Es costumbre por estas fechas “hacer un aro”, echar una mirada al camino recorrido y el que se viene por delante. En este ejercicio, muchas veces perdemos de vista que nuestro tranco individual sigue el curso y ritmo que imponen la marcha del pueblo y la humanidad de los que formamos parte.
Sus correntadas se mueven en un cauce que, más o menos, algo se puede barruntar, aunque sus dimensiones son tan inmensas que resultan difíciles de apreciar aún en sus grandes líneas, y resulta imposible pronosticar con precisión o certeza, puesto que siempre hay neblina y suele dar giros y adentrarse por desfiladeros inesperados. Aun así, es bien fascinante y puede resultar de utilidad, intentar apreciar los grandes rasgos de nuestro movimiento colectivo.
Como decía Eric Hobsbawm, el sabio británico recientemente fallecido, el gran descubrimiento que nos legó la historiografía del siglo XIX, fue apreciar que el mejor hilo conductor para comprender el curso grueso del movimiento de nuestra sociedad es observar cómo se va modificando la forma de vida y trabajo de las grandes masas de la población. Y ¡vaya que está cambiando! con una masividad que impone al curso general de los acontecimientos un ritmo vertiginoso.
En su plano más profundo, que determina todos los demás y sigue marcando el carácter de nuestra época, en el año recién pasado, no menos de unos setenta millones de seres humanos, unos doscientos mil cada día, dejaron atrás la vida que tradicionalmente habían llevado en el campo, y marcharon hacia las incertidumbres de una nueva vida en las gigantescas urbes del mundo emergente. A ese ritmo, que posiblemente se acelerará aún más en el año que viene, la mitad de la humanidad que todavía vive y trabaja en el campo se habrá urbanizado en su mayor parte en las dos o tres décadas que vienen.
De este modo, seguiremos experimentando los dolores del gigantesco parto de la modernidad urbana, que ha durado dos siglos y culminará en el curso del actual. La población del mundo seguirá creciendo el año que viene, pero a un ritmo cada vez menor, en la medida que la mitad que se urbaniza acelera todavía su ritmo de crecimiento, antes de estancarse o decrecer como ya lo hace la otra mitad.
La economía mundial seguirá creciendo a un ritmo promedio de largo plazo parecido al incremento de la población urbana, lo cual significa que su centro seguirá gravitando y crecientemente, desde las regiones que se urbanizaron más tempranamente, hacia las más pobladas del planeta, pero condicionada por su movimiento cíclico de largo y corto plazo. La globalización de la civilización urbana traerá muchas maravillas, pero al mismo tiempo el terrible peligro de los tres demonios que la acompañan:la depredación de la naturaleza, el fascismo y la guerra.
El año termina con una buena noticia, aunque insuficiente, con el acuerdo de París para evitar el calentamiento global. Los rostros horrendos de los otros dos demonios, bien se conocieron durante el siglo veinte y andan por ahí mostrando sus orejas.
Especialmente el último, que es consecuencia del segundo y el peor de todos, se desata cuando las viejas potencias dominantes pretenden impedir por la fuerza su inevitable pérdida de hegemonía frente a las emergentes, que inevitablemente llegan a ser mucho más grandes dada su población urbana muchísimo mayor.
Felizmente, el siglo XX enseña que es posible aislar y reprimir el fascismo e impedir la guerra, o derrotarlos si no se logra evitarlos. La supervivencia de la humanidad depende que esa lección haya sido aprendida, puesto que estos demonios son diez veces más grandes en el siglo XXI.
Los ciclos económicos de largo plazo, “seculares” como se llaman ahora, parecen estar determinados asimismo por la urbanización global. Así puede haberlo demostrado el economista estadounidense Robert Brenner, que comprobó que la competencia de las economías que emergen sucesivamente, hace disminuir la tasa de ganancia de las industrias transables en las economías dominantes, generando en éstas, a cada tantas décadas, tiempos de graves turbulencia, “crisis seculares” como la que han venido experimentado desde los inicios del presente siglo.
La buena noticia es que la inversión productiva en las economías centrales parece haberse recuperado finalmente en buena medida, y éstas parecen haber recuperado una trayectoria de crecimiento secular, aunque a tropezones puesto que mantienen todavía graves desequilibrios. El principal de éstos es su nivel de endeudamiento, que duplica, triplica y hasta cuadruplica el producto interno bruto (PIB) anual en las principales economías desarrolladas. Lo más probable es que dicho exceso se diluya mediante una depreciación general de las principales monedas, trayectoria en que se ya encuentran embarcados de lleno Europa y Japón.
Lamentablemente, la buena noticia anterior genera, contradictoriamente, severos problemas en las economías emergentes como la chilena.
En los años de turbulencias y baja inversión productiva en las economías desarrolladas, los capitales habían buscado ganancias especulativas inflando artificialmente el precio de las materias primas, monedas y bolsas de valores en las economías emergentes.
Al iniciar aquellas su recuperación secular, los capitales especulativos se repatrian, provocando el derrumbe del llamado “súper ciclo” de precios de materias primas, así como la depreciación de monedas y hundimiento de bolsas de valores, en las economías emergentes. Así sucedió en la “Década Perdida” de 1980, cuando las economías emergentes se hundieron al tiempo que las desarrolladas se recuperaban tras la crisis secular de la década de 1970. Así está sucediendo de nuevo.
La sociedad chilena, por su parte, vive otro de los grandes momentos de auge en la participación política de la ciudadanía, la que está liberando la inmensa cantidad de energía que se requiere para completar las reformas necesarias para que el país culmine su propio parto moderno, que ha durado buena parte del pasado siglo. Estas grandes erupciones populares se han venido sucediendo a cada década, en promedio, desde aquella que en 1924 empujó desde abajo el nacimiento del moderno estado chileno.
Las dos anteriores permitieron hacer la reforma agraria y nacionalizar el cobre, y luego terminar con la dictadura. La que está en curso es muy grande y no amainará antes de cumplir con la gran tarea pendiente: aventar la hegemonía que la vieja élite rentista, los “Hijos de Pinochet”, han venido ejerciendo sin legitimidad, sólo apoyados en la fuerza bruta y sus secuelas, desde el golpe de 1973, provocando un severo retroceso en todos los planos de nuestra sociedad, los que todavía no s logran revertir.
No se espera un clima moderado en el año que se inicia. Habrá que afirmarse los pantalones, porque los tiempos que se vienen no serán fáciles. Sin embargo, como lo ha hecho antes muchas veces, casi siempre, el flexible y experimentado sistema político chileno sabrá reponerse de la crisis que atraviesa y conducir las reformas pendientes para hacer del nuestro un país moderno de verdad.