por Jaime Vieyra-Poseck (*)
La última crisis económica sistémica del neoliberalismo global, se inicia con la llamada crisis subprime en 2008 en EE.UU.; enseguida contamina a países de la zona del euro en Europa. La solución, hegemonizada por Alemania, —su tan obstinada como ineficaz política de austeridad económica— provoca un trauma social de envergadura al enterrar hasta el hueso el cuchillo de los recortes sociales y los derechos laborales, mutilando la Sociedad del bienestar; una involución socioeconómica que ha afectado a las clases medias y bajas.
En este crash económico mundial, cuyo onda expansiva no termina y permanece la incertidumbre ya casi una década, el mercado desregulado privado corrupto que la originó, puso (sólo) la mano para que el Estado solucione su crisis, viéndose obligado éste a socializar las pérdidas, rescatándolo con el dinero de los contribuyentes, y, al mismo tiempo, las ganancias se privatizan en beneficio de los que originaron la debacle económico-social: el mercado desregulado de las grandes empresas sistémicas corruptas.
Esta “solución”, en gran medida, ha instaurado una crisis de credibilidad de la democracia representativa y sus instituciones pero, principalmente, ha erosionado el rol histórico del Estado democrático: administrar y distribuir el bien común y no (sólo) el bien privado. Hay otros factores, qué duda cabe, que inciden en la crisis institucional del neoliberalismo que aquí no analizaré, como el impacto económico-laboral de la revolución técnico-científica, y/o el desplazamiento de ¡65 millones! de personas desde los países periféricos pobres (algunos en guerra), los menos a los países centrales ricos y los más a los pobres. Pero sin la crisis económica, que no coyuntural sino sistémica, y las cenizas de los cadáveres que ha esparcido por el mundo, los nuevos populismos no tendrían ni el nacionalismo excluyente ni la sexofobia ni el racismo como base para estructurar su relato.
El desenmascaramiento del neoliberalismo con la cínica “solución” a la crisis económica, ha creado un antes y un después que, unido a la inequidad sistémica —marca identitaria del neoliberalismo— y la corrupción política financiada por los conglomerados financieros, ha provocado, en esencia, el tsunami de populismo contra el establishment en todo el mundo occidental. Y así estamos, con la primera potencia mundial, EE.UU. gobernada por un populista esperpéntico: una auténtica bomba atómica sobre la cabeza del mundo. La pregunta es: ¿por qué el neoliberalismo ha terminado desacreditando al Estado democrático liberal infectando el establishment político y creando una crisis institucional sistémica?
Como una de las respuestas explorativas, podría ser la desigualdad económico-social estructural del neoliberalismo que desacredita la democracia representativa al eliminar el rol histórico del Estado liberal: el bien común, descapitalizándolo y, por eso, (casi) anoréxico en su capacidad de maniobra económica y política lo que, paralelamente, alimenta un populismo mesiánico de corte, por su derecha, neonazifascsista y, por su izquierda, un neoestatismo autoritario (¿de corte estalinista?).
Una segunda respuesta, puede ser que la hegemonía económica neoliberal por sobre la política, la ha denigrado y corrompido convirtiendo a los políticos en sus auténticos perros de Pávlov; y lo más determinante: bufoniza y lobotomiza al ser humano al imponer, en forma dogmática, (sólo) la individualidad —lo privado— por sobre lo colectivo —el bien común—consiguiendo la despolitización y atomización de la sociedad y, por último y no menos importante, convierte el sentido de la vida en uno solo: un consumismo tan vacuo e histérico como aditivo, consolidando la mercadocracia, un sistema de facto operado por el mercado desregulado privado sistémico que determina todo el aparato político-institucional.
La tercera respuesta a esa pregunta, es que con el neoliberalismo a nivel global ha aumentado la desigualdad y la concentración de riqueza si se lee la letra chica del producto neoliberal: el vendedor —el mercado—, el 1% de la población mundial, se queda con el 95% de las ganancias totales, y el comprador —los ciudadanos—, el 99% de la población mundial, se queda con el 5% de las ganancias totales. Un sistema cleptómano contra el 99% de la población, tan insostenible como inamovible, se incrusta dentro del Estado democrático representativo creando un sistema de oposición binaria perfecta: una dicotomía imposible de conciliar entre democracia versus mercadocracia.
Chile, el país donde nació el neoliberalismo manu militari en la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet, es un claro ejemplo de ello: el 1% más rico, se lleva el 57% de las ganancias totales del país, mientras el 99% se queda con el 43%. A pesar del gran desarrollo socioeconómico en las dos últimas décadas (entre el año 1990 y 2015 la pobreza total se redujo del 40% a 11,7%), el neoliberalismo chileno mantiene a sus ciudadanos en la pobreza relativa por una ecuación perversa: la expoliación salarial que impulsa un endeudamiento crónico. El 53,2% de los asalariados gana menos de USD 450,65 líquidos al mes; y si se mide la relación entre Carga Financiera sobre Ingreso Disponible en los hogares chilenos, muestra que el endeudamiento es el más alta de la OCDE, un 38% promedio.
Un auténtico Estado democrático representativo liberal distribuye el bien común y garantiza los derechos sociales básicos de calidad —educación, salud, vivienda y pensión— y, para ello, debe tener la capacidad económica y política para gestionar por sí sólo el bien común: tener entre el 35% y el 40% del PIB para poder distribuirlo (en Chile es el 22% del PIB). Un mercado financiero disfuncional en su relación con el Estado democrático, con un crecimiento elefantiásico que lo convierte en un depredador del Estado, sí, crea riqueza, pero no equilibrio institucional y de poder entre mercado y Estado, ni mucho menos equidad y justicia social. No es la mercadocracia sino de la democracia, con un Estado fuerte capaz de alcanzar una relación simétrica entre mercado y Estado, el responsable de distribuir el poder y la justicia social en forma equitativa.
No puedo, por último, dejar de mencionar el efecto más perverso del neoliberalismo: el que anuncia la destrucción del planeta. Se nace para consumir y se consume hasta morir: consumiendo al planeta se consume la vida. Si sobrevivimos a esta era de capitalismo neoliberal, la historia la recordará como la era de la estupidez humana por sostener un sistema productivo que aniquila al planeta cebando un consumismo irracional que idiotiza al ser humano hasta el auto exterminio.
La solución no es binaria, como no lo es para ningún problema. No obstante, y a pesar de los pesares, queda una sola oposición binaria. La vida o la muerte de la especie humana.
¿Alguna propuesta concreta de la/los presidenciables sobre la economía neoliberal de la desigualdad social y a su dilema insoslayable: el exterminio de la vida?
Porque se requiere un cambio titánico de paradigmas.
(*) Antropólogo social y periodista científico
Fuente: El Mostrador