Por Javier Castillo
Durante el gobierno de Sebastián Piñera y con la posterior elección de Michelle Bachelet, un conjunto de importantes transformaciones políticas se han ido gestando en Chile. Si bien estas aún no se materializan en reformas concretas, en el plano del discurso público han adquirido una innegable importancia.
En este contexto y luego de agrupar consignas de distinto tipo y tono para facilitar el análisis, la lucha contra el pernicioso efecto de los factores adscritos –raza, origen social y apellido, entre otros– parece ser uno de los cambios más relevantes para el desarrollo de una sociedad meritocrática.
En tal sentido, todo indica que la distribución del prestigio ocupacional sobre la base de credenciales educativas y capacidades adquiridas a lo largo de la vida se ha vuelto un criterio de sentido común. No obstante, la persistencia de prejuicios que asocian el fenotipo y el colegio de egreso con determinadas ocupaciones, hacen sospechar de la profundidad de esta transformación.
Dos episodios recientes ejemplifican esta situación: el insulto grupal a la cantante Ana Tijoux durante la última edición de Lollapalooza Chile, donde se le gritó “cara de nana”, y las genuflexiones argumentativas del actual Ministro de Educación, Nicolás Eyzaguirre, para disculparse con sus excompañeros de colegio luego de afirmar que en Chile un “idiota” egresado de un colegio de élite podía llegar a convertirse en gerente de una gran empresa.
A pesar del pesimismo que se desprende de lo anterior, desde la vereda de las políticas públicas se señala que la aprobación de la ley anti-discriminación y la probable futura eliminación del copago en el sistema escolar apuntarían a resolver ambos problemas.
Sin embargo, existe un riesgo no despreciable de que ambas acciones no logren abarcar todas las dimensiones que comprende la lucha contra los sesgos contra-meritocráticos ya mencionados, fundamentalmente en lo que respecta a los prejuicios raciales y los círculos de poder que, al margen de todo mérito académico, comienzan a gestarse en los más conspicuos colegios privados del país y prolongan su influencia hasta el mercado laboral.
En relación al primero de estos problemas, la existencia de una ley que condena la discriminación laboral con motivo de la pertenencia a una determinada raza, en razón de la cual podría lucharse contra la asociación entre rasgos indígenas y ocupaciones de bajo estatus, no logrará, por incapacidad de fiscalización a nivel micro, escudriñar bajo el oscuro manto de sutiles prenociones y prejuicios racistas que determinan parte importante del resultado de cualquier proceso de selección a cargos de alta dirección en Chile.
Las profundas consecuencias de este déficit de control harán que siga vigente la predilección por personas de origen caucásico a la hora de determinar quiénes ocuparan los cargos de mayor renta y prestigio, un fenómeno ampliamente documentado y bien explicado por el economista Javier Núñez en su artículo “Dime cómo te llamas y te diré quién eres: la ascendencia como mecanismo de diferenciación social en Chile”.
En paralelo, la reforma educacional que pretende implementar Michelle Bachelet promete fortalecer el sector público y poner fin al copago, lo que debilitaría gravemente al sector particular subvencionado. Sin embargo, hasta el minuto todo indica que el sector particular pagado no se verá mayormente afectado.
Así las cosas, estudiantes de clase baja y media podrían convivir al alero de una escuela pública revigorizada, mientras la élite seguiría disponiendo de un puñado de colegios privados para auto-segregarse. Poco importaría esto si Chile fuese un país como Holanda, Suecia o incluso Inglaterra, donde el colegio de procedencia no restringe estructuralmente las oportunidades de acceder a cargos de alto estatus e ingresos.
No obstante, tal como lo describe Seth Zimmerman en su estudio “Making Top Managers: The Role of Elite Universities and Elite Peers”, en Chile existen nueve colegios de élite que aseguran a sus egresados, independiente del rendimiento académico que tengan en la universidad, una probabilidad mucho mayor de acceder a altos cargos en comparación a la de cualquier egresado de otro colegio del sistema escolar chileno.
Para que las transformaciones descritas al inicio de esta columna decanten en reformas tendientes a hacer de Chile una sociedad realmente meritocrática, se requiere ir mucho más allá de lo que el sentido común indica, incluso de aquel que ha emergido luego de varios años de protesta estudiantil y bombardeo mediático sobre los escandalosos niveles de desigualdad que exhibe nuestro país.
Así las cosas, para romper las barreras que dificultan el acceso a la elite y en particular a los puestos de mayor estatus e ingresos, se requieren políticas de acción afirmativa en el mercado laboral y medidas contra la segregación escolar de la clase alta. Combinadas, ambas acciones erosionarían las causas más profundas de la desigualdad en Chile. Mientras las primeras podrían mitigar en el corto plazo el efecto de los prejuicios basados en la raza y el origen social, las segundas ayudarían a horadar las redes de sociabilidad donde dichos prejuicios se forjan, comenzado así la construcción de una solución más duradera.
Fuente: Red Seca