Pese a lo intuitivo que ha resultado para gran parte de la derecha, la decisión de declarar estado de excepción constitucional en cuatro provincias del sur —Biobío y Arauco (Región. del Biobío) y Malleco y Cautín (R. de La Araucanía)— aún no se ha explicado satisfactoriamente.
Es claro que parte importante de la motivación del gobierno se relaciona con su duradero anhelo de lograr una mayor participación de las FF.AA. en el control de la violencia asociada al llamado «conflicto mapuche»[1].
Este anhelo se había topado con la distribución de funciones que la Constitución hace entre Fuerzas Armadas y de Orden y Seguridad Pública (Art. 101 de la CPR), y con la interpretación que realizó de la misma la Contraloría[2].
Ante esto el gobierno optó por la alternativa de declarar un estado de excepción constitucional, que permite designar un «jefe de la Defensa Nacional», autoridad castrense facultada para comandar las FF.AA. y de Orden y Seguridad Pública, para, entre otras funciones, «velar por el orden público» (Art. 4 y 5Nª1 de la Ley 18.415).
La maniobra es dudosa. En primer lugar, no es evidente que la intervención de las FF.AA. sea necesaria.
Lo propio de un estado de excepción es la existencia de una situación que no puede ser abordada con la institucionalidad normal[3].
Sin embargo, no es claro que el problema sea la falta de capacidad propiamente militar en la zona. De hecho, ni siquiera parece ser el caso que Carabineros tenga el suficiente respaldo político para usar el mayor nivel de fuerza que puede alcanzar.
La cuestión central es que no estamos en un escenario en que Carabineros esté siendo derrotado militarmente por una fuerza superior. Los graves hechos de violencia que ha conocido la opinión pública se ubican más bien en el ámbito delictual: el problema es más bien la dificultad de anticipar, perseguir y juzgar a los autores de delitos.
Se trata de tareas policiales, de investigación y de persecución penal. Por ejemplo, el Observatorio Judicial ha llamado la atención sobre el aumento de causas sobre la bajísima tasa de formalizaciones y condenas en delitos relacionados con la violencia rural[4] (por ejemplo, dos condenas en 391 causas por ataques incendiarios entre 2018 y 2019[5]).
En este escenario, ¿qué aportan las FF.AA.? ¿Por qué acudir a ellas, que no tienen capacidades de investigación y persecución penal?
Tal vez esto explique la paradoja de que, después de insistir por meses en la colaboración de las FF.AA., el gobierno sea enfático en aclarar que éstas no actuarán conforme a su capacidad militar, sino más bien tendrán funciones de apoyo logístico, tecnológico y otras similares[6].
Sin embargo, es difícil entender por qué se debe acudir a una herramienta constitucional excepcional —y, en particular, a la siempre sensible incorporación de las FF.AA.— para funciones de este tipo.
Porque el despliegue de las FF.AA. no es inocuo. Si intervienen sin utilidad alguna, se hace aún menos creíble la capacidad del Estado de imponer el orden.
Si lo hacen, pero sin la inteligencia adecuada y en un conflicto que no alcanza características militares, su actuación puede ser desproporcionada y perjudicar la posibilidad de llegar a una solución pacífica.
Esto último representa el mayor riesgo. Porque aquí no hay que perderse. El problema fundamental del conflicto mapuche no es que el Estado no tenga suficiente fuerza, sino que no ha tenido la capacidad policial ni de persecución penal para desarticular el delito y, muy centralmente, ha carecido de la capacidad política para canalizar el conflicto por vías pacíficas.
Llevar una hilera de carros blindados no resolverá esta cuestión, y bien podría empeorarla.
La sospecha es que el gobierno no se plantea nada de esto; que se trata de una nueva maniobra comunicacional sin sustancia ni definición política.
El gobierno logra sumar a las FF.AA. a un conflicto altamente sensible, pero sin explicar la necesidad de esta medida, y en un contexto en el que no existe la inteligencia necesaria para definir dónde se ejercerá la fuerza ni el apoyo político para su despliegue.
Al final estamos frente a un uso casi cosmético del poder militar, que es sin duda mejor que un uso indiscriminado, pero riesgoso igual.
No se puede emplear la capacidad militar del Estado con esa frivolidad.
(*) Profesor de Derecho de la Universidad Católica de Chile. Doctor en Derecho por la Universidad de Oxford, autor del libro A Critique of Proportionality and Balancing y coautor de Legislated Rights, ambos publicados por Cambridge University Press.
Notas y referencias
[1] Véanse, por ejemplo, las declaraciones del entonces delegado presidencial Cristián Barra a El Mercurio (14/marzo/2021), las que dan cuenta tanto del anhelo del gobierno de incorporar a las FF.AA. al conflicto como de las justificadas dudas de las FF.AA. respecto de la legalidad de esta iniciativa [aquí].
[2] Así lo entendió la Contraloría. Ver dictamen E142895N21 de 30 de septiembre de 2021 [disponible aquí].
[3] De ahí que la misma Constitución prescriba que las potestades adicionales entregadas por la ley en estado de excepción deben estar orientadas a, y ser necesarias para, «el pronto restablecimiento de la normalidad». Art. 44 de la CPR.
[4] Véanse los tres informes disponibles sobre «Violencia en la Macrozona Sur» del Observatorio Judicial [disponible aquí].
[5] «Violencia en la Macrozona Sur. Informe III: Ataques Incendiarios», Observatorio Judicial, pp. 4 y 15.
[6] Así lo consigna el Presidente Piñera en su discurso del 12 de octubre, en el que anuncia la declaración de estado de excepción [disponible aquí].