La década pérdida fue un término forjado para describir las crisis económicas en América Latina, experimentadas durante los años ochenta, las que, para varios países, continuaron hasta la década siguiente.
En general, esas crisis se manifestaban en impagables deudas externas, elevados déficits fiscales, en tipos de cambio volátiles acompañados por bajo crecimiento y fuertes presiones inflacionarias en la mayoría de los países de la región.
Recientemente, la Comisión Económica de América Latina y el Caribe, CEPAL, presentó el cuarto informe sobre el progreso y los desafíos regionales de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible
El prólogo señala:
“La región se encuentra en un contexto muy diferente del que se preveía cuando se formularon la agenda 2030 parael Desarrollo Sostenible y los Objetivos de Desarrollo Sostenible, ODS, hace ya casi seis años. No solo se han acentuado las tendencias negativas en materia de crecimiento, inversión, empleo, desigualdad y sostenibilidad ambiental, sino que la pandemia […] ha tenido efectos catastróficos sobre nuestras sociedades. Han aumentado la desocupación, la pobreza y la pobreza extrema (con el consiguiente riesgo de hambre) y la desigualdad, al mismo tiempo que las reducciones de emisiones de los primeros meses de la pandemia tienden a perderse a medida que se recupera el crecimiento sin cambios al modelo de desarrollo”.
En efecto, América Latina y el Caribe sería la región más golpeada del mundo emergente por la crisis sanitaria en el ámbito económico, social y ambiental.
Sus persistentes brechas estructurales, su limitado espacio fiscal, el poco acceso a la protección social -así como su escasa cobertura-, el elevado nivel de informalidad laboral, la heterogeneidad productiva y la baja productividad son elementos cruciales que podrían haber amplificado los efectos de la pandemia, así como las dificultades que se plantean a la hora de implementar políticas que podrían mitigar dichos impactos y generar una reactivación económica sostenible e inclusiva, que permita avanzar hacia la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS).
Definitivamente, al menos se trata de otra década pérdida. Previo a la pandemia, la región registraba un bajo crecimiento económico: 0,3% en promedio durante el sexenio 2014-2019, tasa ni siquiera lograda en 2019.
A ese lento crecimiento, en 2020 se sumaron choques negativos de oferta y demanda externos e internos, como consecuencia de la aplicación de medidas de confinamiento, distanciamiento físico y cierre de actividades productivas. Por ello, la crisis sanitaria condujo a la peor crisis económica, social y productiva que ha experimentado la región en los últimos 120 años, que produjo una caída del 7,7% del PIB regional en 2020.
La situación es peor en lo que concierne los indicadores de pobreza y extrema pobreza.
En el quinquenio anterior a la pandemia, se observó un paulatino aumento de la población en situación de pobreza extrema, que pasó de un 7,8% a un 11,3%, y de pobreza, que creció de un 27,8% a un 30,5%.
Por otra parte, entre 2014 y 2019, el índice de Gini se redujo solamente a una tasa anual del 0,5%, en comparación con un promedio del 1,1% anual de 2002 a 2014.
Debido a los efectos de la pandemia, y pese a las medidas de protección social de emergencia, la pobreza y la pobreza extrema en 2020 a nivel regional habrían alcanzado niveles que no se observaban desde hacía 12 y 20 años, respectivamente (es decir, ¡veinte años perdidos!) produciéndose un deterioro distributivo del ingreso en la mayoría de los países.
En 2020, se estima que la tasa de pobreza extrema alcanzó un 12,5% y la tasa de pobreza se incrementó a un 33,7%. Esas cifran suponen un total de 209 millones de personas pobres a finales de 2020, 22 millones más que el año previo.
De ese total, 78 millones de personas se encontrarían en situación de pobreza extrema, 8 millones más que en 2019. Esas tendencias agravan las dificultades para lograr el primero y el segundo de los Objetivos de Desarrollo Sostenibles en 2030.
S.O.S. para los Objetivos de Desarrollo Sostenible y para la Agenda 2030
El crecimiento esperado en América Latina y el Caribe en 2021 debería proyectarse en función de la fuerte caída registrada en 2020, de la evolución de la pandemia (disponibilidad y administración de las vacunas), y de la capacidad de los países para mantener y preservar los estímulos fiscales y monetarios destinados a apoyar la demanda agregada y los sectores productivos.
La CEPAL proyecta una tasa de crecimiento promedio para 2021 del 3,7%, lo que implica recuperar apenas un 44% de la pérdida de actividad económica registrada en 2020.Esta evolución resulta particularmente grave, pues, en un escenario con un crecimiento del 3,7% en 2021 y na trayectoria e crecimiento posterior igual al promedio de la última década (1,8% anual), la recuperación del nivel de PIB de 2019 (que era casi igual al de 2013) no se alcanzaría hasta 2024.
Por otro lado, si tras un crecimiento del 3,7% en 2021, se tomara como base la dinámica de crecimiento del último sexenio (0,3%), la recuperación de los niveles de PIB de 2019 no se produciría ni siquiera dentro de los próximos diez años.
En síntesis, esos indicadores revelan un panorama preocupante para la Agenda 2030. Si bien algunas series estadísticas parecen recuperarse, retomando las tendencias concordantes con el escenario anterior a la pandemia, el rezago afectará sin duda alguna el logro de las metas, haciéndolas inalcanzables en algunos casos, lo que implica la necesidad de promover e implementar políticas públicas que respondan a las exigencias planteadas por los ODS en el difícil contexto socioeconómico de la pandemia.
Definitivamente, el covid-19 tuvo un impacto negativo en lo que se refiere a los indicadores sociales (pobreza y extrema pobreza),económicos (crecimiento) y, en general, del bienestar humano. América Latina y el Caribe tiene un reto inmenso por delante y la pregunta -aún sin respuesta-radica en la manera en la que se puedan sortear los efectos de la crisis sanitaria sin deteriorar los ingresos de los hogares y la actividad productiva de las micro, pequeñas y medianas empresas.
La respuesta posiblemente no sea establecer “mínimos comunes” sino más bien “máximos solidarios”, sobre todo, en países como Chile, que disponede espacios fiscales gestionables; de relativamente bajos (comparativamente) niveles de endeudamiento externo; de elevados precios de sus commodities exportables; de extraordinarias ganancias obtenidas en tiempos de pandemia; y donde es posible -y éticamente razonable-establecer una renta básica universal (RBU), royalties mineros e impuestos una tantum a quienes se beneficiaron en épocas de crisis. Quienes tienen más, deberían aportan más.
¿Es que los gobiernos no logran (o no quieren) entender estas seis últimas palabras?
(*) Economista