lunes, noviembre 25, 2024
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Profecía Congelada: El Manifiesto Comunista Hoy

Me parece tentador hacer un pastiche con las palabras de un gran reaccionario, Friedrich Nietzsche, y proponer una reflexión sobre los usos y abusos de la historia de la izquierda y sus textos fundadores.

También la izquierda tiene sus historias monumentales, proponiendo ejemplos eternos para la imitación, sus historias de anticuario, estudiando con detenimiento las minucias de las experiencias pasadas, ya sean distantes o irrelevantes y, tal vez más raramente, sus historias críticas, lo que Nietzsche llamó “la historia que asume el derecho de juzgar y que juzga”.

La tentación de hacer un monumento del Manifiesto es enorme, en tanto que sus más señaladas frases están tejidas, a veces inconscientemente, en el léxico de la izquierda.

Pero toda la reverencia que se le prodiga a este y a otros textos tiene un precio, el olvidar que la teoría comunista es también una ciencia que toma partido, que es estratégica, coyuntural, y por tanto de muchos modos efímera, y que puede sufrir cuando es tratada como una especie de verdad eterna. Los muchos estratos de su historia política y el que algunas de sus frases más mordaces se hayan convertido en eslóganes y clichés hacen difícil pensar sobre el Manifiesto en el presente de una forma no complaciente y no congratulatoria. Incluso su celebración debe ser amarga. Si adaptamos lo que dijo Adorno de la filosofía, el Manifiesto es todavía necesario porque se dejó pasar el instante de su realización.

Quisiera proponer que debemos detenernos en este texto para experimentar las tensiones entre su poesía de la revolución y la prosa ilegible de nuestro presente, la brecha entre su declaración del futuro comunista y nuestra experiencia de la dominación duradera del capital. Y no, como ha sido frecuentemente el caso, para celebrar las anticipaciones supuestamente “proféticas” del capitalismo globalizado. Tales profecías, felizmente aceptadas de forma no sorprendente por los defensores del capitalismo, no valen mucho en última instancia para el tipo de teoría comunista que no quiere cortar sus lazos con la práctica comunista – especialmente si, separando la primera parte del Manifiesto del resto, lo convierten en un relato lírico de la transición a en vez de desde el capitalismo.

O más bien, deberíamos tal vez seguir el ejemplo del éxito y el fracaso simultáneos de la dimensión profética del Manifiesto –tomando la profecía aquí como un discurso que es a la vez racional y radical, en la que un análisis de la lógica y tendencias del capital está ligado a una apuesta que busca anticipar e invocar, y por tanto en un sentido crear, su Némesis. El éxito reside en pronosticar los procesos asociados de la proletarización –con el trabajo asalariado siendo la friolera en el presente de dos mil millones de seres humanos– y de la subsunción del planeta bajo relaciones capitalistas.

El fracaso está en la correlación establecida entre estos procesos, una correlación que asume diversas formas en el Manifiesto pero sobre todo, mediante la famosa figura del enterrador, la idea de una relación más o menos lineal entre los procesos de dominio capitalista –desde la división del trabajo hasta la centralización de la producción, desde la reducción de las habilidades del trabajo a la concentración de trabajadores en ciudades y fábricas –y las condiciones para su derrocamiento revolucionario.

Es esta correlación entre las leyes del movimiento del capital y las leyes del movimiento de la clase trabajadora, por así decirlo, la que ha hecho problemático el proyecto del cambio social y político propuesto por el Manifiesto. Aunque pienso que todavía podemos plantear una dialéctica entre el desarrollo capitalista y el desafío proletario, está claro que no se trata de algo linear. Mirar hacia atrás y leer el Manifiesto a través de las densas capas de la historia que nos separan del tiempo en que fue escrito (ahora que, aunque parezca mentira, muchos quieren ver nuestra coyuntura actual en analogía a la de 1848, por ejemplo con referencia a las revueltas árabes) no puede sino conllevar repensar su imagen misma del tiempo, puesto que su futuro comunista no es, ay, ni nuestro pasado ni nuestro futuro.

Ciertamente, tal vez una de las dimensiones más desafiantes del Manifiesto es precisamente lo que algunos consideran que es su descarado modernismo, su celebración de la novedad y la creación como estando ligadas inextricablemente con la destrucción, la turbulencia y la erradicación de las costumbres y comunidades del pasado. Es a la vez refrescante y desconcertante experimentar hoy en este texto fundador la ausencia de todo deseo de conservar, de todo intento de defender formas previamente existentes de vida, y ver cómo asume las dimensiones más devastadoras de la sociedad burguesa como el elemento principal y el recurso para la transformación emancipadora.

Podríamos preguntarnos si es todavía posible en estos tiempos de nostalgia de lo lento escribir tan líricamente sobre la aceleración, la dislocación y la destrucción. Fredric Jameson ha aludido recientemente a esta cuestión, recordando enfáticamente el modernismo de Marx a diferencia de la izquierda contemporánea que sufre de la tendencia, como él dice, a “ser reducida a proteger las cosas. Es una especie de conservadurismo; salvar todas las cosas que el capitalismo destruye, desde la naturaleza a comunidades, ciudades, cultura y demás. La izquierda está colocada en una posición nostálgica contraproducente, simplemente tratando de desacelerar el movimiento de la historia.

Hay una línea de Walter Benjamin que ejemplifica que –aunque no sé cómo él llegó a pensarlo– las revoluciones son “tirar del freno de emergencia”, para parar la embestida del tren. No creo que Marx lo pensase en absoluto de este modo. Creo que Marx pensó que la productividad se incrementaría al deshacernos del capitalismo. Al nivel de la organización, la tecnología y la producción, Marx no quiso un retorno al trabajo artesanal, sino continuar con todo tipo de formas complejas de automatización y computarización”. 1

Volviendo al Manifiesto mismo, podríamos también notar la ironía dialéctica por la que la orientación al futuro de la sociedad burguesa, se convierte, cuando se la observa desde el punto de vista del despotismo del trabajo muerto sobre el trabajo vivo, en una dominación del pasado.

Como escribe Marx: “En la sociedad burguesa, el trabajo vivo no es más que un medio de incrementar el trabajo acumulado. En la sociedad comunista, el trabajo acumulado no es más que un medio de ampliar, enriquecer y hacer más fácil la vida de los trabajadores. De este modo, en la sociedad burguesa el pasado domina sobre el presente; en la sociedad comunista es el presente el que domina sobre el pasado”.

Quisiera argumentar que una de las formas por las que podemos adquirir algo de claridad sobre la fuerza y las limitaciones del Manifiesto es leyéndolo mediante el prisma de una noción que juega una papel significativo en la relación de Marx con Hegel y con el hegelianismo de izquierdas, así como en su concepción del método: la abstracción. Y es que la lógica de la sociedad burguesa, del triunfo de la burguesía como un sujeto que revoluciona la historia, así como la profecía política del poder proletario, son de maneras significativas historias de la abstracción.

No de la abstracción como la hipóstasis de poderes enajenados, desde Dios al Estado, del Dinero al Derecho, cuya crítica el joven Marx heredó de Feuerbach, sino la abstracción como un proceso por el que el mundo social es realmente vaciado de un conjunto entero de relaciones cualitativas, habituales, substantivas, concretas o comunitarias. La sociedad burguesa, en la medida en que ahoga el fervor religioso, la pertenencia nacional o las relaciones patriarcales en las gélidas aguas del cálculo y la indiferencia del dinero y el valor, manifiesta una forma de dominación abstracta de un tipo diferente de aquellas que la precedieron.

Es más, según la narrativa del Manifiesto, este proceso de abstracción socava aquellos modos previos de dominación, o por lo menos los convierte en algo vestigial o subordinado –como menciona Marx en su broma sobre los sacerdotes que se convierten en trabajadores asalariados.

Me gustaría sugerir, echando mano de algunos comentarios sobre las dimensiones geográficas del Manifiesto realizados por David Harvey, y sobre sus aspectos temporales llevados a cabo por Peter Osborne, que es nuestra responsabilidad, a la luz de los rasgos pasados y presentes del capitalismo realmente existente, el mantener el foco como hizo Marx en la dominación abstracta mientras nos deshacemos de la asociación de la abstracción capitalista con la linealidad temporal y la homogeneidad espacial (o, los reunimos, con un modelo difusionista del capital subsumiendo el mundo mientras se mueve desde el centro a la periferia).

Aunque “la explotación, desvergonzada, directa y brutal” se ve por todas partes, el relato de la pura disolución de previos modos de dominación, y la homogenización de las condiciones del trabajo y la lucha, que se podría extraer del Manifiesto, es algo está en conflicto con el mantenimiento e intensificación de modos de dominación supuestamente precapitalistas, los cuales han visto cambiar su función de muchos modos por el capital, pero que siguen siendo sus acompañamientos frecuentemente indispensables.

Como dice Osborne: “Las formas sociales que según Marx el capitalismo destruiría perviven dentro de él, transformadas como puntos de identificación y como relaciones de funcionamiento, cubiertas con fantasía en modos que no pueden ser entendidos completamente aparte de sus ‘dimensiones no capitalistas’”.2

La compulsión, como declara el Manifiesto, a confrontar con sentidos sobrios las relaciones sociales reales es, por lo tanto, persistentemente diferida y desplazada. La cuestión de la supervivencia funcional de rasgos pre- y no capitalistas dentro del capitalismo, la cual complica la narrativa de la subsunción de toda la vida social bajo las abstracciones que erosionan y revolucionan la sociedad burguesa, debería ser pensada junto a esas tendencias consideradas por Harvey en un registro espacial, y que hacen que el capital, al tiempo que continúa su impulso proletarianizador, empujando a cada vez más gente a formas de trabajo asalariados y al desempleo específicamente capitalista, también depende de un sistema mutable de diferenciaciones espaciales en términos de estrategias de acumulación y formas de explotación.

El resultado es que la tesis según la cual el capitalismo de necesidad organiza a la clase trabajadora mediante la centralización de la producción y la igualación de las condiciones de trabajo para la gran mayoría es compensada por su dependencia crítica en las diferencias entre distintos mercados de trabajo y su compulsión a producir arreglos espaciales (spatial fixes) que, en el contexto global de los imperativos capitalistas, funcionan contra la tendencia hacia la unidad que el Manifiesto parece plantear.

Como Harvey observa en Spaces of Hope: “Se subestiman de forma potencialmente peligrosa dentro del Manifiesto los poderes del capital para fragmentar, dividir y diferenciar, absorber, transformar e incluso exacerbar las divisiones culturales antiguas, para producir diferenciaciones espaciales, para movilizar geopolíticamente, dentro de la homogeneización global lograda por medio del trabajo asalariado y el intercambio mercantil”.3

Si no prestamos atención a las dimensiones diferenciadoras, en lugar de homogeneizadoras, del capital perdemos de vista la importancia crucial de su papel no solo en hacer la clase trabajadora, sino también en deshacer, desplazar y segmentarla –de tal forma que se rompe cualquier tipo de correlación clara entre la extensión y la intensificación de las relaciones capitalistas, por un lado, y la emergencia de un desafío de clase a esas relaciones, por otro.

Leer el Manifiesto hoy es también leerlo en un tiempo en que las celebraciones eufóricas del éxito global del capitalismo –las cuales estaban en el transfondo de las reflexiones de Harvey y de Osborne, ambas escritas en los años 90– han sido rebatidas por la crisis más reciente, cuando la propia narrativa del capital acerca de sí mismo parece ser una resistencia precaria en vez de un triunfo glorioso.

En 1945, cuando concluía la carnicería que fue la Segunda Guerra Mundial, Bertolt Brecht intentó versificar el Manifiesto, dramatizando especialmente lo que llamó las “enormes disputas de poder” entre la burguesía, la “clase que lo descompone todo” y el proletariado. Su representación de la teoría de la crisis en el Manifiesto vale para nuestro presente: “Pero su Dios del Beneficio está herido con la ceguera. No ve a las víctimas. Es inconsciente.

Cuando da consejos a los creyentes murmura cosas incomprensibles. Las leyes de la economía se revelan como la ley de la gravedad en el momento en que se cae la casa desmoronándose sobre nuestras cabezas. En pánico pillada la burguesía empieza a cortar sus bienes y desesperadamente corre con los restos. Por el globo terráqueo buscando nuevos y mayores mercados. (El apestado así huye pero de este modo solo lleva consigo la peste. ¡Por el camino infecta los lugares de abrigo!) En nuevas y más violentas crisis viene a él espantado.

Pero los millones de trabajadores que ordena como enormes multitudes la burguesía, en planes sin plan, ahora en condiciones infrahumanas y luego de los talleres clandestinos arrojados a saunas y a gélidas calles – amanece la verdad, susurran maravillándose de que los días de la primavera del mundo de la burguesía están contados. Puesto que su mundo angosto no puede aprehender las riquezas creadas. Puesto que ella, que permanentemente acumula, tan solo incrementa permanentemente su miseria”.4 Pero aunque sus días de la primavera estén contados, el otoño o el invierno de la burguesía es un asunto tristemente prolongado, como demuestra toda la estrategia global de la “austeridad”.

El momento actual parece respaldar las narrativas de Marx del continuo revolucionar bajo la tutela de la dominación abstracta del capital, pero lo hace de un modo que limita severamente las figuras de la subjetividad histórica que impulsan el Manifiesto –como algo que concierne tanto a la burguesía como al proletariado– en particular en términos de las capacidades diferenciadoras y divisivas del capital, y que frustra toda clara tendencia hacia la unidad de la condición social y el propósito político.

En la medida en que el capital procede mediante una dialéctica de la homogeneización y la diferenciación, de la expansión y la división espacial, la erosión de la tradición y su refuncionamiento cínico con el objeto de apuntalar la dominación, las tareas de la unidad de la clase obrera y la internacionalización planteadas por el Manifiesto devienen aún más apremiantes políticamente, y cualquier cosa excepto inevitables.

Si esto es así, podríamos tal vez proponer que una de las tareas intelectuales más apremiantes es tal vez la de resucitar la crítica de otros socialismos tal y como Marx lo expuso en la tercera sección del Manifiesto. En particular, propondría que tenemos que encontrar en nuestro presente aquellas formas de anticapitalismos reaccionarios y burgueses que quieren confrontar las abstracciones “que lo descomponen todo” del capital bien mediante el retorno a una fantaseada vida comunal, bien produciendo una especie de capitalismo sin capitalismo. La cruel descripción de estos últimos todavía resuena en el presente:

“Los burgueses socialistas quieren todas las ventajas de las condiciones sociales modernas sin las luchas y los peligros que necesariamente resultan de ahí. Desean el estado existente de la sociedad menos sus elementos revolucionarios y desintegradores. Aspiran a una burguesía sin un proletariado”.

Este deseo, sugeriría, todavía contamina hoy mucho pensamiento de izquierdas, y aunque las tonalidades más triunfantes del Manifiesto tal vez no casen con nuestro presente, creo que solo podemos ganar de hacer revivir la conexión entre la necesidad de analizar y anticipar las tendencias del capital, por un lado, y la crítica implacable de las ilusiones del conservadurismo y el reformismo, por otro.

BIBLIOGRAFÍA

Bertolt Brecht, “Das Manifest”, en Die Gedichte von Bertolt Brecht in einem Band, Frankfurt am Main: Suhrkamp, pp. 921-2.

Fredric Jameson, Entrevista en The Rabble: http://rabble.ca/books/reviews/2012/02/capitalism-infernal-machine-interview-frederic-jameson [7 diciembre de 2013]

David Harvey, “The Geography of Class Power”, Socialist Register. Communist Manifesto Now, Vol 34, 1998, pp. 49-74.

David Harvey, Spaces of Hope, Edinburgh: Edinburgh University Press, 2000.

Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del partido comunista: http://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/48-manif.htm [16 de febrero de 2014]

Peter Osborne, “Remember the Future? The Communist Manifesto as Historical and Cultural Force”, Socialist Register. Communist Manifesto Now, Vol 34, 1998, pp. 190-204.

NOTAS

1. Entrevista en The Rabble: http://rabble.ca/books/reviews/2012/02/capitalism-infernal-machine-interview-frederic-jameson [7 diciembre de 2013]

2 Consideremos también los cuatro problemas que Osborne identifica en el Manifiesto: “(1) combina la burguesía con el capital mientras que (2) coloca al proletariado fuera del capital (olvidando su existencia como capital variable); por tanto (3) permitiendo una fusión del proletariado con el comunismo; mientras que (4) reduce el capitalismo a la lógica del capital (olvidando sus articulaciones con otras formas sociales históricamente recibidas.”

3 David Harvey, Spaces of Hope, Edinburgh: Edinburgh University Press, 2000, p. 40.

4 Bertolt Brecht, “Das Manifest”, en Die Gedichte von Bertolt Brecht in einem Band, Frankfurt am Main: Suhrkamp, pp. 921-2.

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