Según Hannah Arendt, poder es la capacidad de actuar colectivamente. Pero, a fin de ser capaz de engendrar nuevas realidades políticas, nuevos órdenes totales, dicha capacidad necesariamente ha de ser capaz o bien de desplegar actos de fuerza, o bien de contener actos de fuerza ajenos, posibilidades a las que la teoría de Arendt pareciera haber permanecido insensible. En su teoría de los conceptos políticos, estas posibilidades parecieran estar confinadas a la categoría de la violencia, la que Arendt comprende como una multiplicación de la potencia individual a través de la técnica, expresada paradigmáticamente en las armas.
A fin de evidenciar el rol que inevitablemente juega la violencia en la construcción y mantención de todo orden, se hace necesaria una conceptualización del poder que dirija nuestra atención a la capacidad de multiplicar la potencia individual, la energía física de los hombres, no a través de instrumentos o tecnología sino a través de la acción concertada de muchos. Esa conceptualización aparece en la noción de potestas.
Fijemos nuestra atención en las circunstancias histórico-políticas que rodean al concepto de potestas. Potestas es, en Roma, el poder socialmente reconocido. La potestas consiste en la capacidad legítima, en cuanto colectivamente ejercida, de hacer uso de la coerción. Su existencia depende de una voluntad concurrente de muchos dispuesta a ejercer la fuerza por mano propia, o bien a delegarla en un representante suyo, un magistrado (por ejemplo, un pretor), cuya eficacia garantiza la propia colectividad.
Su contraste clásico es con la auctoritas o saber socialmente reconocido; en De Legibus (III:28), escrita en las postrimerías del período republicano, Cicerón afirma que “cum potestas in populo, auctoritas in senatu sit”; así como la potestas reside en el pueblo, asimismo la auctoritas reside en el senado.
Pero en Roma, plebs y populus son dos entidades conceptualmente distintas. Si el populus adquiere su identidad específica del contraste con el Senado –de ahí que la denominación de la unidad política romana completa fuese Senatus Populusque Romanus, el senado y el pueblo de Roma–, la plebs adquiere su identidad en la oposición con la clase patricia.
Y, en ese sentido, es importante destacar que, a comienzos del período republicano, la plebs no forma parte del populus, el que está compuesto en ese momento tan sólo por los patricios, organizados en asambleas que detentan funciones militares y políticas. Por lo tanto, la plebs no tiene potestas. Entonces se abre la pregunta, ¿cómo logra adquirirla? Mi sugerencia es que lo hace demostrando su propia potestas, su capacidad autónoma para utilizar la fuerza con un propósito político.
No hay registros de que el término potestas haya sido utilizado para describir aquellas acciones que los plebeyos tomaron en su conflicto contra los patricios, y que llevaron al surgimiento de la así llamada constitución patricio-plebeya a través de la creación de magistraturas que podían ser desempeñadas por los plebeyos. Más bien, lo que hay en el momento de la secessio plebis, en que la mayor parte de la plebe abandona la ciudad y acampa en el Monte Sacro como forma de presionar la reorganización del poder en Roma, es el miedo.
Así lo registra Tito Livio en Ab Urbe Condita Libri (II.32): “En la ciudad reinaba un terror enorme, y la desconfianza mutua lo mantenía todo en suspenso. Los plebeyos dejados por los suyos en la ciudad temían la violencia de los patricios (Timere relicta ab suis plebis violentiam patrum); los patricios temían a los plebeyos que permanecían en la ciudad (timere patres residem in urbe plebem), y no sabían decidir si preferían que se quedasen o que se marchasen”.
¿Qué producía dicho temor? Resulta interesante que aquel haya tenido por causa tanto lo situado al interior como al exterior de la urbe; se dirigía tanto a lo que los propios plebeyos pudieran hacer como a lo que ocurriría de llegar algún invasor del exterior. “¿Cuánto tiempo, se preguntaban, permanecerá tranquila la multitud que se ha separado? ¿Qué pasaría si, entre tanto, estallase alguna guerra exterior?”.
Esta posición deja a la plebs en una situación similar a la soberanía tal como es conceptualizada por Giorgio Agamben, quien entiende este concepto como un poder situado en los márgenes de la unidad política, parcialmente fuera, pero también parcialmente dentro. Con ello, queda en evidencia que la plebs está en aquella posición descrita al comienzo de quien puede tanto ejercer como contener la violencia, quien puede ser al mismo tiempo amenaza y protección.
La capacidad de la plebe de situarse en este gozne entre la exclusión y la inclusión pareció haber demostrado de manera oblicua, pero eficaz, la importante posición que desempeñaba en la mantención del orden romano. No fue necesario en aquella ocasión que desencadenara la violencia; su sombra era demasiado evidente. Por eso, si bien el poder instituyente de la secessio plebis no estaba en jurídicamente previsto en el orden concreto romano, su existencia y efectividad resultó innegable.
El que a través de su demostración colectiva de poder, de su movilización constituyente, los plebeyos hayan logrado la creación de nuevas fórmulas que institucionalizaron su papel en la polis romana, vuelve interesante este evento para efectos de toda reflexión sobre el horizonte instituyente democrático.
Desde luego, la secessio plebii, en cuanto tal, no es una alternativa viable en la era del estado nación; no tanto por sus amplias fronteras y grandes masas poblacionales, sino más bien por el carácter impolítico del abandono de la patria, que ha adquirido una profunda significación como resultado de la “migración de lo sagrado”. Por ello, la potestas del pueblo debe permanecer dentro del pomerium, dentro de las fronteras sagradas de la civitas. Esto le exige a la plebs moderna el buscar creativamente otras formas de acción.
Las ha encontrado en el tumulto, ya sea el que se radica en un punto singular de la ciudad o el que se desplaza a través de ella; en la ausencia, un abandono momentáneo de las esferas de la instrucción y la producción; y en la ocupación de lugares ajenos. De esta manera, la funa, la marcha, el paro y la toma se revelan como despliegues de potestas orientados a la instauración de un orden político republicano, en el que no sólo las élites patricias tengan cabida sino también los plebeyos.
En virtud de la funa, la plebe se erige a sí misma en tribunal de quien, habiendo demostrado a través de sus actos ser un enemigo del pueblo, no ha sido sancionado adecuadamente por la institucionalidad. El uso paradigmático de la funa consiste en el castigo simbólico de agonicidas, de quienes participaron de la represión de los luchadores que combatieron a la dictadura. Una extensión de la misma consiste en la funa sindical, en el marco de huelgas laborales, donde los trabajadores llaman al público a no comerciar con el mal empleador.
“Cuando no hay justicia, hay funa”, dice el grito que la acompaña, visibilizando su razón de ser.
Desde la perspectiva de la razón jurídica profesional, la funa es, por supuesto, un desafío al monopolio jurisdiccional que detentan los tribunales establecidos por el legislador. Detrás de dicho juicio está la celosa episteme del profesional del derecho, que no concibe como razón sino aquello que su propia tradición intelectual acepta como tal.
Desde luego, el monismo jurídico resultante de la imbricación entre poder legislativo y episteme jurídica, de vez en cuando, reconoce formas populares de participación en la administración de justicia (el juicio por jurados), así como contenidos normativos de origen consuetudinario (la costumbre en materia mercantil) o incluso interculturales (el derecho de los pueblos originarios).
Pero para el monismo jurídico, la funa, carente de reconocimiento institucional, consiste simplemente en un agravio a la honra de quien no ha sido sancionado por un tribunal a través de un juicio previo. Para calmar la conciencia del jurista, no está de más señalar que ella no parece ser un acto que aspire a la permanencia y la reiteración; al igual que otras formas de potestas de la plebs, parece ser un acto excepcional, una suspensión de la normalidad que encuentra su razón de ser en el mal funcionamiento de las instituciones, las cuales no han sido capaces de reparar el daño causado a la plebs.
La funa, como cualquier práctica humana, tiene sus razones y sinrazones; sus aciertos y sus errores. Podría pensarse que la patología de la funa sea el ‘ajusticiamiento’ callejero de ladrones, carteristas, y otros pequeños criminales. La funa política y la funa sindical, sin embargo, difieren radicalmente de esta última forma embrionaria de linchamiento.
Aquellas integran el repertorio de una plebe que, desvirtuando el sentido despectivo con que las élites emplean este calificativo, evidencia su conciencia política al reclamar el ejercicio colectivo, si bien simbólico, del poder de señalar a los enemigos de la comunidad política. La plebe que está detrás de la funa es una comunidad.
El ‘ajusticiamiento’ de pequeños carteristas, en cambio, consiste en una reacción de individuos aislados entre sí, tan sólo aglomerados por el miedo o el odio. La funa es una manifestación intrínsecamente política, que refleja el deseo de una comunidad de disidentes de incidir en la memoria colectiva; el ‘ajusticiamiento’ es un evento intrínsecamente apolítico, en que cada uno de los participantes no logra discernir, más allá de su ira, las estructuras sociales que han hecho posible la infracción que suscita su reacción.
El tumulto también puede ser un dispositivo de condena ya no de un sujeto singular sino de todo un orden concreto, cuando se expresa en el rechazo del mismo mediante la apropiación del suelo en que aquel se sitúa. Esta apropiación es la marcha, el desplazamiento tumultuoso de la plebe a través de espacios urbanos que pasan a representar miméticamente a la unidad política misma.
Con la marcha, la plebe le sustraen dichos espacios a la cotidianeidad; de ahí precisamente deriva su poder: de su capacidad de alterar la cotidianeidad sustrayéndole espacios significativos a la normalidad, decretando allí, soberanamente, un estado de excepción. Ello, para lograr efectividad, requiere de grandes masas; con esa potencia, la marcha puede representar performativamente el reclamo de la plebs de ser, como dijera Sieyès, una nación completa por sí misma, y en consecuencia, un soberano.
La marcha tiene más plasticidad expresiva que la funa; ella puede servir de expresión a las más variadas demandas, y es por ello el primer instrumento en el repertorio con que la plebs cuenta para hacerse escuchar.
Ella constituye un ritual de masas que, a través de su estética y su espacialidad, sirve de terreno propicio para la construcción de equivalencias que den sustento humano a la solidaridad de clase. Dado que todas las marchas se parecen entre sí, la experiencia vivida en una marcha le permite al que protesta empatizar con la causa del otro, imaginarse que está en su marcha, sirviendo de punto de partida para la universalización de la lucha contra la opresión.
El gran cuestionamiento que el sentido común hegemónico le hace a la marcha consiste en caracterizarla como oportunidad para el destrozo de la propiedad. Aquí el sentido común hegemónico olvida la doctrina del doble efecto –aquella que sostiene que es lícito realizar un acto bueno que tenga consecuencias malas no buscadas– que le es tan querido en otros contextos.
Tampoco es capaz de percibir que su crítica alcanzaría también al actuar de la fuerza pública, que con la excusa de salvaguardar el orden público, demasiado a menudo termina golpeando a ciudadanos desarmados y realizando detenciones ilegales. En ello, dicha institución ofrece una confesión de su verdadera razón de ser: la represión de la plebs.
La ausencia también es una forma de interrupción del normal funcionamiento de la vida en común. Si la marcha lo logra a través de la apropiación del espacio, la ausencia consiste, en cambio, en la renuncia al mismo. En ambos casos, el resultado es el mismo: la suspensión de la normalidad.
Esto se expresa, en este caso, en la paralización de ciertas actividades debido a que no hay quien las realice. Falta un sujeto imprescindible para la consecución cabal del objetivo que caracteriza a la actividad en cuestión: en la huelga, el trabajador que aporte su labor; en el paro estudiantil, el alumno que participe de la clase. Como en todos los demás casos, la significación que los participantes le den a su acto es definitoria. La ausencia que entrañan la huelga y el paro son distintas de aquella que se produce por motivos individuales o por el mero azar.
Las categorías aquí examinadas de la potestas de la plebs son tan sólo parte de aquellos insumos que debieran ser incorporados en una teoría de mayor alcance del poder popular.
Dicha teoría necesariamente debe intentar responder a la pregunta de cómo puede un actor social que hoy no está conformado como un sujeto político, como una clase para sí, puede erigirse en tal autónomamente, al margen de las instituciones vigentes.
De la respuesta a dicha interrogante dependerá la estrategia que deba ser adoptada no para enfrentar el ‘proceso constituyente’ a que nos convoca Michelle Bachelet, sino la nueva fase histórica en la lucha de clases que ha de comenzar, y el horizonte instituyente que con ella se abrirá.
Fuente: Red Seca