Si hay una secuencia de hechos capaz de describir con exactitud lo que se entiende por orquestación, esa es la virulenta y obstinada campaña sostenida por la derecha chilena y la prensa que controla, es decir, casi toda, que exige la cabeza del embajador de Chile en Uruguay, abogado Eduardo Contreras, a propósito de declaraciones formuladas en un periódico local, que no por inoportunas, dejan de ser verdaderas. Las señales disponibles apuntan a que esa capacidad de presión encontró eco en sectores del Gobierno, de forma tal que la renuncia, o remoción, del embajador Contreras parece ser una decisión tomada. Nadie con conciencia democrática puede alegrarse de esa mezquina victoria de la oligarquía reaccionaria, porque el fondo de la materia interpelada no es otro que la consistencia de una coalición política que se propuso un horizonte de cambios, limitado por las condiciones políticas objetivas, pero cambio al fin.
Es parte de la estrategia y práctica política entender que el cambio es mucho más difícil que la conservación del status quo, y que la liquidación de privilegios requiere de alianzas amplias, pero también sólidas. En rigor, ese es el único reproche que cabe formularle al embajador Contreras, hombre experimentado en la política y curtido en mil batallas por la causa democrática y la defensa de los derechos humanos: haber proporcionado un pretexto para que la derecha haya trocado su balbuceante defensa de la insostenible posición en que la dejó el destape de las platas negras de la política, y el ilegal finaciamiento empresarial, por un fulminante contraataque que revela la médula de sus inquietudes y aprensiones: la presencia del Partido Comunista en la coalición que sustenta el Gobierno que se propuso ese horizonte de cambios, que no por acotado, está dispuesta a permitir.
Aparte de la oportunidad y el momento político, no hay falta o transgresión en la conducta del embajador que amerite una sanción tan drástica como la solicitud de su renuncia, o remoción.
Entre el coro de acusaciones se ha invocado su investidura de embajador. Es cierto que existe un código no escrito en virtud del cual los embajadores deben abstenerse de formular declaraciones. Pero los que lo hacen ignoran, o simulan ignorar, que el impedimento remite a declaraciones relativas a la realidad política del país anfitrión, que eventualmente puedan afectar la relación bilateral, y no al país de origen del embajador, caso en el cual se trataría, derechamente, de censura.
Los furibundos catones de Contreras son los mismos que en otros entornos, escenarios y circunstancias llegan a atragantarse en la apelación al derecho constitucional de las libertades de expresióin y de opinión.
En el transfondo político de las declaraciones de Contreras tampoco asoma el motivo para su salida anticipada del cargo. Por más opinables que sean los temas abordados, Contreras no hizo más que expresar verbalmente lo que piensa un amplio sector de chilenos, entre ellos quién suscribe.
Que el Partido Comunista fue excluído, y se haya autoexcluido, de la transición por la existencia de pactos entre la derecha y la vieja Concertación, tiene a esta altura, el rango de verdad histórica. ¿Acaso alguien pude negar, con honestidad intelectual, que uno de los mayores problemas del sistema político chileno consiste en que «Pinochet no fue nunca derrotado, y eso crea una democracia a medias y genera la necesidad de cambios de fondo»?.
«Lo que nos suena mal -dice Contreras en la entrevista- es que tengamos una democracia que se enmarca institucionalmente en una Constitución que es autoritaria, una Constitución que Pinochet impuso en 1980 por la fuerza». Y de ello deduce una conclusión política correcta:
«A este gobierno sí hay que apoyarlo; hay reforma educacional, hay reforma tributaria, hay reforma de la Constitución. ¿Lo lograremos? Dependerá de la lucha del pueblo».
Tampoco puede mover a sorpresa o escándalo la opinión de Contreras acerca de la tensa convivencia entre el Partido Comunista y la Democracia Cristiana en Nueva Mayoría. Afirma que esa relación es distinta a la que opera en Uruguay, «entre otras cosas, porque la directiva demócrata cristiana de 1973 apoyó el golpe. Eso es algo que pesa mucho en la sociedad chilena, aunque es cierto que con posterioridad estos mismos dirigentes lucharon contra la dictadura».
Aparte del tema de la oportunidad, se trata de otra verdad del porte de una catedral. Asimismo, no hay asomo de exageración en su opinión sobre la derecha y el empresariado:
«Aquí (en Uruguay, n.de la r.) nadie se reconoce de derecha ni partidario de la dictadura. En Chile se reconocen y se enorgullecen. Creo que hay un porcentaje no inferior a 25% de la población que sigue siendo nostálgico de Pinochet y de la dictadura. La reforma tributaria, que toca los bolsillos de las grandes empresas, y la reforma de la Constitución, que para mí y para cualquier persona normal son cambios necesarios, para la derecha fascistoide son la revolución marxista».
La conclusión que extrae de ello, constituye el núcelo de la escandalera: «Por lo tanto, yo no tengo ninguna duda de que estos actos terroristas que se han registrado son de la ultraderecha. Es lo mismo que hacían cuando Allende, aunque usen elementos anarquistas». La periodista le consulta si son anarquistas instrumentalizados por la ultraderecha:
«Mi lógica es la siguiente: cuando no hay cambios no hay terrorismo. ¿A quién le interesan los actos terroristas? A la derecha, a la derecha empresarial. Y no siempre actúan los derechistas en los hechos. Cuando [durante el gobierno de Salvador Allende] el grupo Patria y Libertad empezó a actuar por la CIA, eran casi de izquierda. Yo esos cuentos ya los conozco. Pero no creo que el terrorismo llegue mucho más allá. La derecha se va a oponer, se seguirá oponiendo y tratará de negociar todo lo que pueda para que las reformas sean lo más débiles que sea posible».
Palabras más, palabras menos, Contreras expone una tesis política de antigua data en la izquierda: aquella que postula que las acciones desorbitadas y maximalistas de la ultraizquierda a menudo terminan favoreciendo objetivamente los intereses de la derecha.
Eso ya lo sabía la Ojrana, la temida policía secreta zarista, que mediante la infiltración a las organizaciones anarquistas de Rusia de la segunda mitad del Siglo XIX, y la inducción de asesinatos terroristas, consiguió aplazar en décadas la primera eclosión revolucionaria de 1905.
También lo tenía meridianamente claro la CIA, cuando creó, infiltró y en todo caso manipuló, a la extravagante organización de ultraizquierda Vanguardia Organizada del Pueblo, VOP, que asesinó, el 8 de junio de 1971, al ex Ministro del Interior del Gobierno de Frei, Edmundo Pérez Zujovic, crimen que impidió, hasta ahora, el entendimiento entre la izquierda y la DC, y que entonces la empujó hacia la coalición golpista con la derecha, la misma que hoy vocifera por la cabeza de Contreras.
Tampoco es un fenómeno ajeno en estos días. Desde estas mismas páginas hemos denunciado en reiteradas ocasiones la infiltración comprobada de elementos policiales en grupos violentistas dedicados a la metódica tarea de sabotear marchas y movilizaciones de masas, que reivindican derechos sociales y cambios democráticos de fondo; de modo que la vinculación que hace Contreras entre los grupos anarquistas y la fronda empresarial, es apenas natural.
En cambio, los que por diversos motivos e intereses atizan la campaña por los dichos del embajador, omiten pudorosamente la contextualización política que hace de los grupos antisistémicos chilenos:
«Chile es el país con la mayor desigualdad del mundo. Eso explica que haya un margen muy grande de descontento. Si a eso le agregas un apagón en un Chile culto, durante la dictadura, eso hace que no florezcan ideas científicas respecto del desarrollo de la sociedad y nazcan ideas extravagantes. Antes de ser embajador fui decano en una escuela de derecho de la Universidad Arcis. Yo veía en los rayados cosas como “muera el gobierno”. Al margen de si tú quieres o no que muera el gobierno, hay una cierta lógica, estás hablando de un sector político que gobierna. Pero luego los rayados de los grupos anarquistas eran “muera el Estado”. La organización política de la sociedad no puede morir, no se mata al Estado. Al final encontré un rayado que decía “muera la sociedad”. Creo que las dictaduras engendran estas cosas. Hoy vivimos en un mundo donde las perspectivas revolucionarias no existen a corto plazo. Los jóvenes viven en una gran desigualdad, sin expectativas, no hay luces que muestren el camino. Ahora, si resultan las reformas será distinto».
Aceptada la inoportunidad de las declaraciones del embajador, y descartados los motivos de naturaleza procedimental, reglamentaria y epistemológica, quedan en pie dos razones para explicar la asimetría entre el ensañamiento de la campaña y los reales alcances de los dichos de Contreras: la proverbial hipocrecía de la clase política chilena, y el interés político de los intereses minoritarios.
Por clase política entendemos aquella estirpe profesional que se adueñó del escenario en 1990, una vez desplazada la dictadura, y que en virtud de los amarres de la Constitución de la dictadura, tales como los quorums calificados, el sistema electoral binominal y el empate político que de ellos deriva, se independizó en los hechos de los ciudadanos que la eligen y a los que nominalmente representa.
Por hipocrecía de la clase política entendemos el juego de espejos, así como el código de «gestos» y «señales» que se intercambian entre sí, donde el marketing político, la propaganda electoral y las posiciones «políticamente correctas», son los factores que permiten su reproducción, por encima del rito electoral.
De esa guisa, los furibundos partidarios de la dictadura que menciona Contreras, se erigen en sus verdugos por faltas que a lo más orbitan en la esfera de lo adjetivos y formal.
El transfondo político de esta pantomima es casi elemental: las extemporáneas declaraciones del embajador Contreras le suministraron una inesperada arma arrojadiza a todos los que apuestan al fracaso de Nueva Mayoría, principalmente la derecha, pero también sectores de la propia coalición. Y el principal insumo no brilla, precisamente, por su originalidad: la presencia en ella del Partido Comunista.
La incorregible estolidez de los políticos de derecha suministra la mejor demostración: «acá lo que se ve y se pone en juego es saber quién está mandando en el Gobierno: si están mandando los comunistas o el Gobierno es capaz de tomar decisiones en beneficio de todos los chilenos», dijo sin que se le moviera un músculo de un rostro de suyo pétreo el Presidente de la UDI, diputado Ernesto Silva, por lejos el candidatos que recibó mayores sobornos reservados en la última campaña electoral.
Como todavía no hay resultados, el vocero de las posiciones más recalcitrantes de la ultraderecha, diputado Gustavo Hasbún, espetó, con el consabidamente generoso despliegie mediático: «el Partido Comunista tiene de rodillas al Gobierno», para agregar de inmediato: «los que hoy protegen y avalan las declaraciones del embajador Contreras son los mismos que criticaron cuando Miguel Otero hizo sus declaraciones, a quién el Presidente Piñera le pidió la renuncia».
El típico recurso del empate moral tan frecuentemente impetrado por la derecha. Pero una cosa es decir que «la mayor parte de Chile no sintió la dictadura» y, «al contrario, se sintió aliviada» con el derrocamiento de Allende, y otra muy distinta es sostener que tras los atentados de los últimos días, que objetivamente comprometen el programa de cambios del gobiernos, está la ultraderecha.
El empeño en crucificar a Contreras del Presidente de la DC, senador Ignacio Walker, se inscribe en la dialéctica de la relación PC-DC descrita por Contreras: es obvio que ambos partidos no disfruran de su relación, pero no es menos cierto que la asumen como un imperativo, sino histórico, al menos como una necesidad de la actual coyuntura, que impone un control de daños colaterales en el caso de la DC, y de disciplina política para avanzar en el horizonte de cambios definido en el Programa de Nueva Mayoría, en el del PC.
En más de una ocasión se ha sostenido en este medio que Guillermo Teiller es, de lejos, el político más sagaz de la actual generación, y uno de los pocos capaces de anticipar dos o tres movidas en el tablero. Los antecedentes disponibles sugieren que sopesó cuidadosamente la delicada situación creada por las declaraciones de Contreras.
En primer término, remitió la resolución del problema al ámbito que corresponde: «es la Presidenta la que debe tomar la determinación». Ello sin escatimar apoyo político a Contreras: «El embajador Eduardo Contreras no ha puesto en peligro las relaciones entre Chile y Uruguay»; «nos parecería que sería exagerado que le pidan la renuncia a Contreras».
Pero también ha dado señales de que la eventual renuncia o remoción de Contreras no representará un punto de quiebre de la actual coalición política:»si me preguntan si me gustaría que próximo embajador fuera comunista, evidentemente que sí”.
Raya para la suma: el episodio planteado por la entrevista al embajador Contreras en el periódico La Diaria, representa a) la segunda crisis en magnitud para Nueva Mayoría, tras las modificaciones en el Senado, de la Reforma Tributaria; b) la fragilidad del actual nivel de acuerdos en Nueva Mayoría, y c) la necesidad de un trabajo político responsable para fortalecer una alianza política y social capaz de impulsar los cambios que Chile necesita.
En consecuencia, sin necesidad de una bola de cristal, cabe pronosticar la renuncia voluntaria del embajador Contreras como una forma de evitar el avance de las fuerzas desatadas contra del programa de Nueva Mayoría. No porque se lo sacrifique, o por debilidad, sino para conjurar y asumir un error político que generó consecuencias.