Por estos días el uso de boletas ideológicamente falsas ha estado en el centro de la noticia, evidenciando los nexos perversos que se han ido tejiendo durante las últimas décadas entre políticos de todos los sectores y un puñado de empresarios. Hace un par de meses algunos funcionarios del SII denunciaban que la emisión de boletas ideológicamente falsas, aunque difícil de detectar, constituye un delito ampliamente extendido en el mundo empresarial.
Pero este instrumento tributario (la boleta) no sólo se ha prestado para trenzar relaciones de complicidad entre el poder económico y el poder político, es además una pieza clave para desarmar y externalizar las relaciones laborales tanto en el mundo privado como en el sector público.
Los ocupados que se desempeñan “boleteando” mediante un contrato a honorarios forman parte de las trabajadoras y trabajadores denominados “falsos asalariados” o “subordinados independientes”.
Estos trabajadores deben cumplir un horario y acatar órdenes como cualquier trabajador dependiente, no obstante, desde el punto de vista contractual y económico “prestan servicios” como independientes a la empresa, municipio o repartición pública contratante.
El desconocimiento de la dependencia económica de estos trabajadores tiene como consecuencia que a pesar de hacer el mismo trabajo que sus colegas, no corran las mismas reglas en cuanto a seguridad social, pago de licencias, reajustes salariales, indemnizaciones, sindicalización, etc.
Uno de los ejemplos más claros para explicar la precariedad que acarrea esta ambigüedad en las relaciones capital-trabajo es el desconocimiento del derecho a pre y postnatal de las trabajadoras a honorarios. A diferencia de sus compañeras, deben apelar a “la buena voluntad” de su empleador para acceder a este derecho en la medida que su relación contractual es de un acuerdo entre privados.
Situaciones como ésta ocurren a diario en todo el país (incluso en el sector público) e involucran una gran cantidad de empleos. De acuerdo a los datos de la última versión disponible de la Encuesta Nacional de Empleo (trimestre Diciembre-Febrero de 2015) aproximadamente un 14% de las y los ocupados a nivel nacional son falsos asalariados. Cifra que equivale aproximadamente a 1.115.828 empleos.
En su mayoría estos trabajadores ni siquiera tienen un contrato de trabajo que les otorgue algún tipo de protección. De aquellos que sí tienen un contrato de trabajo, un 67% entrega una boleta de honorarios al momento de recibir su salario. Durante las últimas décadas estos contratos a honorario se han utilizado profusamente en los distintos niveles del sector público, en sintonía con el congelamiento de las plantas funcionarias desde el retorno de la democracia.
Junto al subcontrato (cerca de un tercio de los trabajadores/as del sector público son externos) y las licitaciones a instituciones ejecutoras de políticas públicas, el crecimiento del “boletariado” ha permitido que el aparato público cuente con los recursos humanos para funcionar a pesar de las fuertes restricciones que consagraron los administradores democráticos de un Estado “flexible y sin grasa”. Se trata de una situación gravísima pues tanto el Estado central como los municipios están desconociendo la condición de trabajadores de sus propios funcionarios.
Así las cosas, miles de trabajadores del sector público (algunos de ellos incluso con varios años de servicio) estarán en el mismo saco que los trabajadores independientes cuando entre en vigencia la obligatoriedad de cotización consagrada en la ley de reforma previsional (normativa 20.255 del año 2008, cuya aplicación fue prorrogada hasta el 2016).
Con ello, un Estado que jamás se ha preocupado por el cumplimiento de los derechos laborales de las y los trabajadores a honorarios, tendrá una especial preocupación para incorporarlos al régimen de ahorro forzoso de las AFP. Interés que también se ha hecho manifiesto en la obligatoriedad de cotizar en dichas instituciones para poder acceder a un plan de salud de Fonasa.
¿Por qué tanta preocupación? Como ha reconocido el mismo José Piñera, las AFP han provisto “capitales en magnitud” para las inversiones de las grandes empresas en el territorio nacional y a nivel latinoamericano; formando parte además de la “secuencia virtuosa” que permitió desarrollar un “enorme poder comprador” para la privatización de empresas estratégicas.
Sin ir más lejos, las AFP invierten $230.220.000.000 en 6 sociedades cascadas pertenecientes al grupo SQM; $83.014.780.000 en acciones y bonos del Banco Penta y Banmédica (grupo PENTA); 3,4 billones de pesos ($3.419.482.380.000) en empresas del grupo Luksic y un largo etcétera.
En total, las AFP invierten aproximadamente 40.000 millones de dólares en 10 grandes empresas y 10 bancos a nivel nacional.
Al mismo tiempo 9 de cada 10 pensiones de vejez pagadas por el sistema (retiro programado) son menores a $148.000 y, de acuerdo a una encuesta de la comisión Bravo, un 72% cree que sólo un cambio total del sistema de AFP mejoraría las pensiones.
Conviene por lo demás cuestionar si es éste el momento de tomar una decisión respecto a la incorporación de los independientes y honorarios en un sistema que está en “revisión”, a la espera del informe de la Comisión Asesora Presidencial sobre el Sistema Previsional.
A la luz de estos antecedentes la situación actual de las y los trabajadores a honorarios es de gran importancia, porque en ella se materializa una de las tendencias más relevantes de precarización del trabajo de los últimos años (junto al subcontrato); y porque en ella aparece con particular claridad el carácter forzoso del sistema de AFP, su falta de legitimidad social y su importancia para la acumulación de capitales en las grandes empresas del país.
Es de esperar que esta coyuntura permita un cuestionamiento profundo de la orientación que se ha dado a las relaciones laborales en el sector público y la pasividad con que se ha enfrentado la negación de la condición de trabajadores de una parte importante de los funcionarios que dan vida a las políticas públicas del país.
Y es que las discusiones para escapar a la actual crisis de legitimidad no puede pasar por alto el debate sobre un nuevo sistema previsional, un nuevo estatuto administrativo para el sector público o una negociación colectiva fuera de la empresa. Sin estos elementos el debate sobre una nueva Constitución resulta totalmente espurio.
(*) Sociólogo Fundación SOL
Fuente: El Desconcierto