Aquella hornada de jóvenes de todos los sectores sociales que se dejó seducir de modo alegre y singularmente responsable por la ola de ilustrada voluntad colectiva que barrió el mundo por esos años. Arrasando a su paso con tanta idea fea, institución caduca, opresión, injusticia y obscurantismo secular. Reunida nuevamente tras una larga gesta, aporta hoy su experiencia a las generaciones progresistas que le sucedieron, para culminar aquello que iniciara hace medio siglo y por lo cual ha luchado toda su vida. Cuando despunta una nueva primavera del pueblo.
En medio de la agitación generalizada en Chile y el mundo, la generación del ’68 se propuso ser realista soñando lo imposible. Es lo sensato durante estos períodos en que las sociedades apuran el tranco. Grandes mareas populares que a lo largo de dos siglos vienen proporcionando la fuerza motriz que ha permitido a la humanidad ir zafándose, a empellones sucesivos cada vez más amplios, de las ataduras de ignorancia y sumisión al viejo régimen señorial y campesino. Para construir la moderna civilización urbana que cubre ya la mitad del planeta.
De tanto en tanto rebrota la Primavera de los Pueblos. Felices aquellos que han tenido el privilegio de florecer en su fertilidad. A la generación del ’68 le ha correspondido vivir una larga gesta. La marcha no ha sido fácil. Avances y retrocesos. Acción y reacción. Luces y sombras. No sobran adjetivos para calificar tantas cimas y simas.
Fue bautizada en la reforma universitaria. Generosa, proporcionó la infantería para la conquista, realizaciones y defensa del Gobierno Popular. Disciplinada, acató convencida la sabia dirección de las generaciones mayores, a su turno forjadas en las precedentes primaveras populares.
Así son los chilenos. Muy pacientes y bien enterados a cada década pierden la paciencia. Lo habían venido haciendo a lo largo del siglo. La ola de movilización popular iniciada poco antes de 1968 fue la más fructífera de todas. Por primera y única vez incorporó masivamente al campesinado y por este rasgo esencial, probablemente será para Chile lo que 1789 para la modernidad universal.
En pocos años vibrantes, transformó de arriba abajo y para siempre la geografía social, económica y cultural de Chile. Su líder, Salvador Allende, que había sido testigo y protagonista de las oleadas anteriores, se convirtió en el único compatriota auténticamente universal.
Muy joven esta generación se hizo adulta en la derrota. Enfrentó sin arredrarse el tsunami reaccionario que se abatió entonces sobre estas costas. A veces algunos pueblos han sufrido estos latigazos vengativos antes de levantar las defensas adecuadas. Son destructivos pero superficiales. Hacen daño pero no retrotraen ni un milímetro los avances logrados por los grandes terremotos que les preceden en las profundidades tectónicas de la sociedad.
Al no poder detenerla, esta generación se sumergió sin vacilar bajo esa ola, capeándola, para emerger casi intacta del otro lado a organizar desde el primer momento la resistencia. Combatió en las sombras protegida por una red impenetrable de solidaridad y discreción que tejió en torno suyo. Enfrentó la muerte que le arrebató a sus mejores. Sobrevivió torturas, prisión, exilio, persecución y ciudadanía de segunda clase.
Perdió la inocencia. Comprendió que la hegemonía es razón y fuerza, amplitud y filo, prudencia y arrojo. Pertrechada de ese modo encabezó una nueva ola de protestas multitudinarias en los años 1980, que lograron derribar la dictadura. La más dura de todas las primaveras forjó la mejor de todas las generaciones, que se auto denomina «G-80».
Los años en la medida de lo posible, las décadas de 1990 y 2000, fueron bien desgraciados para la generación del ’68. Se fracturó de arriba abajo, como le había ocurrido durante el gobierno de la Unidad Popular. Para más remate se derrumbó el socialismo en el cual habían puesto sus esperanzas. Al tiempo que se proclamaba el «Consenso de Washington». Algunos abrazaron los nuevos tiempos con bastante entusiasmo. No fueron pocos los que confundieron la prudencia con el acomodo. Proclamaron que ese estado de cosas iba a durar para siempre.
Duró bien poco. En la peor parte de los años 1990, una nueva generación progresista irrumpió en la Universidad de Chile. La «G-90» fue un rayo de sol entre nubes grises. Pinochet cayó detenido en Londres. Fue procesado en Chile en el largo verano del 2001, a partir de lo cual la justicia ensanchó crecientemente su medida de lo posible.
Se desató una crisis mundial de Padre y Señor Mío, que quitó el piso al Neoliberalismo que había penetrado no poco en algunos segmentos de una generación a la sazón medio «groggy», tras tantos golpes y avatares.
Volvió la primavera. Esplendorosa. Sus primeros brotes tomaron forma de Pingüinos. Decenas de miles de ellos. Muy pronto y algo más creciditos, brotaron nuevamente por todo Chile en centenares de miles. En un par de pasadas los estudiantes echaron abajo la idea tan sesudamente promovida que la educación podía convertirse en mercancía. El pueblo sigue los acontecimientos con expectación creciente.
En regiones remotas, ha dado muestra de lo que puede sobrevenir cuando entra de lleno a la pelea. En un par de ocasiones, ha recordado lo que son las manifestaciones de millones. Convocado al mediodía por una muchacha luminosa salió una noche a tocar cacerolas. Otra vez, se retiró en masa durante varios días seguidos, a honrar en silencio frente a sus televisores su trágica y espléndida memoria. Todo ello bastó para cambiar radicalmente la situación política.
Los partidos progresistas dieron muestra una vez más de su singular flexibilidad. A lo largo de casi un siglo les ha permitido ir conformando sucesivas coaliciones que han sabido recoger las demandas principales de cada momento.
Esta vez, lograron conformar la coalición más amplia de la historia. Nueva Mayoría ha reunido nuevamente en un solo haz a casi todos los que derribaron a la dictadura. Hay signos que se ampliará aún más, incorporando de modo formal o informal a varios de quienes todavía se sienten desafectados por la izquierda, así como a otros que vienen avanzando en esta dirección desde la derecha.
Esta vez ha sido decisivo el rol jugado por la Presidenta Electa, Michelle Bachelet. A diferencia de su primer mandato al cual se vio impelida por fuerzas que mayormente escapaban a su control. Lo bueno y lo malo de su gobierno le fue reconocido. Luego de un declive inicial y una vez que se empezaron a pagar las pensiones solidarias, su liderazgo, empezó a recibir una creciente aprobación de la ciudadanía.
Sin embargo, ésta rechazó otorgar un nuevo mandato a su coalición política de entonces, la Concertación de Partidos por la Democracia. Al cabo de dos décadas, el pueblo se cansó de esperar que realizaran un giro que se apartara del modelo impuesto por la dictadura, que hasta entonces habían venido administrando con pocos cambios de fondo.
Ello no pareció afectar la popularidad de Michelle Bachelet, que terminó su gobierno con una aprobación casi unánime, que mantuvo incólume durante los cuatro años de Piñera. Al regresar, fue categórica en un aspecto central: sólo estaba dispuesta a encabezar una coalición más amplia, que incluyese a las fuerzas de izquierda que habían estado excluidas desde el término de la dictadura. Con un programa que apuntase a tres grandes objetivos en los cuales todos concordaban: recuperar la educación pública, gratuita y de calidad, una reforma tributaria que redujese la inequidad y lo más importante, una nueva constitución.
Revolucionario, el programa de Bachelet no es. Bastante más moderado de lo que se requiere para los tiempos que corren, si lo es. De ningún modo es un programa como el que formuló el Presidente Allende, inspirando la adhesión fervorosa de millones, recogiendo sus problemas más sentidos y esperanzas más queridas, que son al mismo tiempo las grandes transformaciones nacionales que objetivamente se requiere realizar.
Esto es precisamente lo que la ciencia política clásica sugiere como la forma apropiada para conducir una ola popular en alza: encabezarla sin la menor vacilación. Por el contrario, cuando la agitación masiva alcanza el punto de su inevitable declinación cíclica, la consolidación de los avances logrados y el restablecimiento del orden pasan a primer lugar en la agenda.
Si el programa de la Presidenta Michelle Bachelet se cumple, sin embargo, abrirá paso para abordar los principales problemas nacionales. Especialmente si se promulga una nueva constitución. El contenido de las reformas que logre implementar el nuevo gobierno, así como la profundidad y extensión de las mismas, estará determinado por la correlación de fuerzas políticas que se vaya configurando. Las mayorías parlamentarias alcanzadas permiten en teoría realizar muchos cambios.
La clave para todo ello será la evolución de la movilización popular. Claramente, ésta sigue un curso ascendente pero su trayectoria no es lineal ni mucho menos. En cualquier caso, es cosa de tiempo que los cambios se realicen. Los que vienen son buenos para la generación del ’68. Junto a las generaciones progresistas que le sucedieron van a concluir la tarea iniciada entonces y por la han luchado siempre.