Dentro de un mes, la población chilena deberá concurrir a las urnas. Ha sido convocada para participar en un plebiscito en el cual ha de pronunciarse sobre el texto de una nueva carta fundamental, entregada a su consideración, por la Convención Constitucional (CC), el cuatro de julio recién pasado.
En esa oportunidad, deberá votar aceptando o rechazando el texto propuesto. Será un acto único. Sorprendente. Inédito. Porque ese texto lo propone una Convención elegida por la ciudadanía, circunstancia del todo extraña y que jamás antes, en la historia de la nación, había ocurrido.
Y, nos parece, que bastaría decir esas palabras para afirmar categóricamente que cumplir ese deber ciudadano y aceptar el texto propuesto no debería considerarse solamente una mera opción, sino un deber que todos debiésemos realizar con agrado.
Lamentablemente, no ocurrirá de esa manera. Las disputas políticas al interior de una nación son disputas por la preeminencia de determinados intereses. Son disputas por el ejercicio del poder. Y, a la vez, conflictos de intereses entre quienes han dominado y los que han sido sometidos a aceptar esa dominación.
Porque quienes la ejercen, jamás van a aceptar que otros lo hagan, y estarán dispuestos a cometer las peores atrocidades por conservar para sí ese privilegio. Las discusiones por la extinción del Senado, que la ciudadanía ha presenciado durante este período, y la prensa servil ha ocultado bajo el barniz de una simple disputa acerca de si se acepta o no un presunto ‘equilibrio de poderes’, es una clara muestra de esa sorda lucha por la mantención de las prebendas.
Nuestra intención, sin embargo, no es introducirnos en una inacabable discusión acerca del contenido del texto sometido a consideración —que, a no dudarlo, reviste extrema importancia—sino a entregar las razones que nos motivan a aceptar la propuesta elaborada, razones que van un poco más allá de la discusión sobre el mismo, pues se trata de una tarea que nos conduce a examinar la historia del establecimiento del organismo constituyente.
A entender las colosales transformaciones que comienza a vivir esta pequeña República del Cono Sur. Y a comprender el profundo respeto hacia la comunidad que ha mostrado en su trabajo la instancia constituyente, que todos hemos generado, llamada Convención Constitucional.
Características del Estado chileno
El Estado chileno es un estado capitalista. Se asienta sobre un modo de producir que privilegia el desarrollo y preeminencia del capital por sobre las demás actividades económicas, fenómeno que adquiere notoria preponderancia luego de la instalación de la dictadura militar en 1973.
A partir de ese momento, la hegemonía al interior del Bloque en el Poder la ejerce, sin contrapeso, la fracción bancaria (financiera) de la clase de los compradores de fuerza o capacidad de trabajo.
No debe causar sorpresa que la constitución dictada por la Junta de Gobierno haya orientado sus disposiciones en esa dirección. Ni que haya conferido el carácter de ‘subsidiario’ al rol que el Estado debe realizar en la vida social.
Una clasificación que ha pasado a conocerse en la literatura económica bajo el nombre de ‘Estado gendarme’, un Estado que no se involucra en otras materias que no sean la protección a la actividad privada. El Estado del ‘laissez faire’, ‘laissez passer’.
Chile, en consecuencia, es un Estado capitalista y la generalidad de las administraciones que han tomado en sus manos la dirección política del país, al término de la dictadura, no han hecho otra cosa que aplicar diferentes recetas acerca de cómo ha de administrarse el sistema capitalista.
Con la honrosa excepción del gobierno de Salvador Allende, que intentó sentar las bases de una sociedad destinada a traspasar los estrechos límites de ese sistema.
El Estado democrático chileno
En consecuencia, el Estado chileno, capitalista como lo es, posee una estructura de dirección que adopta la democracia representativa como forma óptima de administrar la comunidad. Por lo mismo, acepta y hace suyas las condiciones o requisitos que las Naciones Unidas exige de los gobiernos democráticos para considerarlos en el carácter de tal y que son tres:
a) separación de poderes o funciones, a saber, Ejecutivo, Legislativo y Judicial (en el caso chileno, acepta una cuarta función cual es la Contraloría);
b) existencia de partidos políticos y c) periódica realización de elecciones que deben ser 1) libres, 2) secretas e 3) informadas.
Las autoridades chilenas se generan, por consiguiente, en virtud de esas elecciones.
Pero las elecciones no solamente permiten la generación de las autoridades sino, además, originan institucionalidad, de acuerdo a la doctrina internacional que ha creado el sistema capitalista para el funcionamiento del mismo.
No olvidemos que ello tiene una razón: el sistema capitalista genera capital y la generación del capital exige tranquilidad, paz social, lo que se logra haciendo votar a las personas.
Los negocios no se hacen en medio de la violencia, salvo cuando hay guerra, situaciones de catástrofe.
O cuando se aplica erróneamente una receta, generalmente, un modelo.
Hechas estas observaciones, veamos la generación y funcionamiento de la CC.
Nacimiento de la Convención Constitucional (CC)
No vamos a analizar las causas del estallido social de 18 de octubre de 2019. Nos limitaremos a aseverar que la CC no tiene como fundamento dicho suceso. Su punto de partida es el ‘Acuerdo Por la Paz y la nueva Constitución’ de 15 de noviembre de ese mismo año y —digámoslo por su nombre—, el desesperado salvataje que la ‘élite política’ y el gobierno de Sebastián Piñera hicieron, a las 2,57 hrs. de esa noche, al andamiaje político de la República existente hasta ese momento, que amenazaba venirse abajo.
Consciente de ello, la ciudadanía aceptó el cambio de las reglas y toleró la legalidad de un pacto que jamás firmó.
El ‘Acuerdo Por la Paz y la nueva Constitución’, que, consecuentemente, fue el dique de contención a las protestas de esas semanas, se oficializó en virtud de la dictación de la Ley 21.200, promulgada el 23 de diciembre de 2019 y publicada en el Diario Oficial del día siguiente.
Dicho Acuerdo jamás se hubiera suscrito si no fuera por ese amplio consenso que existía en torno a considerar la constitución de 1980 como una constitución ilegítima, una constitución espuria, nacida al amparo de las armas y de los crímenes de la dictadura. Existía, por ende, un clima propicio para cuestionar la ‘honorabilidad’ de la constitución de 1980. Por eso, hubo consenso en declararla agotada. Por eso la comunidad aceptó cambiar la carta fundamental vigente y dejar pendientes las motivaciones que habían hecho posible el 18 de octubre de 2019.
Pero, así y todo, hubo otros pasos que dar: nuevamente la ‘élite política’ (no ‘el pueblo’) determinó que el ‘Acuerdo’ debía materializarse en el llamado ‘Plebiscito de 2020’ —convocado primeramente para el 26 de abril de 2020, y trasladado, por razones sanitarias, al 25 de octubre del mismo año—; también la ciudadanía, que se había alzado en octubre de 2019, aceptó estas nuevas condiciones.
La Ley 21.200, modificatoria de la constitución de 1980, dispuso, en su único artículo, incorporar a la misma, una nueva disposición, el art. 130, cuyos tres primeros incisos fijaron la forma de cómo había de realizarse el plebiscito. Una vez más, la ciudadanía se sometió a ese articulado.
“Tres días después de la entrada en vigencia de este artículo, el Presidente de la República convocará mediante un decreto supremo exento a un plebiscito nacional para el día 26 de abril de 2020.
En el plebiscito señalado, la ciudadanía dispondrá de dos cédulas electorales. La primera contendrá la siguiente pregunta:
«¿Quiere usted una Nueva Constitución?». Bajo la cuestión planteada habrá dos rayas horizontales, una al lado de la otra. La primera línea tendrá en su parte inferior la expresión «Apruebo» y la segunda, la expresión «Rechazo», a fin de que el elector pueda marcar su preferencia sobre una de las alternativas.
La segunda cédula contendrá la pregunta:
«¿Qué tipo de órgano debiera redactar la Nueva Constitución?». Bajo la cuestión planteada habrá dos rayas horizontales, una al lado de la otra. La primera de ellas tendrá en su parte inferior la expresión «Convención Mixta Constitucional» y la segunda, la expresión «Convención Constitucional».
Bajo la expresión «Convención Mixta Constitucional» se incorporará la oración: «Integrada en partes iguales por miembros elegidos popularmente y parlamentarios o parlamentarias en ejercicio». Bajo la expresión «Convención Constitucional» se incorporará la oración: «Integrada exclusivamente por miembros elegidos popularmente», a fin de que el elector pueda marcar su preferencia sobre una de las alternativas”.
Así, el 25 de octubre de 2020, convocada la ciudadanía, para pronunciarse sobre esas dos preguntas cruciales, que debían resolverse previamente, lo hizo en forma abrumadoramente mayoritaria y categórica, en cuanto a la primera, exigiendo, simplemente, una nueva constitución. La estructura institucional creada bajo la dictadura de Pinochet, en 1980, se derrumbó estrepitosamente.
Dejó, por tanto —y de acuerdo a sus propias normas—, de existir. Y, algo nunca visto hasta ese momento, la sociedad chilena comenzó a recorrer el camino hacia una forma distinta de proceder, inédita, diferente, novedosa, participativa, que debía ser ratificada a través de otros pasos.
Eso se creía, al menos.
Sin embargo, la ‘élite política’ recurrió a una amenaza como subterfugio: de ser contestada negativamente, en el plebiscito ratificatorio, la pregunta ‘¿Quiere usted una nueva constitución?’, la constitución vigente volvería a regir.
Y era que esa fracción de la burguesía (la ‘élite política’), encargada de fijar las condiciones del plebiscito, quería seguir ‘sacando las castañas con la mano del gato’.
No quería morir. Por eso incluyó el siguiente inciso final al art. 142:
“Si la cuestión planteada a la ciudadanía en el plebiscito ratificatorio fuere rechazada, continuará vigente la presente Constitución”.
Los días 15 y 16 de mayo de 2021, convocó el Estado de Chile a un nuevo sufragio. El objetivo era la elección de los convencionales constituyentes.
Gran parte de los 155 cargos electos resultaron pertenecer ampliamente a los sectores independientes.
Las elecciones mostraban una clara voluntad de repudio hacia la ‘élite política’ que había gobernado el país desde el término de la dictadura hasta ese momento. Pero eso tampoco le importó a aquella.
Convencida de estar cumpliendo una misión divina, desde el momento mismo de la instalación del órgano constituyente comenzó a atacarlo con severas y malintencionadas críticas. Especialmente, respecto a su conformación.
La razón era simple: la respuesta del electorado a la segunda pregunta había sido arrolladoramente mayoritaria y categórica en cuanto a despreciar el trabajo de la ‘élite política’.
La comunidad nacional se había pronunciado, además, por una Convención ‘integrada exclusivamente por miembros elegidos popularmente’ dando un nuevo portazo en la cara a ese sector.
Consideraciones sobre el trabajo de la Convención Constitucional
De la historia fidedigna del establecimiento de la instancia constituyente podemos deducir que los ataques a su trabajo comenzaron desde el mismo día de su instalación.
Los ataques tuvieron (y tienen) rasgos distintivos, entre otros, no haber sido formulados por organizaciones sociales ni comunitarias; tampoco sindicatos, Universidades ni colegios profesionales.
Provienen casi exclusivamente de la ‘élite política’. También es rasgo distintivo de tales críticas la extemporalidad de las propuestas, es decir, la crítica hacia el trabajo de la instancia se formula con antelación al término del trabajo, práctica que no puede sino calificarse de ‘aberración jurídica’, equiparable tan sólo a la condena de una persona antes que cometa el delito. (i)
No es la única ‘aberración’. Hay otras que revisten el más alto interés.
La Ley 21.200, al establecer la realización de un plebiscito de entrada y otro de salida, formula a la comunidad, respecto del primero, una pregunta que, de responderse afirmativamente, consuma el deceso de la constitución de 1980, hecho que reafirma al dar por establecido un órgano constituyente.
¿Puede aceptarse, en consecuencia, que, en el segundo plebiscito, olvide lo dicho en el primero y resucite esa fenecida instancia? ¿No hubiere sido, acaso, más lógico, dar otra solución?
La ley, sin embargo, se impone. Aceptado su imperio, las proposiciones hechas en el carácter de alternativas posibles al triunfo del Rechazo (‘Rechazo para convocar a una nueva Convención’) y la del Apruebo (‘Apruebo para reformar’) resultan inadmisibles y constituyen, en consecuencia, simples falacias.
Jamás han sido contempladas en la Ley 21.200 y más bien parecen formas de distracción orientadas a arrojar sombras sobre el futuro plebiscito. Si la comunidad nacional se manifestó al respecto; no se puede jugar con otras propuestas, por entero extemporáneas, como la que pretenden imponer dos senadores democratacristianos (ii).
Una interpretación rigurosa del texto de la ley, modificatoria de la constitución vigente, necesariamente debería concluir que, incluso, la propia opción de dejar vigente la constitución objetada, en caso de ganar el Rechazo, constituye una aberración jurídica pues no vuelve a la vida lo que una votación mayoritaria declaró extinto.
Si vuelve, lo será única y exclusivamente por disponerlo así la ley 21.200; en ese caso, la voluntad popular será ignorada y se abrirá paso a una nueva consulta que resolverá si es posible la manifestación de ‘otra’ voluntad popular, que sustituya a la anterior. Será, a no dudarlo, una falta de respeto hacia la comunidad nacional. Un atropello a la ciudadanía.
El impecable establecimiento de la Convención Constitucional y su irreprochable trabajo
El establecimiento y posterior trabajo de la CC representa un modelo sobre cómo han de funcionar las estructuras del Estado: fue elegida en la forma prescrita por la ley, se conformó rigurosamente de acuerdo a los cánones estatuidos por la ‘elite política’, su composición social obedeció estrictamente a la voluntad de los votantes en el proceso eleccionario de 15 y 16 de mayo de 2021, no excedió en modo alguno los márgenes establecidos para su presupuesto de funcionamiento, funcionó con estricto apego a las normas establecidas, cumplió en el plazo y forma estipulado con las obligaciones encomendadas y elaboró su trabajo en la época fijada para ello.
Puede decirse que pocas instituciones dentro del Estado capitalista han funcionado con tanta prolijidad como lo ha hecho esta Convención. Repetimos: no existen críticas hacia su trabajo que emanen de organizaciones sociales ni de trabajadores —que constituyen la inmensa mayoría del país— sino, por el contrario, los ataques en contra suya provienen de la llamada ‘élite política’, desvergonzada estructura de poder en contra de la cual, precisamente, se levantó la comunidad nacional un 18 de octubre de 2019 para clavarle una estaca en el corazón e impedir que volviese a la vida, como el vampiro de las leyendas.
En suma: no ha existido ni existe razón alguna para la campaña feroz de desprestigio de la cual ha sido objeto. Menos aún si consideramos al sector de dónde provienen tales ataques.
Es claro, entonces, que, teniendo en consideración los antecedentes descritos, la única opción válida para votar el próximo 04 de septiembre es el Apruebo. Pero hay algo más.
La indubitable legitimidad de la Convención Constitucional
Si bien es cierto que el impecable establecimiento y posterior trabajo de la Convención Constitucional son elementos que, per se, avalan el recto proceder de dicha entidad y brindan un valioso argumento para votar por el Apruebo, no es menos cierto que existe otro elemento que, también per se, permite tener confianza en el trabajo realizado por esa instancia: su legitimidad.
Sobre el concepto de ‘legitimidad’
Como todos los conceptos, ‘legitimidad’ no significa lo mismo para los autores. Algunos de ellos la asimilan a la regulación de las instituciones del Estado reservando la expresión ‘legalidad’ para la regulación de las relaciones humanas. No seguiremos esa doctrina. A nuestro juicio, ambas constituyen aspectos de la ‘legalidad’ que, en ciertos casos es ‘institucional’ y otras veces ‘individual, pero ‘legalidad’ al fin.
Estimamos, junto con otros autores que, si bien la legalidad versa sobre el ámbito jurídico, también la legitimidad lo hace, aun cuando dice relación con el consentimiento y aquiescencia del grupo social a la finalidad propuesta, en la forma que lo hace Poulantzas, por lo que se orienta, más bien, al origen y al fundamento filosófico (moral, ético, biológico) de ciertas conductas (iii).
Ilegitimidad de la Constitución vigente
Chile, lo hemos dicho, es un Estado capitalista. Ejerce la ‘soberanía’ sobre sus súbditos y lo hace dentro de un territorio que ha recabado para sí.
‘Soberanía’ es un vocablo que, etimológicamente, proviene de ‘soberano’, como reminiscencia de la autoridad ejercida por quien era dueño del poder absoluto.
Hoy, puede decirse de ella que es la capacidad que tiene un Estado de gobernarse a sí mismo sin estar sometido a la voluntad de otro; o, también, la capacidad que detenta un Estado para hacer lo que le parece dentro del espacio que considera propio, el campo donde ejerce su jurisdicción.
Porque la soberanía es un poder que exige ser ejercido en algún punto del planeta. Semejante poder no lo tiene el Estado per se sino por estar conformado por un grupo humano que ha delegado esa función en él y, más exactamente, en sus autoridades.
La constitución de 1980 —que jamás, y en momento alguno, pensó en ser ‘la casa de todos’—, a pesar de ser ilegítima tanto en su gestación como en su promulgación e imperio, no pudo sino considerar algunos avances que había logrado la disciplina jurídica al momento de ser dictada, debiendo reconocer que ese poder, llamado ‘soberanía, había de residir en algún lugar, por lo que señaló sobre el particular, en su art. 5:
“La soberanía reside esencialmente en la Nación. Su ejercicio se realiza por el pueblo a través del plebiscito y de elecciones periódicas y, también, por las autoridades que esta Constitución establece. Ningún sector del pueblo ni individuo alguno puede atribuirse su ejercicio”.
No lo hizo por voluntad propia sino obligada por las circunstancias. Lo que nos permite, hoy, tratar de entender qué se quiso decir con ello, por lo que recurrimos al diccionario Oxford, que incursiona también en el idioma de Cervantes, para el cual la ‘nación’ no es sino el “conjunto de personas de un mismo origen étnico que comparten vínculos históricos, culturales, religiosos, etc., tienen conciencia de pertenecer a un mismo pueblo o comunidad, y generalmente hablan el mismo idioma y comparten un territorio”.
Pero si queremos seguir las normas de la hermenéutica jurídica y aplicar las disposiciones relativas al caso que contiene el Código Civil y recabamos, por ende, la ayuda del Diccionario de la Real Academia Española, en sus acepciones 1 y 3, la ‘nación’ se nos aparece como el
– Conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo Gobierno.
– Conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común.
Podemos concluir, pues, que la soberanía, es decir, la capacidad que un Estado tiene para autogobernarse le viene, única y exclusivamente, por la delegación que el ‘pueblo’ o la comunidad le ha hecho de sus facultades. Ahí radica la verdadera ‘legitimidad’.
Legitimidad del trabajo de la Convención Constitucional
La Convención Constitucional fue establecida en un acto eleccionario. Como se señaló anteriormente, cumplió con todo lo estatuido por quienes, incluso, la aborrecían (iv).
Fue un órgano instituido legítimamente; su trabajo fue, igualmente, legítimo. Fue una instancia que funcionó con ‘legitimidad’ e induce, en consecuencia, a aceptar su trabajo. Y a entender por qué debemos rechazar la concepción de esa campesina francesa que —según nos lo enseñan Erckman y Chatrian—, consideraba, en el carácter de ‘orden’, que el señor fuese a administrar su castillo, el buen cura a sus oraciones y el pobre, a arar la tierra.
La legitimidad nos recuerda, hoy más que nunca, su fundamento ético: la igualdad de todos los seres humanos en su carácter de especie, hecho que los habilita para designar a quienes han de representarlos, en elecciones libres, secretas e informadas.
Y valida, precisamente, el establecimiento y funcionamiento de la CC cuyo trabajo se ajustó estrictamente a lo estatuido en la norma legal que le dio vida.
Su ‘legitimidad’ queda, por ende, fuera de discusión. Y la historia de su establecimiento es la clave de ello.
Terminamos aquí señalando, una vez más, que no necesitamos enfrascarnos en una discusión estéril acerca de lo estatuido en cada uno de los 388 artículos y cincuenta y siete disposiciones transitorias que la componen. Así como pudimos darnos una Convención que pudo representarnos legítimamente en nuestros derechos, también podremos modificar, cuando sea necesario, aquellos inevitables errores que conlleva consigo toda obra humana. Pero no antes de verla vigente, aprobada por la mayoría del pueblo chileno.
Notas:
(i) No deja de constituir un sarcasmo la circunstancia que quienes desean reformar el proyecto aún no aprobado de constitución, y que debe considerarse ‘semirígida’, se hayan opuesto siempre a la reforma de la constitución pinochetista, que tiene el carácter de ‘rígida’. No hay que olvidar que las constituciones pueden ser rígidas, semirígidas y flexibles, atendiendo a la posibilidad de ser reformadas.
(ii) Los senadores son Ximena Rincón y Matías Walker.
(iii) Véase la obra del malogrado teórico greco/francés, ‘Poder, Estado y Socialismo’.
(iv) Recordemos, al respecto, la grosera interjección de la convencional constituyente Teresa Marinovic Vial: ‘¡Convención culiá!’.