Un cubano llamado Fidel viajó al extremo austral de América, a un país de larga y estrecha geografía. En su isla tropical había sido el vencedor de las batallas, el hombre que llegó al poder por la violencia, el tumbador de la tiranía.
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Ahora era el huésped de un chileno llamado Salvador, de un hombre que llegó al poder con el sufragio popular, con el mandato que el pueblo le entregó, con un mandato que juró defender hasta la muerte. Y el cubano, el combatiente de los cañaverales, regaló al chileno una metralleta, un arma ofrecida al guardián de los códigos, al protector de la Constitución, al parlamentario, al director de asambleas y sesiones.
Los mandatarios se estrecharon las manos.
Salvador agradeció el obsequio.
Una metralleta para usted, presidente.
Sabré usarla, comandante.
Luego Fidel regresó a su isla.
En el sur la tormenta se avecinaba. A la tierra chilena llegó el golpe de la infamia apoyado en las alas imperiales.
Traidores nacionales y extranjeros hicieron que el palacio de gobierno ardiera en llamas mientras dentro moría un puñado de valientes.
El que mantuvo hasta el último momento el respeto de la ley, el que nunca permitió la injusticia de la fuerza Tuvo que empuñar las armas.
¿Vale la pena defender los códigos frente a la furia de los asesinos? ¿Es posible mantener la ley ante las serpientes y las hienas?
Con la metralleta Salvador logró detener un tanque.
Los aviones volvían a pasar lanzando su carga siniestra.
Después de combatir durante horas el Presidente de la República de Chile, el compañero Allende, se alejó en un momento de los otros combatientes.
Conocía la maldad de los enemigos,
El siempre defendió la dignidad de su país y su persona.
No quiso que las águilas sedientas bebieran su sangre, que los verdugos del Imperio quebraran sus huesos, que lo hundieran en un sótano antes de envenenarlo.
Vivió por el pueblo y para el pueblo. Este día moría por el pueblo y para el pueblo.
Moría sabiendo que más allá de las balas, más allá de la derrota momentánea y las heridas del odio se abrirían las anchas alamedas. Apoyó el cañón de la metralleta contra su barbilla y disparó.
Desde la isla tropical Fidel había llevado un regalo, un arma que paso de héroe a héroe, un arma para defender la paz del pueblo y su grandeza y que ahora disparaba una ráfaga inmortal sobre el corazón de América.
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Fuente: Barómetro Internacional