Hay que agradecer a Daniel Jadue y a los redactores de su programa presidencial por poner en debate el Derecho a la Comunicación, un tema que viene siendo soslayado por los gobiernos y la llamada clase política.
La propuesta del candidato del Partido Comunista, aún con sus imperfecciones, instala un derecho esencial para la democratización de la sociedad chilena en el cambio de escenario que comenzó a abrirse con el estallido social del 18 de octubre de 2019 y que debe cristalizarse en una nueva Constitución.
Se observan reacciones virulentas y también superficiales. Las primeras son un anticipo de la campaña del terror gestada por quienes no aceptan la posibilidad de que un comunista pueda llegar al gobierno. Las segundas, a veces complementarias de las anteriores, hacen pie en argumentos jurídicos discutibles que no se hacen cargo de los factores estructurales y socio económicos que hacen del sistema comunicacional imperante hoy un pilar fundamental del neoliberalismo.
Desde el lienzo “Chileno: El Mercurio miente”, de 1967, hasta los carteles al estilo de “Apaga la tele, enciende tu mente”, que acompañan las manifestaciones populares de los últimos años, está clara la inconformidad de la ciudadanía con los medios tradicionales por su falta de pluralismo.
Por eso, cuando la Convención Constitucional tenga que redactar los artículos sobre los derechos fundamentales, no podrá limitarse a la consabida libertad de expresión, sino que tendrá que darle soportes esenciales con los derechos a la información y a la comunicación.
La constitución de la dictadura consagró la libertad de expresión en sintonía neoliberal, como un derecho fundamentalmente individual, cuya expresión en el ámbito de los medios quedaba entregada al mercado en coincidencia con el Estado subsidiario. En la perspectiva de un nuevo tipo de Estado, democrático y de derechos sociales, esta concepción es insostenible.
Es legítimo que un aspirante a la presidencia transparente su posición en cuanto a la democratización de las comunicaciones y ojalá lo hicieran todos los demás, especialmente los que declaran el fracaso del neoliberalismo. Del mismo modo, los actores políticos y sociales deben pronunciarse acerca de las iniciativas que le corresponderán en el futuro al Ejecutivo y al Legislativo para materializar mediante leyes este Derecho a la Comunicación.
El debate en la Convención Constitucional será bravo, porque los detractores del Derecho a la Comunicación están levantando toda una batería de argumentos en contra.
En un supuesto juicio jurídico, el abogado Francisco Cox lo calificó como una propuesta surgida “en el seno de la Unesco”, aparentemente inofensiva, pero que puede llevar a los Estados a intervenir la línea editorial de los medios, según dijo en una entrevista con Emol.tv.
La referencia de Cox a la Unesco (Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) tiene un claro sesgo político-ideológico.
La Unesco incorporó el Derecho a la Comunicación en el Informe MacBride de 1980, que bajo el título “Un solo mundo, voces múltiples”, denunció los desequilibrios informativos y culturales en el planeta y propuso estrategias de carácter estructural para propender al pluralismo.
Al poco andar, los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, que irrumpieron como adalides del neoliberalismo, se opusieron con todos los medios al Informe MacBride, incluso saboteando presupuestariamente a la Unesco.
Thatcher y Reagan bloquearon y desvirtuaron las demandas de democratización de las comunicaciones levantadas por el Tercer Mundo, insertándolas en la polarizada competencia ideológica de la guerra fría.
Su caballo de batalla en esta cruzada fue el Comité Mundial de la Libertad de Prensa (WFPC, según su sigla en inglés), un organismo empresarial, que volvería a intervenir a través del Departamento de Estado en la Cumbre Mundial de la Sociedad de la Información de 2003, acusando a “fuerzas oscurantistas” que en el marco de esa cumbre “hacen promoción del derecho a la comunicación”.
En la visión del WFPC, un exponente de esas “fuerzas oscurantistas” era el experto holandés Cees J. Hamelink, quien postulaba: “El reconocimiento de un derecho a comunicarse es esencial si queremos que la gobernabilidad global de las «sociedades de la comunicación» esté inspirada en una preocupación por los derechos humanos. Esto significa que no aceptamos a los Estados, mercados o tecnologías, como las fuerzas dirigentes, sino que preferimos los intereses de los pueblos a manera de mapas de rutas”.
Al poner el tema en la dimensión de los derechos humanos, no está de más recordar que el régimen de Pinochet impuso un control casi absoluto de los medios, con un duopolio de la prensa escrita que recibió apoyo financiero gubernamental, mientras TVN oficiaba de canal oficial y los canales de las universidades eran alineados al régimen a través de los rectores delegados. En la radiodifusión, la dictadura montó la radio Nacional como una cadena de alcance en todo Chile y con emisiones internacionales.
Antes de entregar el gobierno, Pinochet dictó en septiembre de 1989 la ley que permitió no solo la creación de canales comerciales, sino también la progresiva privatización de la televisión universitaria, para llegar al panorama actual en que grandes conglomerados empresariales, como los grupos Luksic y Falabella, tienen posiciones predominantes en la propiedad de las estaciones de señal abierta.
Es también historia conocida la desaparición de los medios opositores a la dictadura durante la llamada transición democrática.
Si bien se habla de duopolio en la prensa escrita, no es exagerado identificar virtuales oligopolios televisivos y radiales. Las relatorías de la libertad de expresión de las Naciones Unidas y de la Organización de Estados Americanos han señalado con frecuencia el alto grado de concentración de la propiedad de los medios en Chile como un obstáculo al pluralismo.
Los avances tecnológicos hacen necesario medir también hoy la concentración a través de la presencia en el mercado de los proveedores de servicios de Internet, tanto para la televisión por cable como para la telefonía y otras modalidades de transmisión de datos.
Como lo señaló la periodista María Olivia Monckeberg el año 2009 en su libro “Los magnates de la prensa”, gran parte de los grupos empresariales que controlan los medios en Chile construyeron sus fortunas bajo la dictadura.
“Estos grupos no podrían haber alcanzado el tamaño que tienen, que, dicho de paso, estaría prohibido en países desarrollados, si no fuese por la complacencia de un poder político que en algunos casos estuvo en manos de dictadores”, corrobora el investigador argentino Martín Becerra, especialista en estudios sobre la concentración mediática.
Un elemento fundamental a considerar es que los grandes conglomerados que controlan la TV, la radiodifusión y los servicios de transmisión de datos, hacen uso del espectro radioeléctrico, que en rigor es un recurso natural limitado, que debe ser considerado un bien público, tal como el agua.
El Estado administra este recurso y otorga las bandas de frecuencias para las estaciones de radio y TV a través de la Subsecretaría de Telecomunicaciones (Subtel), en el caso de Chile.
Cuando se cuestiona la concentración mediática es imposible soslayar que el sistema de concesiones de las bandas de frecuencia se apoya solo en criterios técnicos y financieros, y no solo ha favorecido a los medios comerciales en desmedro de los medios comunitarios, sino que además ha permitido la mercantilización de las frecuencias con transacciones millonarias.
Quien conoce bien estas oportunidades de negocios es el presidente Sebastián Piñera. En el año 2004 pagó 24 millones de dólares al magnate venezolano Gustavo Cisneros por la concesión de Chilevisión (ex canal de la Universidad de Chile), para venderla seis años después en 155 millones de dólares a la transnacional Turner.
Lo que se conoce habitualmente como leyes de medios son en rigor legislaciones que regulan con un sentido plural las concesiones de frecuencias del espectro radioeléctrico, apuntando a una distribución equitativa entre medios comerciales, comunitarios y públicos, y hay muy buenos ejemplos al respecto, sobre todo en las leyes de Argentina y Uruguay.
Hoy por hoy es necesario un sistema de medios públicos, que contribuya a la descentralización y a la visibilización de los pueblos originarios. Una televisión educativa es imprescindible para nivelar la cancha en cuanto a la educación a distancia, sobre todo en el actual escenario de pandemia.
Los que construyen hipotéticas amenazas de Jadue a la libertad de prensa, no parecen reparar en que Piñera cerró en su primer gobierno el diario La Nación, y que hoy enfrenta una denuncia del canal La Red ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos por sus intentos de influir en su línea informativa.
Hay muchos ejemplos de inconsecuencia de quienes refutan el Derecho a la Comunicación, que en lo esencial incorpora una dimensión avanzada de los derechos humanos y es un soporte básico para los derechos sociales e individuales que deben constituir el nuevo orden constitucional, ya que el pluralismo informativo es fundamental para que los ciudadanos puedan defenderse de los abusos del poder político y económico.
La propuesta programática de Jadue señala a Canadá y Ecuador como ejemplos de países que se han dado Leyes Orgánicas de Comunicación. El ejemplo ecuatoriano le abrió flancos de ataque y no es el mejor, ya que a partir de una intención democratizadora loable, fue desvirtuado por arrestos autoritarios del entonces presidente Rafael Correa con figuras penales que se prestaron a abusos como el “linchamiento mediático” y el “derecho a la rectificación”.
Una democratización de las comunicaciones debe salvaguardar cuestiones esenciales como la prohibición de la censura previa y propiciar estándares informativos con criterios de veracidad (no de la inexistente objetividad). Será necesaria asimismo la tuición ética a cargo de organismos ciudadanos y profesionales independientes, como apoyo a una Defensoría de las Audiencias que proteja al público de mensajes discriminatorios y de odio de los medios.
Hay muchos otros aspectos largos de tratar, pero lo importante es que se ha abierto un necesario debate sobre el Derecho a la Comunicación, que debe encontrar un escenario reflexivo y resolutivo en la Convención Constitucional, así como un afinamiento en cuanto a propuesta programática en la alianza Apruebo-Dignidad y, ojalá, en otros actores políticos que quieran sintonizar con un nuevo Chile.