A cuarenta años del golpe de estado en Chile, se puede afirmar que las intervenciones militares para derrocar gobiernos constitucionales no han sido desterradas de América Latina. Los ejemplos de intentonas golpistas, relativamente recientes, de Honduras, Venezuela, Ecuador, Paraguay y Bolivia son ya elocuentes. Hasta el presente, los poderes imperiales no han abandonado, en absoluto, la estrategia de “desestabilización” que abre la posibilidad de una solución militar.
Allí donde un gobierno reclame su soberanía frente a las abusivas condiciones que imponen las grandes corporaciones, corre paralelo el descrédito mediático, la presión diplomática, política, económica y, en última instancia la conspiración golpista. Resulta triste admitirlo, pero en nuestro continente se ha instituido una “tradición golpista” como correlato de nuestras débiles democracia oligárquicas. Con muy contadas excepciones, la mano militar ha sido la herramienta con la cual nuestras oligarquías aplastan las demandas sociales de sus propios pueblos.
El golpe de estado chileno de 1973 se inscribe, por derecho propio, en dicha tradición. Al igual que en otras latitudes de nuestra América, los uniformados chilenos asaltaron el poder para derrocar al gobierno constitucional de Salvador Allende y restituir en el país el orden oligárquico, bajo los ropajes neoliberales según los dictados del capital transnacional. Hasta nuestros días, todo el quehacer político post dictatorial se ha enmarcado en el orden jurídico prescrito por una constitución de facto. Hasta hoy, el fantasma de Augusto Pinochet preside la política chilena.
Llama la atención que en el pensamiento político latinoamericano no se haya dado el protagonismo indispensable a la “cuestión militar” y su imprescindible inserción en proyectos patrióticos de desarrollo.
En general, el tema de las fuerzas armadas ha sido concebido como un tabú y, en la mayoría de los casos, se le considera como una realidad ajena al devenir político y social en nuestras naciones. No considerar a las fuerzas armadas en el mismo nivel analítico de categorías como democracia, por ejemplo, entraña graves riesgos de volver a repetir lamentables episodios en nuestros países.
La ausencia de una sólida reflexión en torno a una profunda “democratización” del mundo castrense, convierte, en los hechos, a las fuerzas armadas en enclaves separados del decurso histórico de sus pueblos y, en el límite, en organizaciones más afines a ideologías e intereses de potencias extranjeras que en instituciones al servicio de su patria y de su pueblo.
Pareciera, finalmente, que los ejércitos latinoamericanos, con pocas excepciones, visten el mismo uniforme, utilizan las mismas armas y portan la misma ideología que las potencias imperiales del mundo occidental, aunque enarbolen banderas distintas en cada caso.
(*) Investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados. ELAP. Universidad ARCIS