Hay una maldición que recorre las colinas del privilegio en Chile. De Chadwick Costa a los nuevos rostros del privilegio: una genealogía que se recicla en cada generación
No es una leyenda urbana ni un fantasma del pasado: es una cadena genética, un linaje que no suelta el control ni la narrativa.
Son los hijos del poder, los herederos de la impunidad, los que nacen con apellido blindado y culpa administrada.
Quieren parecer distintos, más conscientes, más modernos. Pero la copa de cristal sigue en la mano.
Andrés Chadwick Costa es un caso de estudio. Heredero directo del viejo orden, del apellido que fue sinónimo de autoridad, represión y silencio, representa la versión 2.0 de la casta política y empresarial chilena. Más joven, más sofisticado, con discurso de “emprendedor social” o “liberal de centro-centro”.
Pero la esencia es la misma: el acceso garantizado, el círculo cerrado, la naturalidad con la que se habita el privilegio. Cambian las formas, no la estructura.
Y lo inquietante es que esa estructura ya no distingue colores ni banderas. Porque el poder, en Chile, tiene una habilidad quirúrgica para reciclarse.
Hoy, la distancia entre un Chadwick Costa y un Gabriel Boric, una Camila Vallejo, un Giorgio Jackson o un Diego Pardow, o la exnuera de Bachelet , yo no sé cuál es peor, no es tan grande como se nos quiso hacer creer.
Son hijos de distintas élites —una económica, militar, otra intelectual, otra política—, pero todos orbitan el mismo eje: el de un país gobernado por quienes nunca han tenido que pelear por un lugar en la mesa.
Unos heredan apellidos; otros, redes universitarias, capital simbólico, acceso a la academia o a los medios.
Unos se educaron en colegios privados; otros, en federaciones estudiantiles que aprendieron rápido a hablar el idioma del poder.
Todos, a su modo, se convirtieron en administradores del mismo orden que prometieron transformar.
La maldición no es el dinero, sino la falta de ruptura. Esa fascinación transversal por ocupar el poder sin cuestionar su lógica. Por seguir jugando el mismo juego, solo que con estética progresista o sensibilidad liberal.
Nunca supieron quién era Aristóteles, y no porque no lo hayan leído, sino porque nunca se enfrentaron a su dilema: la virtud exige sacrificio.
Pero aquí nadie quiere perder. Ni los herederos del viejo Chile ni los profetas del nuevo.
Así se perpetúa la maldición de los poderosos: heredando culpas que no pesan, repitiendo gestos de redención que no cuestan, y hablando de cambio desde los mismos balcones de siempre.
Conocí a varios “hijos de”, por casualidad, curiosidad o surrealismo.
En Chile, sí, pero también en Argentina, en Bolivia, en Venezuela, en Bélgica e Italia … los mismos rostros, distintas banderas. No es ningún orgullo.
Todos compartían el mismo reflejo: ese miedo a perder lo que nunca se ganaron.
A mi modo, comprendí el espejo de lo que no debía ser.
Hoy vivo mi exilio en Italia. Aquí el modelo es el mismo, solo que más antiguo y más elegante. Pero sus códigos no me pertenecen.
Desde esta distancia, miro a Chile —y a toda esta Latinoamérica vestida de espejos— como un país hermoso y delirante, donde amar y aborrecer se confunden, donde los que uno quiere salvar son también los que sostienen el circo.
Y entiendo, finalmente, que el exilio no siempre es geográfico: a veces es moral. Es la única forma de no volverse parte del espectáculo.
(*) Corresponsal en Milán del Diario La Humanidad




