Hace cuarenta años, la noche anterior al 21 de septiembre, agentes que trabajaban para los servicios de la policía secreta chilena, incrustaron explosivos plásticos en el fondo del Chevrolet de Orlando Letelier, que estaba parqueado en la entrada de la casa de su familia en Bethesda, Maryland, en las afueras de Washington, DC.
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A pocas cuadras de distancia, en la Avenida Massachusetts, mi familia continuaba su vida sin ser molestada. Todo nuestro barrio, incluyendo mis padres, mi hermana y yo, dormía a esas horas.
En la mañana del 21 de septiembre, hace cuarenta años, los agentes chilenos siguieron a Letelier mientras conducía él mismo su automóvil en Washington, Massachusetts abajo, hacia el centro donde trabajaba. La bomba explotó cuando Letelier bordeaba el Sheridan Circule. Le arrancó la mayor parte de la mitad inferior de su cuerpo. Murió poco después, al igual que Ronni Moffitt, una estadounidense de 25 años de edad, que viajaba en el coche con él. Un segundo pasajero, el marido de Moffitt, Michael, sobrevivió.
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El asesinato de Letelier fue ordenado por el dictador chileno Augusto Pinochet, que había derrocado al presidente democráticamente electo del país Salvador Allende tres años antes, en un golpe militar. Letelier, que había sido Ministro de Defensa de Allende, fue detenido durante el golpe y torturado durante un año hasta que Pinochet cedió a la presión internacional y lo liberó. Pero en Washington, Letelier se convirtió en el líder internacional de la oposición a Pinochet y el dictador decidió que su adversario debía morir.
Todavía hay muchas preguntas sin respuesta acerca de este hecho. Exactamente, ¿hasta dónde llegó la complicidad de EEUU en el derrocamiento del gobierno de Chile? ¿Por qué la CIA ignoró un cable en el que se advertía que los agentes chilenos se dirigían a EEUU? ¿Por qué Henry Kissinger, entonces Secretario de Estado, canceló una advertencia formal a Chile para que no asesinara a sus oponentes en el extranjero sólo cinco días antes del atentado a Letelier?
Pero para mí la pregunta más interesante es la siguiente: ¿Cómo es posible que si yo estaba tan cerca de los hechos, no supe nada del asesinato de Orlando Letelier hasta veinte años más tarde?
El silencio social
Es cierto que sólo estaba en segundo grado cuando Letelier murió. Pero esto fue un golpe mafioso ejecutado en el corazón de nuestro plácido y frondoso barrio residencial. Por otra parte, va mucho más allá de Letelier – todo el vecindario estaba embarrado con la sangrienta historia de Chile:
– Si usted se dirige a pocas cuadras en la otra dirección de la casa de Letelier se toparía con la casa de Ted Shackley, en la carretera de Sangamore. Shackley, llamado por algunos ““The Blond Ghost” (El Santo Rubio), fue jefe de la División del Hemisferio Occidental de la CIA en 1973, y jugó un papel clave en el apoyo al golpe de Pinochet. La casa de Shackley está directamente al otro lado de la calle de la escuela primaria Brookmont – donde mi hermana y yo estábamos en la mañana del 21 de septiembre de 1976, cuando explotó la bomba.
– Bajando la colina desde nuestra casa está la Western Junior High, donde mi hermana estudiaría el preuniversitario. Otra de las alumnas era Michelle Bachelet, la actual presidenta de Chile. Después del golpe, el padre de Bachelet fue torturado hasta la muerte; Bachelet y su madre fueron torturadas también.
– Cuando Letelier murió, a su hijo Francisco lo llamaron para que saliera de la clase de geometría en la secundaria Walt Whitman High School, a la que luego asistiríamos mi hermana y yo.
– Nuestro barrio está directamente al otro lado del río Potomac, donde queda la sede de la CIA en Virginia. Está tan cerca que uno de nuestros vecinos que trabajaba allí en los días de buen tiempo iba en canoa.
– En el trayecto final que hiciera Letelier en Washington, pasó por la Iglesia Episcopal de St. Columba; sus feligreses en ese momento incluían a George H. W. Bush, entonces director de la CIA. Pero poco después de que Letelier fuera asesinado, la CIA filtró un informe falso a Newsweek donde decía que Pinochet no había participado.
Teniendo en cuenta todo esto, se puede suponer que los adultos hayan mencionado algo sobre el asesinato de Letelier – no necesariamente para censurar, sino simplemente porque debieron desviar el coche para llevarnos a las prácticas de fútbol. Eso nunca ocurrió.
Y esto no era una aberración. Además de la práctica de fútbol, íbamos a jugar al parque Woodacres, en la misma esquina de la casa de Letelier. Durante el otoño de 1980, mi padre se ofreció como entrenador voluntario si Irán liberaba a los rehenes estadounidenses detenidos en Teherán – porque nuestro entrenador regular trabajaba para el Departamento de Defensa y estaba de guardia durante esta crisis.
Todos nosotros, los niños, sabíamos que había unos extraños extranjeros molestos con nosotros por alguna razón extranjera incomprensible. Nadie nos informó que EEUU había derrocado al gobierno de Irán en 1953, por lo que los iraníes tenían razones racionales para ser hostiles con nosotros.
Así que a pesar del hecho de que todo esto acontecía delante de mis ojos, no aprendí nada de los adultos acerca de Letelier (o de la historia de EE.UU. con Irán), ni en la televisión, ni en la escuela secundaria ni en la universidad. Tuve que aprender acerca de ellos por mi cuenta, tras conseguir los libros en la biblioteca y leerlos.
La respuesta a mi pregunta ahora es que esta es la forma en que ciertos países funcionan. Los antropólogos llaman a este fenómeno “silencio social” – los aspectos más importantes del funcionamiento de las sociedades son exactamente los que nunca son discutidos y, por tanto, son más fáciles de olvidar.
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Pero es imposible suprimir por completo el pasado – que inevitablemente se escapa por los bordes. Recuerdo cuando mis amigos de Bethesda y yo fuimos a ver la película Blue Velvet (Terciopelo azul) en 1986 y cómo esa trama tenía un completo sentido para nosotros: todo era pulido, feliz y mundano en la superficie, mientras que por debajo había una lucha eterna, animal y sin piedad por el poder.
Orlando Letelier se ha ido y no va a volver.
No podemos cambiar eso. Pero podemos romper el silencio social sobre su muerte, lo que somos como país y lo que somos capaces de hacer.
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Fuente: The Intercept
Traducción: Cubadebate