por Noelia Naranjo (*).
Hoy nos encontramos frente a un escenario en donde las grandes corporaciones transnacionales y el sistema financiero global han logrado profundizar, bajo diferentes estrategias y proyectos, las formas de explotación y maximizar sus ganancias.
Sus fuerzas han llevado a un extremo nunca visto la brecha entre los que tienen la riqueza y los que no, y una oligarquía financiera, en tanto clase capitalista transnacional, dirime la vida del 99% de los más de 6.000 millones de seres humanos.
En la actualidad, y a 10 años de la última gran crisis económica mundial, se está discutiendo las formas de este “nuevo mundo” y las condiciones de gobernanza necesarias para que dicho sistema no deje de acumular.
En esta nueva fase, en la cual se observa un desprendimiento absoluto de lo productivo bajo primacía de la lógica de la financiarización, los estados-nación se han convertido en instrumentos funcionales al capital transnacionalizado para garantizar cada vez mayores niveles de concentración.
Somos testigos de cómo muchas de las instituciones, que fueron resultado y canalizadoras de la organización de los trabajadores, tales como los sindicatos, son sistemáticamente golpeadas y desarticuladas.
En este sentido, Chile, resulta un caso testigo para toda la región latinoamericana.
Es que el país andino ha vivido un profundo proceso de desarme de los tejidos sociales y políticos por el paso despiadado del neoliberalismo, se encuentran hoy resistiendo a nuevos embates del sistema que siguen atacando a los trabajadores, sus instituciones y sus posibilidades de organización.
Desde la derrota de la “vía pacífica al socialismo” que el gobierno de Salvador Allende propuso, el neoliberalismo llegó como un ladrillo en la cabeza del pueblo chileno, combinando totalitarismo político (pinochetismo), neoliberalismo económico (Chicago Boy´s) y fundamentalismo conservador (cultural y religioso).
De hecho, “el ladrillo” fue el nombre con el que se rotuló al programa económico de gobierno que los Chicago Boy´s le diseñaron al dictador Augusto Pinochet.
Desde 1979, con la implementación del llamado “Plan Laboral”, Pinochet colocaba al país hermano como punta de lanza en la región y el mundo del neoliberalismo contra el mundo del trabajo. Dos decretos reglamentaron a las organizaciones sindicales, por un lado, y a la negociación colectiva, por el otro.
Estas reformas legitimaron la destrucción de la organización sindical, a través de la prohibición a los sindicatos de intervenir en actividades políticas, reduciendo la posibilidad de negociación colectiva sólo para los sindicatos por empresa y avalando legalmente a éstas últimas para reemplazar a los trabajadores durante una huelga.
Si bien en los ´70 y ´80 crecía exponencialmente la clase trabajadora, al mismo tiempo se destruía la modesta industria nacional. Es decir, se extranjeriza el trabajo de los chilenos.
La precarización laboral se agravó con una direccionada baja tasa de sindicalización, que hoy ronda apenas el 10% de la población laboral activa. La falta de centrales que puedan aglutinar a los diferentes sectores y pensar un plan común contribuyó con lo suyo.
Al mismo tiempo, se generó la imposibilidad de que trabajadores que estuvieran en dos o más empresas pudieran negociar condiciones comunes de trabajo.
La ofensiva sobre los trabajadores no se agota.
En Chile, en una sola empresa pueden coexistir muchos sindicatos de trabajadores que no pueden negociar colectivamente (en conjunto) y muchos trabajadores de diferentes empresas que tampoco pueden negociar juntos.
Se suma un factor aún peor, la legalización de los “grupos negociadores” que son grupos transitorios que pueden unirse para lograr algún acuerdo sin la necesidad de ser parte de la empresa; lo cual no sólo es una absoluta incoherencia sino que además estos grupos terminan siendo funcionales a los empresarios y empleadores y operan desarticulando los reclamos.
Con Michel Bachelet, se produjeron algunas modificaciones sobre la legislación laboral que no hicieron cambios de fondo pero que apuntaron a resguardar algunos derechos de los trabajadores. Por ejemplo, no se los podía reemplazar en caso de estar haciendo huelga, intentando fortalecer el papel de los sindicatos.
Sin embargo, se incorporaron los “servicios mínimos” en casos de huelgas y el “Fin de la extensión unilateral de beneficios”.
Esto último implica que las conquistas alcanzadas no se hagan extensivas a quienes no estén sindicalizados.
Sucede esto en un país donde el sueldo mínimo asciende a 288 mil pesos chilenos y la mitad de los trabajadores recibe un sueldo por debajo de los 380 mil pesos chilenos, es decir, 424 dólares.
Según datos del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), 7 de cada 10 trabajadores gana menos de $550 mil líquidos (U$S 810) y solo un 15,3% gana más de $850 mil (U$S 1.251).
Por otro lado, la tasa de desocupación para el trimestre julio-septiembre de 2018, se sitúa en un 7,1%.
Con estos recursos, los chilenos deben afrontar los costos de vida más caros de América Latina; pagando altos precios hasta por elementos básicos como el agua potable.
Actualmente se está discutiendo, al igual que en varios países del continente, una nueva reforma laboral acompañada de cambios en la legislación previsional y tributaria.
El mismo presidente Sebastián Piñera promueve la reforma sosteniendo que el proyecto busca dotar de “libertad” a los trabajadores y que los mismos puedan “tomar sus propias decisiones” ya sea a través de sindicatos o de los grupos de negociación, en lo que respecta a lo laboral.
Es decir, apunta a la total individualización de los trabajadores.
Ante ésta preocupante situación, la Central Unida de Trabajadores (CUT) decidió convocar a un paro nacional activo, que se realizó el 8 de noviembre pasado, y que articuló movilizaciones, ollas populares y diferentes acciones culturales y sociales en las ciudades más importantes de Chile.
Se sumó también el movimiento estudiantil, que no solo se plegó a la movilización sino que previamente trabajó en foros de discusión y debate sobre el tema, y el movimiento de pobladores, justo en el país que alimenta a “un techo para mi país” como solución mágica a un crónico déficit habitacional.
Estamos en un momento de crisis sistémica global.
El mundo no encuentra una salida civilizatoria a la actual fase del capitalismo, donde cada vez son más los excluidos.
Chile, la “nave insignia” del neoliberalismo en la región, empieza a transitar una profundización de las contradicciones sociales.
Los trabajadores de Chile están respondiendo con organización y unidad.
América Latina se enfrenta a la tarea histórica y necesaria no sólo de comprender que la realidad de cada país tiene su origen en una estrategia continental del sistema financiero, sino también de tejer redes de solidaridad y acción conjunta.
Resulta relevante prestar especial atención a los procesos sociales y políticos de Chile, que se erigen tanto como muestra de todo lo que puede generar el capitalismo contemporáneo, como de las formas en las cuales se debe responder, resistir y avanzar desde los sectores populares.
(*) Licenciada en Ciencia Política y Administración Pública (UNCuyo). Docente (UNCuyo). Redactora-investigadora del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)
Fuente: Piensa Chile