica de Grecia en un sistema de producción entre iguales.

Antes de formar parte del equipo directivo de la empresa energética, Margaris era investigador de la Universidad Técnica donde, junto con la economista de Syriza Elena Papadoulou, escribió un importante informe sobre la “transformación de la producción”.

La idea de fondo era: cómo se puede cambiar lentamente la economía de forma que las cada vez más descentralizadas empresas autogestionadas, cooperativas e iniciativas desempeñen un papel cada vez más importante –de forma que, al final, emerja una economía mixta compuesta de compañías privadas, empresas estatales y cooperativas y órganos económicos alternativos.

Solo es necesario observar el mundo con los ojos abiertos y, enseguida, se ve que a cada paso hay todo tipo de iniciativas: ONG, empresas y cooperativas que están construyendo conjuntamente un nuevo sistema de redes, el núcleo de un nuevo tipo de socialismo.

Un socialismo o una forma de economía de uso compartido, de economía comunitaria, basada en la iniciativa de grupos pequeños y totalmente descentralizados –un socialismo que no tiene nada en común con la bestia burocrática de anteriores economías dominadas por el estado ni con las que conocemos por el comunismo y tampoco con las sociedades del estado capitalista tal y como existían cerca de casa hace 30 años.

Y, por supuesto, por ahora, éstas son sólo pequeñas islas alrededor de cientos de iniciativas nuevas, pero su peso y valor no se aprecian como se merecen –apenas podríamos superar esta crisis sin ellas.

“Creo”, escribe el escritor economista británico Paul Mason en su libro Postcapitalism que trata de proyectos como estos, que ofrecen “una vía de escape –pero únicamente si estos microproyectos son alimentados, promocionados y protegidos por un cambio fundamental en lo que hacen los gobiernos”.

Quizás lo que necesitemos sea aprender a examinar las cosas de forma adecuada. ¿Conocen esos famosos dibujos rompecabezas en los que, cuando los miras de una forma parecen totalmente caóticos y borrosos, y solo cuando los miras de la forma correcta aparece una imagen?

Tal vez pase lo mismo con nuestra economía: creemos que vivimos en una economía que gira exclusivamente alrededor del comercio, el beneficio, el dinero, la riqueza material y el resultante estatus social. Y el resto de los actores económicos –ya sean grupos de autoayuda, círculos de intercambio de archivos, cooperativas, ideas creativas para empresas, proyectos altruistas de ayuda– nos parecen algo que, de algún modo, son extraeconómicos, algo así como la actividad de unos cuantos locos que tienen graciosas ideas fijas, como terapia laboral para hombres y mujeres buenos. Sin embargo, quizá sea esa la forma totalmente errónea de ver el mundo. Quizá ya estemos en plena transformación poscapitalista –y simplemente no nos damos cuenta.

(*) Periodista y ensayista de política

Fuente: CTXT

Traducción; Paloma Farré

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